—En tal caso, ¿cómo es posible que sus huellas estén en la puerta y en esa bolsa?
Bocchese no pudo sino encogerse de hombros.
—Volví a cotejarlas cuando llego la respuesta. La coincidencia es inequívoca. Si las huellas del archivo del ministerio son suyas, también lo son esas otras dos.
—¿Lo cual quiere decir que no está muerto?
Con una sonrisa apenas perceptible, Bocchese dijo:
—A no ser que prestara la mano a otro.
—¿Había visto algo así? —preguntó Brunetti.
—No.
—¿Podría alguien haberlas dejado allí a propósito? Quiero decir, alguien que no fuera él —indagó Brunetti, pero parecía un disparate.
Bocchese rechazó la idea.
—¿Entonces está vivo?
—Eso diría yo.
—
¿Y
la Interpol? ¿Algún resultado?
—No han encontrado coincidencias.
—¿No tienen las huellas de miembros de otras fuerzas de policía en sus archivos?
—Yo así lo creía —dijo Bocchese—. Pero quizá del DIGOS no porque no es exactamente una fuerza de policía.
Después de un largo silencio, Brunetti dijo:
—¿Tiene confianza en su amigo?
—¿En que no lo diga a nadie?
—Sí.
—Tanta como en cualquier otra persona —respondió Bocchese, y añadió—: Que no es mucha. —Al ver el gesto de contrariedad de Brunetti, dijo—: No hablará. Además, lo que él hizo es ilegal.
Brunetti regresó a su despacho andando despacio, mientras trataba de encontrar una explicación a lo que le había dicho Bocchese. Si realmente aquellas huellas las había dejado un agente del servicio secreto italiano, era imposible adivinar adonde podía llevar a Brunetti aquella investigación. Después de reflexionar un momento, comprendió que lo más probable era que no le llevara a ningún sitio. En la historia reciente abundaban los ejemplos de
insabbiatura,
la práctica de echar tierra sobre los casos comprometedores. En algunos había trabajado él, y siempre había tenido que claudicar por cobardía. O por desesperación.
Una pregunta le aguijoneaba: si el hombre no estaba muerto, ¿quién había fingido su muerte, sus jefes o él mismo? ¿O todos juntos? En cualquier caso, ¿en qué especie de retiro vivía? Había estado en el apartamento de la víctima, quizá antes y después de su muerte. Brunetti renunció a seguir haciendo especulaciones acerca de qué otras cosas podía haber hecho aquel hombre.
Impulsivamente y sin tomar en consideración que había pedido a la
signorina
Elettra que le llamara, Brunetti salió de la
questura y
bajó hacia Castello. Quizá los africanos se habían escondido en su apartamento. Trataba de concentrarse en lo que veía por el camino y deliberadamente siguió un itinerario más largo, con la esperanza de que ello le ayudara a no pensar en el muerto ni en el vivo.
Como ya imaginaba, las persianas estaban cerradas y había un candado en la puerta. Pensando que no tenía nada que perder, entró en el bar de la esquina y pidió un café. El juego de las cartas continuaba, con la única diferencia de que los jugadores se habían trasladado a otra mesa situada más al fondo.
—Usted estuvo aquí el otro día —dijo el barman—. El amigo de Filippo. —Lo decía con sorna. Brunetti le dio las gracias por el café. —Es verdad que soy su amigo —dijo—. También soy policía.
—Ya me parecía a mí —dijo el barman con evidente autocomplacencia—. Y a todos.
Brunetti sonrió ampliamente y se encogió de hombros, bebió el café y puso un billete de cinco euros en el mostrador.
Mientras buscaba el cambio, el hombre dijo:
—Quería información acerca de los africanos, ¿verdad?
—Sí; estoy tratando de descubrir quién mató a aquel hombre la semana pasada.
—¿Aquel pobre diablo, en Santo Stefano? —preguntó el barman, como si Venecia fuera una ciudad violenta en la que había que especificar dónde se cometía cada asesinato.
—Sí.
—Parece que hay mucha gente que se interesa por ellos —dijo el barman, hablando como un personaje de película que espera que el detective haga un gesto de sorpresa.
A Brunetti le hubiera gustado complacerle, pero se limitó a decir:
—¿Por ejemplo?
—Un par de días antes de que lo mataran, vino un hombre preguntando por él.
—Eso no me lo dijo el otro día.
—No me lo preguntó. Ni me dijo que fuera policía.
Brunetti asintió reconociendo que el hombre tenía razón.
—¿Quiere hablarme de él? —preguntó suavizando el tono.
—No era de aquí —empezó el barman—. Voy a preguntar. Luca —dijo dirigiéndose a los jugadores—, aquel tipo que preguntaba por el
vu cumprà,
¿de dónde te parece que sería? —Y, antes de que el otro contestara, puntualizó, moviendo la cabeza en dirección a Brunetti—: No; éste no, el otro.
—Romano —dijo el llamado Luca arrojando una carta a la mesa.
Brunetti había olvidado preguntar a Bocchese si el informe decía de dónde era Paci.
—¿Qué quería saber?
—Si algunos vivían por aquí.
—¿Y usted qué respondió?
—Cuando me di cuenta de que era forastero, le dije que por aquí no vivía ninguno de ellos, ni lo intentarían, si sabían lo que les convenía. —En respuesta a la muda pregunta de Brunetti, añadió—: Supuse que eso le convencería de que aquí no los queremos. Pero los que entraban eran gente pacífica y educada, pagaban su café y te daban las gracias. No tenía por qué decir dónde vivían a un desconocido.
—Pues a mí me lo ha dicho.
—No es un desconocido.
—¿Porque soy veneciano?
—No; porque pregunté a Filippo y me dijo que era buena persona.
—¿Podría describir a ese hombre?
—Corpulento. Un poco más alto que usted, pero más grueso, quizá diez kilos más. Cabeza grande. —Se detuvo.
—¿No recuerda nada más? —preguntó Brunetti, pensando si la
signorina
Elettra podría introducirse en el expediente personal de un difunto funcionario del DIGOS.
—No; sólo que era muy grande.
Desde la mesa de las cartas llegó una voz.
—Giorgio, dile lo de las manos de aquel hombre.
—Sí. Se me olvidaba. Es extraño. Tenía unas manos muy peludas, como de mono.
Y llegó Navidad. Como todos los años, casi todo el mundo hizo fiesta el día de Nochebuena y también el día después de santo Stefano para enlazar con el fin de semana en un largo puente de cinco días, durante los cuales se trabajó poco no sólo en la
questura
sino también en la mayor parte del país. Toda la actividad parecía concentrarse en las tiendas que permanecían abiertas hasta más tarde de lo habitual, tentando a los clientes a ceder a la fiebre compradora de fin de año, de la que se sirven los estadísticos para dar a la economía mejor cariz del que tiene en realidad.
Brunetti siguió el ritual: compras de última hora, visitas, brindis, cenas interminables, reparto y recibo de regalos y más cenas. Una de ellas la hizo con la familia de Paola y, cuando consiguió intercambiar unas palabras a solas con su suegro, el conde le dijo que había pedido a varios amigos que, si se enteraban de algo que tuviera que ver con la muerte del africano de Venecia o descubrían la relación que pudiera existir entre su muerte y la tentativa de comprar armas, se lo comunicaran. Al cabo de los cinco días de fiesta, Brunetti tenía un jersey nuevo de color verde, regalo de Paola; una suscripción vitalicia a una sociedad protectora de tejones, de Chiara; una edición bilingüe de las cartas de Plinio, de Raffi; y la impresión de que se sentiría mucho más cómodo si le pedía al zapatero que le hiciera otro agujero en el cinturón.
Cuando volvió a la
questura,
encontró un ambiente deprimido, como si todo el mundo sufriera los efectos, físicos y morales, de una prolongada sobrealimentación. Además, alguien había olvidado bajar el termostato de la calefacción mientras las oficinas estaban cerradas, y el calor había penetrado en las paredes, que estaban calientes al tacto. El primer día laborable era soleado y excepcionalmente cálido para la estación, por lo que de poco servía abrir las ventanas: con el calor que irradiaban las paredes, la gente tenía que trabajar en mangas de camisa.
Llegaban las habituales denuncias de robos en pisos, de los ciudadanos que regresaban de vacaciones, y los agentes estuvieron entrando y saliendo durante todo el día. Al parecer, las bandas que habían actuado eran dos: ladrones profesionales que sólo buscaban objetos de gran valor y lo que debían de ser drogadictos que sólo se llevaban los objetos que podían vender rápidamente, Los ricos eran los más perjudicados por la primera banda y los no tan ricos, por la segunda. Dos curiosos informes tuvieron por lo menos la virtud de amenizar un poco la mañana de Brunetti: los profesionales habían ofendido a una veterana estrella de cine que vivía en la Giudecca al no robarle sus joyas falsas y, después de registrar toda la casa, no haberse llevado nada, mientras que los drogadictos, al salir de un apartamento, cargados con un ordenador portátil que tenía cinco años y una minicadena, habían pasado por delante de un De Chirico y un Klimt sin tocarlos.
Como se acercaba el Año Nuevo, época de firmes propósitos, después del almuerzo, Brunetti se dirigió al piso de abajo y, viendo que la
signorina
Elettra no estaba en su mesa, llamó a la puerta del despacho de Patta sin hacerse anunciar.
—
Avanti
—gritó Patta, y Brunetti entró—. Ah, Brunetti, espero que haya tenido una buena Navidad y le deseo un nuevo año lleno de éxitos.
—Muchas gracias, señor —respondió Brunetti, asombrado—. Lo mismo digo.
—Sí; que así sea —dijo Patta. Señaló una silla a Brunetti y se arrellanó en su sillón. Al ir a sentarse, Brunetti miró un momento a su superior y lo sorprendió que este año hubiera vuelto sin su bronceado de vacaciones habitual. Y sin la obligada dilatación abdominal. Es más, daba la impresión de que el cuello de la camisa le estaba un poco grande, o quizá el nudo de la corbata le había quedado flojo.
—¿Han tenido buen tiempo? —preguntó Brunetti, para hacer hablar a Patta y poder detectar su humor.
—Este año no hemos salido de viaje —dijo Patta, y se apresuró a explicar, como si esta abstinencia necesitara justificación—: los chicos estaban en casa y decidimos quedarnos para celebrar las fiestas todos juntos.
—Comprendo —dijo Brunetti, que conocía a los dos hijos de Patta y dudaba del placer que pudiera proporcionar su compañía. No obstante, añadió—: Su esposa se habrá sentido muy contenta.
—Sí, sí, desde luego —dijo Patta, ajustándose un gemelo del puño—. ¿Qué desea, Brunetti?
—Me gustaría saber si no tendríamos que ir pensando en despachar algunos casos de este año que termina —empezó. La excusa era de una transparencia patética, pero a Brunetti, que tenía el cerebro embotado por la calefacción, no se le ocurrió otra mejor.
Patta lo miró largo rato antes de decir:
—No es propia de usted, Brunetti, esa mentalidad de contable. Hay casos que pasan de año en año.
Brunetti estuvo a punto de decir que la mayoría de los casos criminales duraban mucho más y se limitó a responder:
—De todos modos, me gustaría ver si es posible dar un empujón a algunos casos pendientes.
—Eso no va a ser fácil —dijo Patta—. Y menos ahora, que andamos cortos de personal.
—¿Cortos de personal? —preguntó Brunetti. Esto era una novedad para él.
—El teniente Scarpa —explicó Patta—. Estará fuera hasta últimos de enero, y no hay nadie que pueda desempeñar sus funciones en su ausencia.
—Comprendo —dijo Brunetti, pensando que valdría más no profundizar—. De todos modos, creo que deberíamos tratar de fijar criterios —insistió.
—¿Por ejemplo? —preguntó Patta, inclinándose apenas hacia adelante.
No tenía objeto andarse con rodeos.
—El asesinato de
campo
Santo Stefano. Es el único caso de asesinato que tenemos pendiente.
—No lo es —dijo Patta al instante.
—¿Qué? —preguntó Brunetti secamente, y creyó conveniente rectificar—: ¿Cómo dice, señor?
—El caso no es nuestro, Brunetti, como ya le expuse claramente. El caso ha sido traspasado al Ministerio del Interior para su investigación.
—¿Sin explicaciones?
—Yo no acostumbro a cuestionar las decisiones de mis superiores —dijo Patta.
Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una exclamación de asombro o un sarcasmo y responder con calma:
—No pretendo cuestionar sus decisiones, señor. Pero me gustaría saber si el caso ha sido resuelto. Si es así, nosotros podremos cerrarlo.
—Eso ya está hecho, comisario —dijo Patta tranquilamente.
—¿Está cerrado?
—Cerrado. Todos los documentos han sido enviados al Ministerio del Interior.
—¿Y los archivos del ordenador? —Antes de acabar de hablar ya le pesaba haber preguntado.
—También les han sido transferidos.
—
Vicequestore
—dijo Brunetti esforzándose por mantener la voz afable y serena—, yo no entiendo mucho de ordenadores, pero sé que trabajar con ellos es distinto a trabajar con papel. Cuando se envía un e-mail, por ejemplo, el original permanece en el ordenador.
Patta sonrió con el gesto de aprobación del que aplaude a un discípulo brillante.
—Eso coincide con mi propia visión del proceso, comisario.
—¿Y es así?
—¿Cómo dice?
—¿Los originales de los documentos siguen en el ordenador?
—Ah, yo no creo poder responder a eso, comisario.
—¿Quién entonces?
—Los informáticos del ministerio que han estado aquí durante las fiestas. Traían una orden del ministro.
La calefacción. La calefacción: debió figurárselo.
Brunetti no sabía qué más podía decir. Se puso en pie, preguntó si debía empezar a interrogar a los que habían denunciado robos en sus domicilios y, cuando Patta respondió que eso le parecía lo mejor que podía hacer con su tiempo, se excusó y salió del despacho.
La
signorina
Elettra, que ahora estaba sentada a su mesa, fue a decirle algo al verlo salir pero, al observar su expresión, se quedó cortada.
En voz baja y tono de conspiración, Brunetti dijo:
—El
vicequestore
acaba de comunicarme de que durante las fiestas han estado aquí informáticos del Ministerio del Interior. Ha dicho que han transferido —puso énfasis en esta palabra— los archivos del asesinato del hombre de
campo
Santo Stefano a su oficina, que ahora se ha hecho cargo del caso. —Al decir la última frase, notó que estaba a punto de perder el control incluso de la voz baja que estaba utilizando y trató de relajarse—. ¿Podría comprobarlo?