Por quién doblan las campanas (47 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Los aviones se acercaban rápidamente. Llegaban en oleadas y a cada segundo el estruendo se iba haciendo más fuerte.

—Tumbaos boca arriba, para disparar contra ellos —dijo el Sordo—. Id disparando a medida que se acerquen.

Los seguía fijamente con los ojos.

—Cabrones, hijos de puta —dijo apresuradamente—. Ignacio, coloca el fusil sobre el hombro del muchacho. Tú —añadió, dirigiéndose a Joaquín—, siéntate aquí y no te muevas. Agáchate. Más. No. Más.

Se echó de espaldas y apuntó con la ametralladora a medida que los aviones se acercaban.

—Tú, Ignacio, sosténme las patas del trípode. —Los tres pies colgaban de la espalda del muchacho y el cañón de la ametralladora temblaba por estremecimientos que Joaquín no podía dominar mientras estaba allí con la cabeza gacha, escuchando el zumbido creciente.

Boca arriba, con la cabeza levantada para verlos llegar, Ignacio reunió las patas del trípode en sus manos y enderezó el arma.

—Mantén ahora la cabeza gacha —le dijo a Joaquín—. Más baja.

«La Pasionaria dice: “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas...”.» Joaquín se lo repetía a sí mismo, en tanto que el zumbido se acercaba más y más. Luego, repentinamente, pasó a «Dios te salve, María..., el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.» «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Santa María, madre de Dios...», comenzó de nuevo. Luego, muy de prisa, a medida que los aviones hicieron su zumbido insoportable, comenzó a recitar el acto de contrición: «Señor mío Jesucristo...»

Sintió entonces el martilleo de las explosiones junto a sus oídos y el calor del cañón de la ametralladora sobre sus hombros. El martilleo recomenzó y sus oídos se ensordecieron con el crepitar de la ametralladora. Ignacio disparaba tratando de impedir con todas sus fuerzas que se movieran las patas del trípode, y el cañón le quemaba la espalda. Con el ruido de las explosiones no conseguía acordarse de las palabras del acto de contrición.

Todo lo que podía recordar era: «Y en la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora. En la hora. Amén.» Los otros seguían disparando. «Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»

Luego, por encima del tableteo de la ametralladora, hubo el estampido del aire que se desgarra; y luego, un trueno rojo y negro, y el suelo rodó bajo sus rodillas, y se levantó para golpearle en la cara. Y luego comenzaron a caer sobre él los terrones y las piedras. E Ignacio estaba encima de él y la ametralladora estaba encima de él. Pero no había muerto, porque el silbido volvió a comenzar y la tierra volvió a rodar debajo de él con un rugido espantoso. Y volvió por tercera vez a empezar todo y la tierra se escapó bajo su vientre y uno de los flancos de la colina se elevó por los aires para desplomarse suave y lentamente sobre él.

Los aviones volvieron y bombardearon tres veces más; pero ninguno de los que estaban allí se percató de ello.

Por último, los aviones ametrallaron la colina y se fueron. Al pasar por última vez en picado por encima de la colina martillaron todavía las ametralladoras. Luego, el primer avión se inclinó sobre un ala y los otros le imitaron pasando de la formación escalonada a la formación en uve. Y se alejaron por lo alto del cielo en dirección a Segovia.

Manteniendo intenso tiroteo hacia la cima, el teniente Berrendo hizo avanzar una patrulla hasta uno de los cráteres abiertos por las bombas, desde el que se podían arrojar granadas a la cima. No quería correr el riesgo de que estuviese vivo alguien que los estuviese aguardando en la altura, escondido, entre la confusión y desorden originados por el bombardeo, y arrojó cuatro granadas sobre la masa informe de caballos muertos, rocas descuajadas y montículos de tierra amarilla que olían desagradablemente a explosivos, antes de salir del cráter abierto por la bomba para ir a echar un vistazo.

No quedaba nadie vivo en la cima, salvo el muchacho, Joaquín, desvanecido debajo del cadáver de Ignacio. Sangraba por la nariz y los oídos. No había entendido nada. No sintió nada desde el momento en que de repente se encontró en el corazón mismo del trueno, y la bomba que cayó le había quitado hasta el aliento. El teniente Berrendo hizo la señal de la cruz y le pegó un tiro en la nuca, tan rápida y delicadamente, si se puede decir de un acto semejante que sea delicado, como el Sordo había matado al caballo herido.

Parado en lo más alto de la colina, el teniente Berrendo echó una ojeada hacia la ladera, en donde estaban sus amigos muertos, y luego, a lo lejos, hacia el campo, al lugar desde donde ellos habían llegado galopando para enfrentarse con el Sordo, antes de acorralarle en la cima. Observó la disposición de las tropas y ordenó que se subieran hasta allí los caballos de los muertos y que se colocaran los cadáveres de través sobre las monturas, para llevarlos a La Granja.

—Llevad a ése también —dijo—. Ese que tiene las manos sobre la ametralladora. Debe de ser el Sordo. Es el más viejo y el que tenía el arma. No. Cortadle la cabeza y envolvedla en un capote. —Luego lo pensó mejor.— Podríais también cortar la cabeza a todos los demás. Y también a los que están ahí abajo, a los que cayeron en la ladera cuando los atacamos por primera vez. Recoged las pistolas y los fusiles y cargad esa ametralladora sobre un caballo.

Descendió unos pasos por la ladera hasta el sitio en que se encontraba el teniente caído en el primer asalto. Le miró unos instantes, pero no le tocó.

«Qué cosa más mala es la guerra», se dijo.

Luego volvió a santiguarse y mientras bajaba la cuesta rezó cinco padrenuestros y cinco avemarías por el descanso del alma de su camarada muerto. Pero no quiso quedarse para ver cómo cumplían sus órdenes.

Capítulo XXVIII

D
ESPUÉS DEL PASO
de los aviones, Jordan y Primitivo oyeron el tiroteo que volvía a reanudarse y Jordan sintió que su corazón comenzaba de nuevo a latir. Una nube de humo se estaba formando por encima de la última línea visible de la altiplanicie, y los aviones no eran ya más que tres puntitos que se iban haciendo cada vez más pequeños en el cielo.

«Probablemente habrán hecho migas a su propia caballería, sin atacar al Sordo ni a los suyos», se dijo Robert Jordan. «Estos condenados aviones dan mucho miedo, pero no matan.»

—La lucha continúa —dijo Primitivo, que había estado escuchando con mucha atención el intenso tiroteo. Hacía una mueca a cada explosión, pasándose la lengua por los resecos labios.

—¿Por qué no? —preguntó Robert Jordan—. Estos aparatos nunca matan a nadie.

Luego cesó por completo el tiroteo y no se oyó un solo disparo. La detonación de la pistola del teniente Berrendo no llegó hasta allí.

Cuando se acabó el tiroteo, Jordan no se sintió de momento muy afectado; pero al prolongarse el silencio sintió como una sensación de vacío en el estómago. Luego oyó el estallido de las granadas y su corazón se alivió de pesadumbres unos instantes. Después volvió a quedarse todo en silencio, y como el silencio duraba, se dio cuenta de que todo había acabado.

María subió en esos momentos del campamento llevando una marmita de hierro que contenía un guisado de liebre con setas, envuelto en una salsa espesa, un saco de pan, una bota de vino, cuatro platos de estaño, dos tazas y cuatro cucharas. Se detuvo cerca de la ametralladora y dejó los dos platos para Agustín y Eladio, que había reemplazado a Anselmo. Les dio pan, desenroscó el tapón de la bota y llenó dos tazas de vino.

Robert Jordan la había visto trepar, ligera, hasta su puesto de observación con el saco a la espalda, la marmita en la mano y su cabeza rubia, rapada, brillando al sol. Saltó a su encuentro, cogió la marmita y le ayudó a escalar el último peñasco.

—¿Qué han hecho los aviones? —preguntó ella, con mirada asustada.

—Han bombardeado al Sordo.

Jordan había destapado ya la marmita y se estaba sirviendo del guisado en un plato.

—¿Están peleando todavía?

—No. Se acabó.

—¡Oh! —exclamó ella, mordiéndose los labios, y miró a lo lejos.

—No tengo apetito —dijo Primitivo.

—Come, de todas maneras —le instó Robert Jordan.

—No podría tragar nada.

—Bebe un trago de esto, hombre —dijo Robert Jordan, tendiéndole la bota—. Y come después.

—Todo eso del Sordo me ha cortado el apetito —dijo Primitivo—. Come tú. Yo no tengo hambre.

María se acercó a él, le pasó el brazo por el cuello y le abrazó.

—Come, hombre —dijo—; cada cual tiene que guardar sus propias fuerzas.

Primitivo se apartó. Cogió la bota, y, echando la cabeza hacia atrás, bebió lentamente, dejando caer el chorro hasta el fondo de su garganta. Luego se llenó un plato de guisado y comenzó a comer.

Robert Jordan miró a María moviendo la cabeza. La muchacha se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Cada uno de ellos sabía lo que sentía el otro, y se quedaron así, uno al lado del otro. Jordan comía despaciosamente su ración, saboreando las setas, bebiendo de vez en cuando un trago de vino y sin hablar.

—Puedes quedarte aquí si quieres, guapa —dijo al cabo de un rato, cuando la marmita se había quedado vacía.

—No —dijo ella—; tengo que volver con Pilar.

—Puedes quedarte un rato aquí. Creo que ahora no pasará nada.

—No, tengo que ir con Pilar. Está dándome lecciones.

—¿Qué te está dando?

—El catecismo —sonrió y luego la abrazó—. ¿No has oído hablar nunca del catecismo? —Volvió a sonrojarse.— Es algo parecido. —Se sonrojó de nuevo.— Pero distinto.

—Ve a tu catecismo —dijo él, y le acarició la cabeza. Ella le sonrió y dijo luego a Primitivo—: ¿Quieres algo de abajo?

—No, hija mía —dijo él. Se veía que no había logrado recobrarse.

—Salud, hombre —replicó ella.

—Escucha —dijo Primitivo—, no tengo miedo de morir; pero haberlos dejado solos así... —Se le quebró la voz.

—No teníamos otra opción —dijo Robert Jordan.

—Ya lo sé; pero, a pesar de todo.

—No teníamos otra alternativa —dijo Robert Jordan—. Y ahora vale más no hablar de ello.

—Sí, pero solos, sin que los ayudase nadie...

—Es mejor no hablar más de eso —contestó Robert Jordan—. Y tú, guapa, vete a tu catecismo.

La vio deslizarse de roca en roca. Luego se estuvo sentado un rato meditando mientras miraba la altiplanicie.

Primitivo le habló; pero él no dijo nada. Hacía calor al sol, pero no lo sentía. Miraba las laderas de la colina y las extensas manchas de pinares que cubrían hasta las cimas más elevadas. Pasó una hora y el sol estaba ya a su izquierda cuando los vio por la cuesta de la colina, e inmediatamente cogió los gemelos.

Los caballos aparecían pequeños, diminutos; los dos primeros jinetes se hicieron visibles sobre la extensa ladera verde de la alta montaña. Seguían los cuatro jinetes más, que descendían esparcidos por todo lo ancho de la ladera. Vio después con los gemelos la doble columna de hombres y caballos recortándose en la aguda claridad de su campo de visión. Mientras los miraba sintió el sudor que le goteaba de las axilas, corriéndole por los costados. Al frente de la columna iba un hombre. Luego seguían otros jinetes. Luego, varios caballos sin jinete, con la carga sujeta a la montura. Luego, dos jinetes más. Después, los heridos, montados, llevando a un hombre a pie a su lado, y, cerrando la columna, otro grupo de jinetes.

Los vio bajar por la ladera y desaparecer entre los árboles del bosque. A la distancia en que se encontraba no podía distinguir la carga de una de las monturas, formada por una manta, atada a los extremos, y de trecho en trecho, de modo que formaba protuberancias como las que forman los guisantes en la vaina. Estaba atravesada sobre la montura y cada uno de los extremos iba atado a los estribos. A su lado, encima de la montura, se destacaba con arrogancia el fusil automático que había usado el Sordo.

El teniente Berrendo, que cabalgaba a la cabeza de la columna, a poca distancia de los gastadores, no se mostraba arrogante. Tenía la sensación de vacío que sigue a la acción. Pensaba: «Cortar las cabezas es una barbaridad. Pero es una prueba y una identificación. Tendré bastantes disgustos, a pesar de todo, con este asunto. ¡Quién sabe! Eso de las cabezas quizá les guste. Quizá las envíen todas a Burgos. Es una cosa bárbara. Los aviones eran muchos, muchos, muchos. Pero hubiéramos podido hacerlo todo y casi sin pérdidas con un mortero «Stokes». Dos mulos para llevar las municiones y un mulo con un mortero a cada lado de la silla. ¡Qué ejército hubiéramos tenido entonces! Con la potencia de fuego de todas las armas automáticas. Y otro mulo más. No, dos mulos para llevar las municiones. Bueno, deja eso ya. Entonces no sería caballería. Déjalo. Te estás fabricando un ejército. Dentro de un rato acabarás pidiendo un cañón de montaña.»

Luego pensó en Julián, caído en la colina, muerto y atado sobre un caballo, allí, a la cabeza de la columna. Y en tanto que bajaban hacia los pinos, adentrándose en la sombría quietud del bosque, empezó a rezar para sí mismo.

«Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra: a ti llamamos, a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...»

Continuó rezando mientras los cascos de los caballos se apoyaban suavemente sobre las agujas de los pinos que alfombraban el suelo y la luz se filtraba por entre los árboles como si fueran las columnas de una catedral. Y, sin dejar de rezar, se detuvo un instante para ver a los gastadores, que iban en cabeza y cabalgaban entre los árboles.

Salieron del bosque para meterse por una carretera amarillenta que conducía a La Granja y los cascos de los caballos levantaron una polvareda que los envolvió a todos. El polvo cayó sobre los muertos atados boca abajo sobre la montura, sobre los heridos y sobre los que marchaban a pie, al lado de ellos, envueltos todos en una espesa nube.

Fue entonces cuando Anselmo los vio pasar envueltos en la polvareda.

Contó los muertos y los heridos y reconoció el arma automática del Sordo. No sabía lo que guardaba el bulto envuelto en la manta, que golpeaba contra los flancos del caballo, siguiendo el movimiento de los estribos; pero cuando a su regreso atravesó a oscuras la colina donde el Sordo se había batido, supo en seguida lo que llevaba aquel enorme bulto. No podía reconocer en la oscuridad a los que estaban en la colina, pero contó los cuerpos y atravesó luego los montes para dirigirse al campamento de Pablo.

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