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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (30 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Ella apretó los labios como solía hacer cuando estaba tensa o enfadada.

—Ya lo he comprobado, comisario. Precisamente eso es lo que iba a decirle. Lo han borrado todo.

Él tuvo que inclinarse para oírla.

—¿Todo? ¿No está lo que se llama el
backup
y… esas cosas?

—También borrado. Lo han dejado limpio.

—¿Es posible hacer eso? Creí que usted era… —No conocía las palabras para expresar lo que él creía que ella era.

—Y lo soy. Normalmente. Pero, por lo que usted dice, esa gente ha tenido casi una semana. Han podido encontrar cualquier cosa.

—¿Y lo han encontrado?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No, señor. Por fortuna, lo único que guardo aquí son los casos actuales, y ése era el único.

—¿El único? —preguntó él, desconcertado—. Pero el… como se llame, el disco duro —dijo agitando la mano hacia el ordenador—. ¿No habrá allí restos de otras cosas?

—Debería haberlas. Normalmente. Pero este ordenador es nuevo. Tuve que comprarlo antes de Navidad, de manera que la única… la única información delicada que había era la referente al hombre de
campo
Santo Stefano, y aun no toda.

Él pensaba en todas las cosas para las que ella había utilizado el ordenador en el pasado a fin de ayudarle, las claves que había forzado, para no hablar de las leyes que había quebrantado y cerró los ojos con un alivio cuyo alcance no podía medir.

—¿Tuvo que comprarlo?

—En mi calidad de asistente administrativa del
vicequestore
—respondió ella con afectada humildad.

—¿Y el viejo?

—Lo tiene Vianello.

—¿En su despacho? —preguntó Brunetti con voz rayana en el pánico.

—No, señor. En su casa.

—¿Así, sin más?

—¿Esto era abuso de confianza o simple hurto?

—No, señor; tuvo que pagar una cantidad a la
questura.
Existe un procedimiento para el traspaso de material de oficina a particulares que no sean funcionarios de una agencia gubernamental.

—¿Y la policía no es una agencia del Gobierno?

—Por supuesto. Pero la suegra no pertenece a la policía.

Brunetti quería saber más.

—¿Cuánto pagó él… ella por el ordenador?

—Diez euros.

—¿Obsolescencia programada?

—Nada de eso, comisario. Ese ordenador tenía una avería en el disco duro, y el técnico que vino a repararlo me dijo que no tenía arreglo y que había que venderlo para chatarra.

—Supongo que lo pondría por escrito.

—Por supuesto.

—¿Y después?

—La suegra de Vianello se ofreció a comprarlo, para ahorrarnos tener que pagar a alguien para que se lo llevara.

Brunetti esperaba que siguiera hablando, pero ella calló. Entonces, como el que se encarniza con una muela que se mueve, él insistió:

—¿Y qué más?

—Pues que una tarde en que yo estaba allí por casualidad, Nadia me pidió que echara un vistazo al ordenador para ver si se me ocurría algo, y entonces vi cuál era la causa de la anomalía y la subsané. —Sonrió satisfecha al recordar aquel éxito.

—Imagino que todos quedarían muy sorprendidos.

—Estupefactos, comisario.

Capítulo 25

Brunetti se asustaba al pensar en lo que había estado a punto de ocurrir, a pesar de que no sabía todo lo que el Ministerio del Interior habría podido encontrar en los archivos que la
signorina
Elettra guardaba en el viejo ordenador. Estaba claro que, en cualquier momento, una oficina del Gobierno podía acceder a la información que ella almacenaba y robársela. No quería pensar en los riesgos que habían corrido durante los últimos años ni en que en el disco duro que ahora estaba en poder de Vianello había constancia de todas sus propias incursiones. Su carrera no duraría ni un día, ni la de Vianello, ni la de la
signorina
Elettra, si ciertas personas de la
questura
se enteraban de la clase de información que ellos tres habían acumulado en el transcurso de los años y de los medios que habían utilizado para conseguirla.

Recordó la rica vestidura que Medea había enviado a la novia de Jasón: por más que hacían ella y su padre, no conseguían apagar las llamas que brotaban de la túnica en cuanto se la ponía. Así también, una vez se almacenaba información en un ordenador, nada que no fuera la completa destrucción de la máquina podía extinguirla por completo.

Brunetti se dijo que no había que exagerar el peligro y que, en realidad, él no entendía de ordenadores lo suficiente como para estar seguro de eso. Además, la única información que había sido detectada correspondía a un crimen que él estaba plenamente autorizado a investigar. La información facilitada posteriormente por Rizzardi, con aquellas horribles fotos, estaba a buen recaudo, dentro de la guía telefónica. Cuando llegó a su despacho, colgó el abrigo como hacía siempre, miró si había mensajes o correo en la mesa y, con la sensación de que unos ojos invisibles lo espiaban, abrió el cajón de abajo y sacó la guía. En la
F
estaban las fotos. Las sacó, las dobló en tres y las introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Entonces lo invadió una sensación de alivio tan intensa que notó cómo se le humedecía la camisa en las axilas.

Las fotos le hicieron recordar que la profesora Winter aún no le había llamado. El
telefonino
a nombre del
signor
Rossi había pasado las fiestas durmiendo encima del tocador, despreciado y olvidado, pero aquella mañana, cuando se vestía para volver a la
questura,
Brunetti se lo había puesto en el bolsillo.

Ahora, al sacarlo, vio que estaba bajo de batería, pero el número de la profesora aún seguía en la memoria. Empezó a teclearlo, pero cambió de idea y lo anotó en un papel. Guardó el teléfono en el bolsillo y salió de la
questura,
en dirección a los teléfonos públicos de la Riva degli Schiavoni.

—Ah, comisario —dijo la profesora cuando él se dio a conocer—. ¿Ha tenido una buena Navidad?

—Muy buena, gracias. ¿Y usted?

—También. He estado en Mali. ¿Recibió mi mensaje?

—¿Mensaje? —repitió él estúpidamente.

—Le llamé para decirle que estaría fuera, y su ayudante dijo que le daría el recado.

Brunetti aflojó la presión de la mano en el auricular, vio que el dinero de la tarjeta desaparecía rápidamente y dijo, esforzándose por hacer que su voz sonara con naturalidad:

—Debió de olvidársele, o me dejaría una nota que se habrá traspapelado con todo el correo que ha entrado. ¿Podría decirme lo que le dijo a él? —Probó de soltar una risita que le pareció bastante convincente y preguntó—: ¿Le dijo por qué llamaba?

—No; sólo que me iba de viaje.

—Y ahora ya ha vuelto —dijo él, tratando de hacerse el simpático y temiendo parecer idiota—. ¿Recibió las fotos?

—Sí, pero por desgracia a velocidad italiana —respondió ella con una risita de leve superioridad—. De manera que no he podido verlas hasta mi regreso. En realidad, al no recibir noticias suyas, imaginé que ya lo habría averiguado por su cuenta. Podía encontrarlo en cualquier libro sobre arte africano, desde luego.

—No, profesora; no ha sido así —dijo Brunetti imprimiendo un tono de falsa jovialidad en su voz para ahogar la impaciencia—. Simple retraso burocrático —añadió tratando, sin conseguirlo, de lanzar la risa campechana que consideraba apropiada—. ¿Podría informarme acerca de esa marca?

—Claro que sí. Un momento, ha de estar aquí. Dije a uno de mis ayudantes que la introdujera en el ordenador.

Mientras esperaba, Brunetti observaba cómo iban desapareciendo los
centesimi:
le quedaba poco más de un euro.

—Ah, y aquí está —dijo ella—. Sí, es lo que me parecía recordar. La foto que me envió corresponde al extremo superior de lo que se llama el bastón de poder de un adivino o un sanador. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Dijo usted que la cabeza mide unos cinco centímetros de alto?

—Sí.

—Entonces el bastón debía de medir un metro. Pero no se me ocurre por qué habían de arrancar la cabeza.

Si esto era una pregunta, Brunetti no tenía la respuesta, por lo que comentó:

—Tampoco yo lo sé.

—No creo que eso tenga importancia —dijo ella, y Brunetti vio que en la tarjeta telefónica le quedaban setenta
centesimi.

—La marca de la frente se llama
calige
—prosiguió ella—, la señal de la vida. En el bastón habría grabados también animales y otras figuras representativas de los atributos del mago. —Calló, como si esperase que Brunetti dijera algo. En vista de que él guardaba silencio, añadió—: Es la misma señal marcada por la cicatriz. ¿Es lo que quería saber?

—En efecto, profesora, todo eso es muy interesante, pero ¿podría decirme la procedencia de esa marca?

—¿No se lo he dicho? Es chokwe, no cabe duda. Son los tallistas de madera más hábiles de…

—¿Y la procedencia geográfica, profesora? —la interrumpió Brunetti.

Si la sorprendió su brusquedad, no lo demostró.

—Las márgenes del río Zambeze.

Brunetti inspiró profundamente mientras susurraba la oración favorita de su madre para pedir paciencia en la adversidad y luego dijo:

—¿Y dónde nos sitúa eso políticamente, si se puede decir así?

—Oh, perdón, no había entendido la pregunta. Angola. O zonas de la parte oeste del Congo. Tal vez incluso Zambia, pero no es probable que las subtribus de allí produjeran un objeto como ése ni esa clase de cicatrices. No; yo diría Angola.

—Comprendo —dijo Brunetti viendo cómo su remanente se reducía a diez
centesimi
—. Muchas gracias por su ayuda, profesora. Ha sido usted muy generosa con sus conocimientos.

—Para eso han de servir, comisario. ¿Le será útil esta información?

Se agotaron las unidades. Al ver el doble cero en el contador, Brunetti comprendió que no tenía más que unos segundos para responder.

—Eso espero, profesora Winter —pero entonces se oyó un clic y se cortó la comunicación. Hablando al sordo zumbido del vacío, Brunetti añadió—: Aunque lo dudo.

Retiró del teléfono la tarjeta usada y se dirigió a la
questura.
¿No era en Angola donde bandas de niños drogados mataban a mansalva? Se detuvo, miró la cúpula de San Giorgio, que se elevaba al otro lado del
bacino,
y luego la serie de cúpulas que se sucedían a lo largo de la
riva
de la Giudecca. Allá, niños enloquecidos acuchillan, despedazan y mutilan, y aquí, el transbordador navega en dirección al Lido a su hora en punto.

Brunetti se apoyó con una mano en la pared, esperando a que pasara aquella extraña conmoción. Había leído que si una persona siente que va a desmayarse debe agachar la cabeza por debajo de las rodillas, pero él no podía adoptar semejante postura en plena calle. De todos modos, cerró los ojos e inclinó la cabeza.

—¿Se encuentra bien,
signore
? —oyó que una voz de hombre decía en veneciano a su lado.

Brunetti abrió los ojos y vio a un hombre bajito y regordete, con abrigo oscuro y una gorra a cuadros verdosos en una cabeza que parecía calva.

—Sí, bien, muchas gracias. Mucha Navidad, seguramente —dijo Brunetti tratando de sonreír—. O quizá estos cambios de temperatura.

El hombre sonrió, aliviado.

—Eso debe de ser, mucha Navidad —y añadió jovialmente—: Ya es hora de que todos volvamos al trabajo, ¿no cree?

—Sí —dijo Brunetti—. Creo que sí.

Mientras seguía camino de la
questura,
Brunetti pensaba en cómo podía él volver al trabajo. Se habían llevado los archivos, lo habían apartado del caso, no sólo a él sino a toda la policía de Venecia, no tenía ni idea de quién era la víctima, por qué estaba en Venecia y por qué era tan importante como para que el Ministerio del Interior y el de Asuntos Exteriores quisieran investigar su muerte o detener la investigación de su muerte. Brunetti reconocía que no tenía pistas ni pruebas. No; tampoco era eso: aún tenía los diamantes, o los tenía el banco de Claudio, y tenía el cadáver… o eso creía.

Esta idea le hizo girar en redondo hacia el muelle, para volver al teléfono público. No tenía más que un par de euros sueltos, echó uno al teléfono y marcó el número de Rizzardi de memoria.

Cuando el médico contestó, Brunetti dijo sin preliminares:

—¿Sigue ahí esa persona de la que hablamos antes de Navidad?

Hubo una pausa larga, mientras Rizzardi reconocía su voz y descifraba la pregunta. Finalmente, el forense dijo:

—¿Se refiere al hombre de la feria de Navidad?

—Sí.

—No; no está aquí. Creí que ya lo sabía.

—No. No sé nada. Dígame.

Rizzardi forzó la voz, como si eso de hablar en clave le pareciera un juego más propio de adolescentes que de hombres maduros. Pero prosiguió:

—Ciertas personas, y creí que usted estaría al corriente, porque trabajan para su misma empresa, se lo llevaron con intención de hacerle una gran despedida. —Rizzardi se detuvo, quizá para asegurarse de que Brunetti le seguía. Como éste no decía nada, prosiguió—: Como a su amigo Héctor.

Aquí el médico ya empezaba a rizar el rizo de la clave. Brunetti se había perdido.

—Ah, Héctor. ¿A cuál de ellos se refiere?

—Al de ese libro que suele usted leer, el de la guerra.

No podía ser más que la
Ilíada,
que acaba con la muerte de Héctor. Y su pira funeraria.

—Ya. Bien, gracias, Lorenzo. Siento no haber podido encontrarle.

—Me lo imagino —dijo Rizzardi, y colgó.

Brunetti sintió que algo muy parecido al pánico le atenazaba la garganta. Si en aquel momento alguien le hubiera hecho una pregunta, no habría podido responder. Cuando Rizzardi colgó, el teléfono se tragó su moneda. Sacó otra y vio que tenía dificultad para meterla en la ranura. Brunetti nunca había tenido mucha fe en la divinidad; de lo contrario, probablemente ahora hubiera tratado de hacer un pacto: la seguridad de Claudio a cambio de lo que fuera: los diamantes, el caso de la muerte del africano, su propio cargo.

Marcó el número de Claudio. La señal sonó cuatro, cinco, seis veces y entonces contestó una mujer.


Ciao,
Elsa. Guido. ¿Cómo estáis?

—Ah, Guido, me alegro de oírte. Quería llamar a Paola estas fiestas, pero hemos estado tan ocupados con hijos y nietos que no encontraba el momento. ¿Estáis bien? ¿Habéis pasado una buena Navidad?

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