—¿Cómo dices?
—Lo normal es que la transacción sea concertada antes de traer los diamantes a Europa y, con frecuencia, a nivel gubernamental. Muchas veces es una simple operación de trueque, diamantes por armas, con lo que se evitan las complicaciones de mover grandes sumas de dinero —dijo el conde, e hizo aumentar la inquietud de Brunetti al añadir—: Y el transporte se cubre cargando un tanto por ciento.
Brunetti estaba intrigado por el significado de «nivel gubernamental», pero, antes de que pudiera preguntar, notó que el motor aminoraba la marcha al acercarse la embarcación al estrecho canal que conducía al muelle del aeropuerto. Miró el reloj.
—¿A qué hora sale tu avión? —preguntó.
—No te preocupes —dijo el conde—. Me esperará. El barco se acercó a un muelle y Massimo miró al interior de la cabina, pero, al ver que el conde no se levantaba, retrocedió hacia el canal y puso el motor al ralentí. Brunetti miró a la solitaria terminal del aeropuerto y vio que había dejado de llover.
—La pregunta que no has hecho, Guido, es por qué tenían que matarlo.
—¿Para robar los diamantes?
—Es posible —dijo el conde—. Pero me parece que ni tú ni yo creemos eso.
—Entonces para impedir su venta —repuso Brunetti.
—Su venta o la compra que debía hacerse con ese dinero.
—Sí, creo que es eso.
—¿Y es ésa la razón por la que quieres saber quién podía ser el vendedor de las armas? ¿Piensas que eso te llevará a descubrir al asesino de tu hombre negro? —preguntó el conde llevando la conversación al punto de partida.
—Es la única vía de investigación que se me ocurre.
—Si me permites un comentario, Guido —dijo el conde con deferencia—, tengo la impresión de que el traficante de armas sería el último interesado en su muerte. Eso impediría la venta, y generalmente la gente que vende armas no se dedica al negocio de matar. Brunetti renunció a hacer objeciones a esto.
—Lo que me sorprende es la implicación de esas dos instancias de nuestro Gobierno —dijo el conde. Bajó la mirada, sacudió una mota de polvo del pantalón y volvió a mirar a Brunetti—. Es frecuente que la venta de armas sea, digamos, tolerada por el Gobierno. Al fin y al cabo, favorece a una de nuestras industrias más prósperas. Pero eso ocurre cuando el comprador es conocido.
—¿Quieres decir cuando las compra otro Gobierno? —preguntó Brunetti.
—Sí. O un grupo que quiere derrocar un Gobierno. —El conde esbozó una sonrisa feroz—. Los norteamericanos no son los únicos que ven con buenos ojos la deposición de políticos incómodos y su sustitución por otros mejor dispuestos hacia su política comercial. —Otra vez la sonrisa—. Aún más conveniente, por lo menos desde el punto de vista económico, es procurar que las hostilidades continúen indefinidamente, para que el proceso de sustitución se prolongue mientras haya recursos naturales que puedan venderse para ir comprando más armas. Y lo ideal es que te las compren ambos bandos.
El conde miró largamente a Brunetti, levantó una mano como para darle una palmada en el hombro, pero volvió a bajarla y apoyó la palma en el asiento.
—Pero la intervención de cualquiera de esos dos ministerios me hace pensar, e incluso temer, que la situación sea muy peligrosa.
Antes de que Brunetti pudiera responder, el conde prosiguió:
—No, no me digas que ya se ha visto que es peligrosa porque un hombre ha muerto. Quiero decir peligrosa para ti, Guido, para ti y para todo el que ellos crean que se interpone en su camino.
Pasó por su lado un taxi a más velocidad de la debida y puso la marcha atrás bruscamente a pocos metros del muelle. La estela les dio de costado y Brunetti salió lanzado hacia adelante y tuvo que asirse al borde del banco de enfrente.
—Vámonos, no podemos quedarnos aquí —dijo el conde. Andando encorvado, fue hacia adelante y dio unos golpes en el cristal de la puerta. Massimo hizo avanzar la embarcación hasta situarla de costado al muelle, agarró una amarra, saltó a tierra y sujetó el barco mientras d conde desembarcaba.
—No, Guido, no te molestes —dijo el conde volviéndose hacia Brunetti—. Massimo te llevará de vuelta. —Y añadió, mientras Brunetti esperaba—: Haré unas llamadas y te diré todo lo que pueda.
Una ola golpeó el costado de la embarcación y Brunetti bajó la mirada para ver dónde tenía los pies. Cuando volvió a mirar al conde, vio que a su lado había un hombre con uniforme de chófer y, junto al bordillo, un Lancia gris oscuro con la puerta trasera abierta y el motor en marcha.
Massimo saltó al barco y lo hizo retroceder rápidamente.
—¿Lo llevo a la
questura
o a su casa,
dottore?
—Lléveme a casa, Massimo, por favor. —Brunetti miró a tierra y vio que el coche se alejaba lentamente para hacer el trayecto de tres minutos hasta la terminal.
Mientras Massimo lo llevaba a la ciudad, Brunetti recordó las palabras exactas del conde. No le había dicho que haría varias llamadas y le diría todo lo que averiguara, sino todo lo que pudiera. De pronto, sintió inquietud y se preguntó si, al igual que Claudio, no confiaría demasiado en sus amigos.
A la mañana siguiente, Brunetti estaba de pie en la sala, tomando su segundo café, cuando el fulgor de un día radiante le hizo salir a la terraza. La temperatura, aunque no precisamente primaveral, le permitió permanecer allí unos minutos contemplando el reflejo de la luz en el agua que aún se escurría de los tejados de alrededor. No se veía ni rastro de nubes y la luz hería los ojos, incluso a esta hora. Él había recibido la lluvia con agrado, pero ahora pensó que ojalá este cielo despejado se mantuviera y todos pudieran dejar atrás las sombras de los días anteriores.
Cuando sintió que el frío empezaba a penetrar a través de la chaqueta, entró, dejó la taza y el plato en la mesa de la sala, recapacitó, los llevó a la cocina y los puso en el fregadero. Estuvo dudando entre llevar los guantes y el pañuelo o dejarlos y al fin decidió dar al día un voto de confianza, y salió de casa sólo con el abrigo.
En la calle, la gente parecía acusar el buen tiempo y hasta el quiosquero, que siempre tenía una cara tan hosca como los titulares de sus periódicos, hoy le devolvió el cambio con un bronco
«grazie».
Brunetti decidió ir andando: si esto era el calentamiento global con el que Vianello estaba siempre machacando, cosas peores podía haber.
Torció a la derecha por el Canale di San Lorenzo y se detuvo a inspeccionar las obras de la residencia de ancianos, en busca de señales de avance. Al parecer, ya estaban puestas las ventanas del tercer piso; por lo menos, Brunetti no recordaba haberlas visto hasta ahora. Un obrero bajó del andamio y cruzó el
campo.
Brunetti lo siguió con una mirada distraída. Cuando el obrero entró en un barracón, Brunetti observó que había dos hombres sentados en uno de los bancos del
campo,
dos hombres negros. El banco estaba paralelo al canal, de cara a la fachada de la
questura.
Aunque estaban lejos, creyó reconocer al que le había parecido el jefe del grupo y al joven que le había levantado la mano. Brunetti siguió andando hacia el puente. Allí se detuvo, mirándolos desde el otro lado del canal. Estaba seguro de que ellos lo habían reconocido. Se volvieron el uno hacia el otro y él vio que hablaban, que gesticulaban y que, primero uno y luego el otro, señalaban hacia el otro lado del canal, a él o a la
questura.
El joven señalaba con la mano izquierda; tenía la derecha, inservible, en el regazo. No llegaba sonido de voces desde el otro lado del canal, era como ver la televisión muda. El más viejo se volvió, levantó una mano en dirección a Brunetti y agitó los dedos rápidamente de arriba abajo, invitándole a acercarse. Luego miró a su compañero, le puso la mano en la rodilla y le habló. El joven asintió en señal de conformidad, o de resignación.
Un ruido que sonó a su derecha hizo volver la cabeza a Brunetti. Más allá del otro puente, entraba en el canal una lancha de la policía con la luz azul parpadeando. La lancha se acercaba rápidamente levantando olas a uno y otro lado, cruzó bajo el primer puente y se detuvo frente a la
questura
con mucho ruido.
El piloto, el mismo que había llevado a casa a Brunetti a la hora del almuerzo, saltó al muelle y ató la cuerda a un noray. Luego dio un paso atrás y saludó. Los primeros en subir al muelle fueron dos guardias con chaleco antibalas y metralleta al pecho. Los siguieron, en rápida sucesión, el
questore
y el
vicequestore.
Al cabo de un momento, un hombre cuya cara era vagamente familiar a Brunetti apareció por la puerta de la cabina y subió detrás de los otros. Los guardias no parecían prestar atención a los que desembarcaban sino que registraban con ojos atentos la calle en uno y otro sentido y el
campo
del otro lado del canal. Brunetti, siguiendo la dirección de su mirada, observó, sin sorpresa, que los dos hombres negros habían desaparecido.
No reconoció a los guardias de las metralletas y permaneció donde estaba, desistiendo de acercarse a la
questura.
Los dos guardias fueron hacia el edificio y uno de ellos abrió la puerta y la sostuvo. Cuando los tres civiles estuvieron dentro, los guardias los siguieron. La puerta se cerró.
Brunetti se acercó al piloto, que estaba amarrando la popa de la lancha. Al ver aproximarse al comisario, saludó.
—¿Qué es todo eso, Foa? —preguntó Brunetti con las manos en los bolsillos señalando a la
questura
con un movimiento de la cabeza.
—No lo sé, señor. Me han ordenado recoger al
vicequestore
en su casa a las ocho y treinta, y luego hemos ido a buscar al
questore
a su casa.
—¿Y los chicos de las metralletas? —preguntó Brunetti.
—Estaban con el que me dio la orden, señor, el paisano. Se ha presentado aquí a las ocho y me ha entregado una carta.
—¿La tiene usted? —preguntó Brunetti.
—No, señor; se quedó con ella cuando la hube leído.
—¿De quién era?
—No he reconocido la firma, ni siquiera el cargo, un subsecretario del secretario de un comité. Pero el membrete era del Ministerio del Interior.
—Ah —suspiró Brunetti, suavemente, más para sí que para Foa—. ¿Qué decía la carta?
—Que obedeciera las instrucciones del portador, y él me dijo a quién tenía que recoger y por qué orden.
—Comprendo —dijo Brunetti, procurando aparentar que lo que decía Foa no le interesaba especialmente. Dio las gracias al joven, entró en la
questura
y subió al despacho de la
signorina
Elettra.
—¿No ha sido invitado a la fiesta? —preguntó ella al verlo entrar.
—Qué va. Es sólo para mayores. —Y, después de una pausa—: ¿Alguna idea?
—Ninguna. El
vicequestore
me ha llamado desde la lancha para decirme que estaría reunido con el
questore
durante buena parte de la mañana y que lo dijera así a todo el que le llamara.
—¿Ha mencionado a alguien más? —preguntó Brunetti, convencido de que Patta no habría perdido la oportunidad de dejar caer el nombre o, por lo menos, el cargo de cualquier autoridad importante con la que fuera a reunirse.
—No, señor.
Brunetti reflexionó y dijo:
—¿Hará el favor de llamarme cuando termine?
—¿Desea verlo?
—No; pero quiero saber cuánto dura la reunión.
—Le llamaré —dijo ella, y Brunetti subió a su despacho.
Pasó la hora siguiente leyendo el periódico que tenía desplegado sobre la mesa sin disimulo y mirando desde la ventana a
campo
San Lorenzo. Los africanos no reaparecieron. Para calmar la inquietud, fue abriendo los cajones de la mesa y sacando todos los objetos y papeles que justificadamente pudiera tirar. Al cabo de media hora, la papelera estaba llena, y el periódico, cubierto de objetos heterogéneos que no había podido identificar o no se atrevía a desechar.
Sonó el teléfono. Pensando que sería la
signorina
Elettra, contestó diciendo:
—¿Ya han salido?
—Aquí Bocchese, comisario —dijo el técnico—. Creo que debería bajar —añadió, y colgó el teléfono.
Brunetti asió el periódico por las puntas y arrojó los objetos en el cajón de abajo, que cerró con el pie, y bajó al laboratorio.
Encontró a Bocchese sentado a su escritorio, donde muy pocas veces lo había visto. El técnico estaba siempre tan atareado limpiando, midiendo y pesando cosas que a Brunetti nunca se le había ocurrido pensar que también podía sentarse a no hacer nada.
—¿De qué se trata? —preguntó el comisario—. ¿De esas huellas?
—Sí, señor. En los archivos de la Interpol no hay ninguna que coincida con las del muerto. Ni en los de personal ni en los de personas con antecedentes. —Espero a que Brunetti asimilara esto y añadió—: Ahora bien… —Cuando vio que el comisario lo miraba fijamente, prosiguió—: Al introducir las huellas en el ordenador para cotejarlas, apareció un aviso que decía que todas las peticiones de información debían ser trasladadas inmediatamente al Ministerio del Interior.
—¿Y eso se hizo? —preguntó Brunetti, preocupado por las consecuencias.
Bocchese, con una tos de falsa modestia, dijo:
—Mi amigo creyó preferible no molestarlos con su petición.
—Ya entiendo —dijo Brunetti. Y así era.
—Me dijo, sí, que podía mirar en otro sitio, pero que quizá le llevara tiempo. —Antes de que Brunetti pudiera hablar, el técnico dijo—: No; no se lo pedí. —Bocchese agitó una mano en lo que podía interpretarse como un comentario acerca de la fiabilidad de los amigos y dijo—: También me dio una respuesta muy extraña acerca de la huella encontrada en esa casa.
—¿Qué dijo su amigo? —preguntó Brunetti acercándose a la mesa, pero sin sentarse.
—Corresponde a la de Michele Paci, que hasta hace tres años era agente del DIGOS.
[2]
—¿Era?
—Sí; murió.
Bocchese dejó que esta información calara y añadió:
—Le pregunté si no podía haber un error y me dijo que lo mismo había pensado él y por eso hizo otra comprobación. La coincidencia es perfecta, probablemente, porque el DIGOS es muy meticuloso en lo de tomar las huellas para las fichas de sus empleados.
—¿Cómo murió?
—El expediente no lo dice. La anotación reza… —Bocchese miró unos papeles que tenía en la mesa—. «Muerto en acto de servicio.»