—Órdenes.
—¿De quién?
—Cuartel General.
—¡Ah!
—¿Es importante el momento en que hay que volar el puente? —preguntó Pilar.
—No hay nada tan importante.
—Pero ¿y si traen tropas?
—Enviaré a Anselmo con un informe de todos los movimientos y concentraciones. Está vigilando la carretera.
—¿Tienes alguien en la carretera? —preguntó el Sordo.
Robert Jordan no sabía lo que el hombre había oído o no. No se sabe jamás con un sordo.
—Sí —dijo.
—Yo también. ¿Por qué no volar puente ahora?
—Tengo otras órdenes.
—No me gusta —dijo el Sordo—. No me gusta.
—A mí tampoco —dijo Robert Jordan.
El Sordo movió la cabeza y se bebió un trago de
whisky
.
—¿Quieres algo de mí?
—¿Cuántos hombres tiene usted?
—Ocho.
—Hay que cortar el teléfono, atacar el puesto de la casilla del peón caminero, tomarle y replegarse al puente.
—Es fácil.
—Todo se dará por escrito.
—No vale la pena. ¿Y Pablo?
—Cortará el teléfono abajo; atacará el puesto del molino, lo tomará y se replegará sobre el puente.
—¿Y después, para la retirada? —preguntó Pilar—. Somos siete hombres, dos mujeres y cinco caballos. ¿Te das cuenta? —gritó en la oreja del Sordo.
—Ocho hombres y cuatro caballos. Faltan caballos —dijo el viejo—. Faltan caballos.
—Diecisiete personas y nueve caballos —dijo Pilar—. Sin contar los bultos.
El Sordo no dijo nada.
—¿No hay manera de tener más caballos? —preguntó Robert Jordan.
—En guerra, un año —dijo el Sordo—, cuatro caballos —y enseñó los cuatro dedos de la mano—. Tú quieres ocho para mañana.
—Así es —dijo Robert—. Sabiendo que se van ustedes de aquí, no necesitan ser tan cuidadosos como lo han sido por estos alrededores. No es necesario por ahora ser tan cuidadosos. ¿No podrían hacer una salida y robar ocho caballos?
—Tal vez —dijo el Sordo—. Quizá sí. Tal vez más.
—¿Tienen ustedes un fusil automático? —preguntó Robert Jordan.
El Sordo asintió con la cabeza.
—¿Dónde?
—Arriba, en el monte.
—¿Qué clase?
—No sé el nombre. De platos.
—¿Cuántos platos?
—Cinco platos.
—¿Sabe alguien utilizarlo?
—Yo, un poco. No tiro demasiado. No quiero hacer ruido por aquí. No valer la pena gastar cartuchos.
—Luego iré a verlo —dijo Robert Jordan—. ¿Tienen ustedes granadas de mano?
—Muchas.
—¿Y cuántos cartuchos por fusil?
—Muchos.
—¿Cuántos?
—Ciento cincuenta. Más quizá.
—¿Qué hay de otras gentes?
—¿Para qué?
—Contar con fuerzas suficientes para tomar los puestos y cubrir el puente mientras lo vuelo. Necesitaríamos el doble de los que tenemos.
—Tomaremos puestos; no te preocupes. ¿A qué hora del día?
—Con luz del día.
—No importa.
—Necesitaré por lo menos veinte hombres más —dijo Robert Jordan.
—No hay buenos. ¿Quieres los que no son de confianza?
—No. ¿Cuántos buenos hay?
—Quizá cuatro.
—¿Por qué tan pocos?
—No hay confianza.
—¿Servirían para guardar los caballos?
—Mucha confianza para guardar los caballos.
—Me harían falta diez hombres buenos, por lo menos, si pudiera encontrarlos.
—Cuatro.
—Anselmo me ha dicho que había más de ciento por estas montañas.
—No buenos.
—Usted ha dicho treinta —dijo Robert Jordan a Pilar—. Treinta seguros hasta cierto grado.
—¿Y las gentes de Elías? —gritó Pilar. El Sordo negó con la cabeza.
—No buenos.
—¿No puede usted encontrar diez? —preguntó Jordan. El Sordo le miró con ojos planos y amarillentos y negó con la cabeza.
—Cuatro —dijo, y volvió a mostrar los cuatro dedos de la mano.
—¿Los de usted son buenos? —preguntó Jordan, lamentando en seguida el haber dicho estas palabras.
El Sordo afirmó con la cabeza.
—Dentro de la gravedad —dijo. Sonrió—. Será duro, ¿eh?
—Es posible.
—No importa —dijo el Sordo, sencillamente, sin alardear—. Valen más cuatro hombres buenos que muchos malos. En esta guerra, siempre muchos malos; pocos buenos. Cada día menos buenos. ¿Y Pablo? —Y miró a Pilar.
—Ya sabes —exclamó Pilar—. Cada día peor.
El Sordo se encogió de hombros.
—Bebe —dijo a Robert Jordan—. Llevaré los míos y cuatro más. Con eso tienes doce. Esta noche, hablar todo esto. Tengo sesenta palos de dinamita. ¿Los quieres?
—¿De qué porcentaje son?
—No lo sé; dinamita ordinaria. Los llevaré.
—Haremos saltar el puentecillo de arriba con ellos —dijo Robert Jordan—; es una buena idea. ¿Vendrá usted esta noche? Tráigalos; ¿quiere? No tengo órdenes sobre eso, pero tiene que ser volado.
—Iré esta noche. Luego, cazar caballos.
—¿Hay alguna probabilidad de encontrarlos?
—Quizás. Ahora, a comer.
«Me pregunto si habla así a todo el mundo —pensó Robert Jordan—. O bien cree que es así como hay que hacerse entender de un extranjero.»
—¿Y adonde iremos cuando acabe todo esto? —vociferó Pilar en la oreja del Sordo.
El Sordo se encogió de hombros.
—Habrá que organizar todo eso —dijo la mujer.
—Claro —dijo el Sordo—. ¿Cómo no?
—La cosa se presenta bastante mal —dijo Pilar—. Habrá que organizarlo muy bien.
—Sí, mujer —dijo el Sordo—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Todo —gritó Pilar.
El Sordo sonrió.
—Has estado demasiado tiempo con Pablo —dijo.
«De manera que sólo habla ese español zarrapastroso con los extranjeros —se dijo Jordan—. Bueno, me gusta oírle hablar bien.»
—¿Adónde crees que deberíamos ir? —preguntó Pilar.
—¿Adonde?
—Sí.
—Hay muchos sitios —dijo el Sordo—. Muchos sitios. ¿Conoces Gredos?
—Hay mucha gente por allí. Todos aquellos lugares serán barridos en cuanto ellos tengan tiempo.
—Sí. Pero es una región grande y agreste.
—Será difícil llegar hasta allí —dijo Pilar.
—Todo es difícil —dijo el Sordo—; se puede ir a Gredos o a cualquier otro lugar. Viajando de noche. Aquí esto se ha puesto muy peligroso. Es un milagro que hayamos podido estar tanto tiempo. Gredos es más seguro que esto.
—¿Sabes adonde querría yo ir? —preguntó Pilar.
—¿Adonde? ¿A la Paramera? Eso no vale nada.
—No —dijo Pilar—. No quiero ir a la Sierra de la Paramera. Quiero ir a la República.
—Muy bien.
—¿Vendrían tus gentes?
—Sí, si les digo que vengan.
—Los míos no sé si vendrían —dijo Pilar—. Pablo no querrá venir; sin embargo, allí estaría más seguro. Es demasiado viejo para que le alisten como soldado, a menos que llamen otras quintas. El gitano no querrá venir. Los otros no lo sé.
—Como no pasa nada por aquí desde hace tiempo, no se dan cuenta del peligro —dijo el Sordo.
—Con los aviones de hoy verán las cosas más claras —dijo Robert Jordan—; pero creo que podrían operar ustedes muy bien partiendo de Gredos.
—¿Qué? —preguntó el Sordo, y le miró con ojos planos. No había cordialidad en la manera de hacer la pregunta.
—Podrían hacer ustedes incursiones con más éxito desde allí —dijo Robert Jordan.
—¡Ah! —exclamó el Sordo—. ¿Conoces Gredos?
—Sí. Se puede operar desde allí contra la línea principal del ferrocarril. Se la puede cortar continuamente, como hacemos nosotros más al sur, en Extremadura. Operar desde allí sería mejor que volver a la República —dijo Robert Jordan—. Serían ustedes más útiles allí.
Los dos, mientras le escuchaban, se habían vuelto hoscos. El Sordo miró a Pilar y Pilar miró al Sordo.
—¿Conoces Gredos? —preguntó el Sordo—. ¿Lo conoces bien?
—Sí —dijo Robert Jordan.
—¿Adónde irías tú?
—Por encima de El Barco de Ávila; aquello es mejor que esto. Se pueden hacer incursiones contra la carretera principal y la vía férrea, entre Béjar y Plasencia.
—Muy difícil —dijo el Sordo.
—Nosotros hemos trabajado cortando la línea del ferrocarril en regiones mucho más peligrosas, en Extremadura —dijo Robert Jordan.
—¿Quiénes son nosotros?
—El grupo de guerrilleros de Extremadura.
—¿Sois muchos?
—Como unos cuarenta.
—¿Y ése de los nervios malos y el nombre raro? ¿Venía de allí? —preguntó Pilar.
—Sí.
—¿En dónde está ahora?
—Murió; ya se lo dije.
—¿Tú vienes también de allí?
—Sí.
—¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? —preguntó Pilar.
«Vaya, he cometido un error —pensó Robert Jordan—. He dicho a estos españoles que nosotros podíamos hacer algo mejor que ellos, cuando la norma pide que no hables nunca de tus propias hazañas o habilidades. Cuando debiera haberlos adulado, les he dicho lo que tenían que hacer ellos, y ahora están furiosos. Bueno, ya se les pasará o no se les pasará. Serían ciertamente más útiles en Gredos que aquí. La prueba es que aquí no han hecho nada después de lo del tren, que organizó Kashkin. Y no fue tampoco nada extraordinario. Les costó a los fascistas una locomotora y algunos hombres; pero hablan de ello como si fuera un hecho importante de la guerra. Quizás acaben por sentir vergüenza y marcharse a Gredos. Sí, pero quizá también me larguen a mí de aquí. En cualquier caso, no es una perspectiva demasiado halagüeña la que tengo ahora delante de mí.»
—Oye, inglés —le dijo Pilar—. ¿Cómo van tus nervios?
—Muy bien —contestó Jordan—; perfectamente.
—Te lo pregunto porque el último dinamitero que nos enviaron para trabajar con nosotros, aunque era un técnico formidable, era muy nervioso.
—Hay algunos que son nerviosos —dijo Robert Jordan.
—No digo que fuese un cobarde, porque se comportó muy bien —siguió Pilar—; pero hablaba de una manera extraña y pomposa —levantó la voz—. ¿No es verdad, Santiago, que el último dinamitero, el del tren, era un poco raro?
—Algo raro —confirmó el Sordo, y sus ojos se fijaron en el rostro de Jordan de una manera que le recordaron el tubo de escape de un aspirador de polvo—. Sí, algo raro, pero bueno.
—Murió —dijo Robert Jordan al Sordo—. Ha muerto.
—¿Cómo fue eso? —preguntó el Sordo, dirigiendo su mirada desde los ojos de Robert Jordan a sus labios.
—Le maté yo —dijo Robert Jordan—. Estaba herido demasiado gravemente para viajar, y le maté.
—Hablaba siempre de verse en ese caso —dijo Pilar—; era su obsesión.
—Sí —dijo Robert Jordan—; hablaba siempre de eso y era su obsesión.
—¿Cómo fue? —preguntó el Sordo—. ¿Fue en un tren?
—Fue al volver de un tren —dijo Robert Jordan—. Lo del tren salió bien. Pero al volver, en la oscuridad, nos tropezamos con una patrulla fascista y cuando corríamos fue herido en lo alto por la espalda, sin que ninguna vértebra fuese dañada; solamente el omóplato. Anduvo algún tiempo, pero, por su herida, se vio forzado a detenerse. No quería quedarse detrás, y le maté.
—Menos mal —dijo el Sordo.
—¿Estás seguro de que tus nervios se encuentran en perfectas condiciones? —preguntó Pilar a Robert Jordan.
—Sí —contestó él—; estoy seguro de que mis nervios están en buenas condiciones y me parece que cuando terminemos con lo del puente harían ustedes bien yéndose a Gredos.
No había acabado de decir esto cuando la mujer comenzó a soltar un torrente de obscenidades, que le arrollaron, cayendo sobre él como el agua caliente blanca y pulverizada que salta en la repentina erupción de un geiser.
El Sordo movió la cabeza mirando a Jordan con una sonrisa de felicidad. Siguió moviendo la cabeza, lleno de satisfacción mientras Pilar continuaba arrojando palabrota tras palabrota y Robert Jordan comprendió que todo iba de nuevo muy bien. Por fin Pilar acabó de maldecir, cogió la cántara del agua, bebió y dijo más calmada:
—Así es que cállate la boca sobre lo que tengamos que hacer después; ¿te has enterado, inglés? Tú vuélvete a la República, llévate a esa buena pieza contigo y déjanos a nosotros aquí para decidir en qué parte de estas montañas vamos a morir.
—A vivir —dijo el Sordo—. Cálmate, Pilar.
—A vivir y a morir —dijo Pilar—. Ya puedo ver claramente cómo va a terminar esto. Me caes bien, inglés; pero en lo que se refiere a lo que tenemos que hacer cuando haya concluido tu asunto, cierra el pico, ¿entiendes?
—Eso es asunto tuyo —dijo Robert Jordan, tuteándola de repente—. Yo no tengo que meter la mano en ello.
—Pues sí que la metes —dijo Pilar—. Así es que llévate a tu putilla rapada y vete a la República; pero no des con la puerta en las narices a los que no son extranjeros ni a los que trabajaban ya por la República cuando tú estabas todavía mamando.
María, que iba subiendo por el sendero mientras hablaban, oyó las últimas frases que Pilar, alzando de nuevo la voz, decía a gritos a Robert Jordan. La muchacha movió la cabeza mirando a su amigo y agitó un dedo en señal de negación. Pilar vio a Robert Jordan mirar a la muchacha y sonreírle. Entonces se volvió y dijo:
—Sí, he dicho puta, y lo mantengo, y supongo que vosotros os iréis juntos a Valencia y que nosotros podemos ir a Gredos a comer cagarrutas de cabras.
—Soy una puta, si esto te agrada —dijo María—; tiene que ser así, además, si tú lo dices. Pero cálmate. ¿Qué es lo que te pasa?
—Nada —contestó Pilar, y volvió a sentarse en el banco; su voz se había calmado, perdiendo el acento metálico que le daba la rabia—. No es que te llame eso; pero tengo tantas ganas de ir a la República...
—Podemos ir todos —dijo María.
—¿Por qué no? —preguntó Robert Jordan—. Puesto que no te gusta Gredos... El Sordo le hizo un guiño.
—Ya veremos —dijo Pilar, y su cólera se había desvanecido enteramente—. Dame un vaso de esa porquería. Me he quedado ronca de rabia. Ya veremos. Ya veremos qué es lo que pasa.
—Ya ves, camarada —explicó el Sordo—; lo que hace las cosas difíciles es la mañana. —Ya no hablaba en aquel español zarrapastroso ex profeso para extranjeros y miraba a Robert Jordan a los ojos seria y calmosamente, sin inquietud ni desconfianza, ni con aquella ligera superioridad de veterano con que le había tratado antes.— Comprendo lo que necesitas. Sé que los centinelas deben ser exterminados y el puente cubierto mientras haces tu trabajo. Todo eso lo comprendo perfectamente. Y es fácil de hacer antes del día o de madrugada.