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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (26 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Al poco rato, Paola se levantó, se llevó la fuente y el bol a la encimera y volvió a llenarlos, impresionando a Brunetti por la previsión con que se había preparado para aquella plaga de langostas adolescentes. Azir, después de decir que nunca había comido
radicchio
ni tenía idea de lo que eran, dejó que Paola le pusiera unos cuantos en el plato, que desaparecieron mientras los demás estaban distraídos.

Cuando el ofrecimiento de más comida fue recibido con protestas sinceras, Paola y Azir recogieron la mesa y Paola dio a Azir platillos y cuencos para el postre. Luego abrió el frigorífico y sacó una ensaladera de fruta picada.

Paola preguntó quién quería macedonia, y Azir dijo:

—¿Por qué se llama así,
dottoressa?

—Yo diría que por el país, Macedonia, que está compuesto por una mezcla de pequeños pueblos diferentes, pero no estoy segura. —Miró a Chiara y, como era habitual en estas situaciones, dijo—: Trae el Zanichelli, Chiara.

La niña fue a su cuarto, donde ahora se guardaba el diccionario, y volvió con el grueso tomo. Lo abrió y empezó a hojearlo murmurando para sí:

—Macao, macarrón, macarrónico… Macedonia. —Leyó toda la entrada, que daba la razón a Paola. Después, su voz se redujo al susurro del que lee para sí. Apartó a un lado el cuenco del postre, puso el libro en su lugar y se sumió en la lectura de las otras entradas.

Azir terminó la fruta, rehusó repetir y se levantó de la mesa diciendo:

—¿Puedo ayudarla a lavar los platos,
signora?

Brunetti se puso en pie y fue a la sala pensando que quizá se había equivocado respecto a Chiara durante años, y que en realidad la hija más maravillosa del mundo era Azir.

Cuando, una media hora después, Paola se reunió con él, Brunetti preguntó:

—¿Lo dices tú o lo digo yo?

—¿El qué? ¿Que pueda decir «sólo un
vu cumprà»
y, al mismo tiempo, se preocupe por si se sirve cerdo a su amiga musulmana? —dijo Paola sentándose a su lado. Puso un libro y las gafas en la mesa de centro.

Quizá Brunetti no lo hubiera expresado en estos términos, pero respondió:

—Sí, eso mismo.

—Es una adolescente, Guido.

—¿Y eso quiere decir…?

Abstraída, Paola tomó un almohadón que tenía a su espalda, lo lanzó a la mesita, se quitó los zapatos y puso los pies encima.

—Quiere decir que la única constante de su vida es la inconstancia. Si un número suficiente de personas sostiene una idea o una opinión, es probable que ella la considere razonable; y si un número suficiente la rechaza quizá ella rectifique. Además, a su edad, tiene un enjambre de ideas parásitas de adolescente mariposeándole por la cabeza y le resulta difícil ser consecuente sin preocuparse por lo que piensen sus amigos de lo que ella diga o haga. —Hizo una pausa y añadió—: O por la ropa que lleve, por lo que coma o beba, por lo que escuche o por lo que mire.

—Pero ¿no se da cuenta de la incongruencia? —porfió él.

—¿Entre preocuparse por las necesidades de un inmigrante y quitar importancia a la muerte de otro? —inquirió Paola con crudeza.

—Sí.

Buscando una postura más cómoda, Paola apoyó el hombro en el pecho de su marido.

—Chiara conoce a Azir y la aprecia; para ella es una persona real. El africano era un desconocido sin rostro —dijo Paola, y añadió—: Y probablemente aún es muy joven para apreciar su belleza.

—¿El qué?

—Su belleza.

—¿Te refieres a los
vu cumprà
? —preguntó Brunetti con franca sorpresa.

—Son guapos —dijo ella. Lo miró a la cara y preguntó—: ¿Tú los has mirado, Guido? ¿Los has mirado realmente? Son guapos: altos, erguidos, con buena figura y muchos tienen la clase de cara que ves en las tallas de madera. —Al darse cuenta de que él no parecía convencido, preguntó—: ¿Tú prefieres mirar a los turistas gordos y con pantalón corto? —Viendo que su marido no respondía, volvió al tema primitivo—: También es cuestión de clase, me parece, aunque me duela decirlo.

—¿De clase? —preguntó él, que aún no había digerido la idea de la belleza de los africanos.

—Los padres de Azir son universitarios. El africano era un vendedor callejero.

—Si es ésa la razón, ¿te parece mejor o peor que dijera aquello? —preguntó un Brunetti desconcertado.

Paola lo pensó despacio y al fin respondió:

—Yo diría que es mejor, en un sentido perverso.

—¿Por qué?

—Porque es más fácil de corregir.

—Me he perdido —confesó Brunetti, reconociendo lo que solía suceder cuando Paola se ponía a hacer planteamientos abstractos.

—Piénsalo, Guido: un prejuicio racial, la idea de que una raza es superior a otra, se aloja en un lugar profundo de la mente, un espacio habitado por atavismos, al que difícilmente podrá llegar la razón. Pero la opinión de que unas personas son mejores que otras porque tienen más dinero o una carrera, antes o después tendrá que rectificarla, porque indefectiblemente encontrará ejemplos que le demostrarán que es absurda.

—¿No deberíamos hacérselo ver nosotros? —preguntó él, temiendo oír la respuesta.

—No. —La negativa de Paola fue instantánea—. Ella es inteligente y lo comprenderá por sí misma. —Como Brunetti callaba, añadió—: Si tenemos suerte, y si la tiene también ella, se dará cuenta de que tan aberrante es una idea como la otra.

—¿Como te la diste tú? —Brunetti nunca se había sentido satisfecho con las explicaciones que ella le había dado de cómo, perteneciendo a una familia inmensamente rica como la suya, había podido derivar hacia unas ideas tan diferentes de las que profesaban los de su clase y la mayoría de sus parientes.

—Para mí fue más fácil, supongo —dijo Paola—. Porque en realidad nunca creí tal cosa. Cuando era niña, nada me hacía pensar que nosotros fuéramos mejores que las demás personas. Diferentes, sí; hubiera sido difícil no darse cuenta, con tanto dinero. —Lo miró y ladeó la cabeza como solía hacer cuando la asaltaba una idea nueva—. La verdad, Guido, aunque te cueste creerlo, nunca se me ocurrió pensar, por lo menos, cuando era pequeña, que nosotros fuéramos ricos. Al fin y al cabo, mi padre se iba a trabajar todos los días, como el de los demás, no teníamos coche, ni vacaciones caras. Pero había algo más, me parece —añadió, y él se volvió a mirarla para espiar en su cara el reflejo de sus pensamientos—. Unas cosas se valoraban y otras no, pero sin palabras. Quiero decir en casa. Allí aprendí cuáles eran las cualidades importantes en una persona.

—¿Por ejemplo? —inquirió él.

—Lo peor, creo, quiero decir lo más reprobable, era no trabajar. A mis padres no les preocupaba el trabajo que hiciera cada cual, si dirigía un banco o un taller, lo esencial era que trabajara y que creyera que su trabajo era importante.

Paola se irguió volviéndose de cara a él.

—Creo que ésa es la razón por la que mi padre te ha apreciado siempre, Guido, porque tu trabajo es importante para ti.

La mención de lo que gustaba o dejaba de gustar al padre de Paola siempre suscitaba en Brunetti cierta desazón, por lo que volvió a lo que más importaba.

—¿Y Chiara?

—Chiara no me preocupa —dijo Paola con una firmeza que Brunetti adivinó un tanto forzada. Hizo una pausa larga y añadió—: Al principio, pensé que yo había reaccionado con excesiva dureza a lo que ella dijo de ese hombre, pero ahora creo que hice bien.

—Mejor que pegarle, en todo caso —dijo Brunetti.

—Y, probablemente, más eficaz. —Paola volvió a recostarse en él y añadió—: Habrá que esperar a ver.

—¿A ver qué?

—Qué camino sigue —dijo Paola, inclinándose y extendiendo la mano hacia las gafas y el libro.

Capítulo 22

Cuando, poco después, salió de casa, Brunetti se alegraba de que la discusión acerca de los extravíos del alma femenina adolescente no hubiera ido más allá. Los años habían suavizado el recuerdo de su propia adolescencia borrando de él aquel miedo visceral a no encajar en el grupo, a no ser aceptado por los compañeros. Sabía que esta misma incertidumbre inquietaba ahora a su hija, pero él ya no percibía su fuerza; por eso le producía cierto malestar la facilidad con que la había perdonado.

De sus estudios de lógica, Brunetti recordaba lo suficiente como para no aventurarse por una pendiente resbaladiza y sacar conclusiones precipitadas ni con el pensamiento; de todos modos, parecía lógico suponer que la falta de compasión de Chiara podía conducir a una negativa a prestar ayuda. Tenía prisa por llegar a su despacho, por lo que ahogó la vocecita que preguntaba si, por ejemplo, su habitual desconfianza de las gentes del Sur podía afectar de modo análogo su manera de tratarlas.

Encima de su mesa encontró un mensaje que decía que llamara al
signor
Claudio a su casa. Él así lo hizo inmediatamente por el
telefonino
del
signor
Rossi y oyó con alivio que era el propio anciano el que contestaba dando su nombre.

—Soy yo, Claudio —dijo Brunetti—. He recibido tu mensaje.

—Bien. Te he llamado porque supongo que querrás saber lo que me ha dicho mi amigo.

—¿El de Amberes?

—Sí.

—Pues tú dirás.

—He hablado con él dos veces —puntualizó el anciano—. La primera me dijo que eran de África, pero al decirle yo que eso ya lo sabía quedó en volver a llamarme. La segunda vez dijo que los había enseñado a otra persona.

Sin poder contenerse, Brunetti preguntó:

—¿Una persona discreta, supongo?

La voz de Claudio era fría al decir:

—Guido, no hay en el mundo alguien más discreto que un comerciante en diamantes de Amberes. Los banqueros suizos, a su lado, son unos cotillas.

—Está bien —dijo Brunetti, aliviado—. Perdona la interrupción. ¿Qué te dijo?

—Que son de Kansai. Mi amigo está de acuerdo.

—¿Dónde está eso? —preguntó Brunetti, que nunca había oído el nombre.

—Es una región de África occidental. Está en el Congo, pero una parte de las venas quedan al otro lado de la frontera de Angola, y los dos países se disputan la propiedad de los diamantes. Aquello es prácticamente zona de guerra y nadie respeta ya la frontera.

—¿Está seguro? —preguntó Brunetti. No sabía si esto importaba o no, pero estaba cansado de vaguedades y suposiciones y deseaba oír información concreta, independientemente de la importancia que pudiera tener. Después de una pausa, Claudio dijo:

—No absolutamente —y con paciencia añadió—: El otro los tuvo en su poder el tiempo necesario para comprobar la procedencia por el espectro de color —como si esto tuviera que bastar para convencer a cualquiera, y prosiguió—: Si conocieras la técnica, lo entenderías; pero puedes creerlo: hay un noventa por ciento de probabilidades de que vengan de allí. —Ante el silencio con que respondía Brunetti, añadió—: Una seguridad mayor no te la daría nadie, Guido.

—Está bien —dijo Brunetti—. Dale las gracias de mi parte, por favor. —Esperó un momento y preguntó—: ¿Algo más?

—Un amigo mío me dijo que hace una semana fue a verlo un africano.

—¿Un amigo? ¿Dónde?

—Aquí. Un joyero.

—¿Fue a verlo con diamantes?

—Sí.

—¿Podrían ser los mismos? —preguntó Brunetti.

—No puedo estar seguro de eso, Guido. Lo único que sé es que era negro y que tenía diamantes para vender.

—¿Y qué más?

—Mi amigo los examinó y declinó la oferta.

—¿Por qué? ¿Eran demasiado caros?

—No. Todo lo contrario.

—¿Qué?

—Eran baratos. El hombre pedía la mitad de su valor. Mi amigo no me dijo cuántas piedras había exactamente, pero el que quería venderlas habló de más de un centenar. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Claudio explicó—: Era una situación en la que yo no podía hacer preguntas. Tuve que conformarme con lo que él me decía.

—¿Le dijo al hombre que no podía comprárselos?

—Sí.

—¿Y?

—El otro pareció sorprenderse, de lo que mi amigo dedujo que sabía lo ventajoso que era el precio que pedía.

—¿Por qué rechazó tu amigo la oferta? —preguntó Brunetti.

La respuesta de Claudio tardó en llegar.

—Algunos de nosotros no queremos comerciar con diamantes conflictivos ni con piedras que lo parezcan: hay en ellas mucha sangre. La explicación no puede ser más simple. Y a mi amigo aquellas piedras le parecieron sospechosas.

—¿Y no quiso comprarlas ni a ese precio?

—No —dijo Claudio, y añadió a modo de explicación—: Algunos de nosotros pensamos que ya ganamos lo suficiente con nuestro negocio. No queremos cargar con eso en la conciencia.

—¿Cuántos sois los que pensáis así? —preguntó Brunetti.

—Ah —suspiró Claudio—. No muchos.

—Entonces, ¿de qué sirve abstenerse?

—Ya te lo he dicho, hay demasiada sangre en esas piedras —dijo Claudio—. Conozco a gente que las compra. Dicen que no es asunto suyo de dónde vengan ni lo que se haga con el dinero que pagan por ellas, ni la gente a la que se mate con las armas que generalmente se compran con él. Ellos compran las piedras y punto.


¿Y
tú no lo ves así?

—Ya te he dicho que no te hagas el tonto conmigo, Guido —dijo Claudio con insólita aspereza. Brunetti le oyó inspirar profundamente y luego decir—: No me provoques. Soy viejo y quiero vivir en paz.

—Creo que te lo mereces, Claudio —dijo Brunetti, contrito—. ¿Tu amigo te dijo qué aspecto tenía el hombre que quería vender los diamantes?

—No. Sólo que era negro. —Antes de que Brunetti pudiera responder, añadió—: Ya sé, ya sé, todos parecen iguales.

—¿Te dijo en qué idioma hablaron? —preguntó Brunetti, recordando que Angola había sido colonia portuguesa.

—En italiano, y dijo que aquel hombre lo hablaba bastante bien —respondió Claudio sin vacilar.

—¿Te dijo si tenía acento?

—No; pero debía de tenerlo siendo africano, ¿no?

—Desde luego —dijo Brunetti que, en vez de insistir en esto, optó por preguntar—: ¿Tienes idea de a quién pudo dirigirse cuando tu amigo rehusó? —Y a continuación, sin dar a Claudio tiempo de hablar, preguntó—: ¿Cuándo fue eso?

—La semana pasada. Deja que piense —dijo Claudio y calló. Brunetti esperaba mientras el anciano indagaba en su memoria. Al fin éste dijo—: El viernes. —Otra pausa—. Es decir, dos días antes de que lo mataran, ¿verdad?

—Sí. De manera que quizá no tuvo tiempo de hablar con otro posible comprador. Pero, si habló, ¿a quién crees que pudo haberse dirigido?

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