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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (31 page)

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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—Siempre la he tenido, hijito —lo escobilla, lo lustra, lo arregla, abre los brazos, lo besa, lo aprieta, mira a los bigotudos del viejo retrato la señora Leonor—. Una fe ciega en ti. Pero con este asunto ya no sé qué pensar. Te volviste loco, Panta. ¡Vestirse de militar para pronunciar un discurso en el entierro de una pe! ¿Tu padre, tu abuelo hubieran hecho una cosa así?

—Mamá, por favor, no vuelvas sobre lo mismo —ve saludarse a la vendedora de loterías y al ciego, ve a un hombre que camina leyendo un periódico, a un perro que orina caudalosamente, da media vuelta y avanza hacia la puerta Panta—. Creo haberte dicho que estaba terminantemente prohibido tocar nunca más ese tema.

—Está bien, me callo, yo sí sé obedecer a la superioridad —le da la bendición, lo despide en la vereda, regresa a su dormitorio, se echa en la cama sacudida por sollozos la señora Leonor—. Quiera Dios que no te arrepientas, Panta. Rezo para que no ocurra, pero la barbaridad que has hecho nos va a traer desgracias, estoy segura.

—Bueno, en cierto sentido si, al menos a mi —sonríe apenas, pasa entre los familiares agolpados a la puerta de la cárcel esperando la hora de visita, aparta a un niño que vocea tortugas, monitos el teniente Bacacorzo—. He perdido el ascenso que me tocaba este año, de eso no hay duda. Pero, en fin, la cosa está hecha y no se puede dar marcha atrás.

—Yo le ordené llevar la escolta, yo le ordené rendir honores a esa pobre mujer —se inclina para anudarse un zapato, distingue en la puerta del Banco Amazónico la divisa «El dinero de la selva para la selva» el capitán Pantoja—. Toda la responsabilidad es mía y solo mía. Así se lo recuerdo en esta carta al general Collazos y así se lo voy a decir personalmente a Scavino. Usted no tiene culpa ninguna, Bacacorzo; los reglamentos son muy claros.

—Lo encontraron durmiendo —se sienta en la hamaca de Sinforoso Caiguas, habla en el centro de un círculo de visitadoras Penélope—. Se había hecho una cuevita con ramas y hojas, se pasaba el día rezando, no comía nada de lo que le llevaban los apóstoles. Sólo raíces, yerbitas. Es un santo, es un santo.

—La verdad es que no debí hacerle caso —hunde las manos en los bolsillos, entra a la heladería «El Paraíso», pide un cafecito con leche, oye al capitán Pantoja preguntarle ¿no es ése el profesor, el brujo?, responde ese mismo el teniente Bacacorzo—. Entre nosotros, lo que me pidió era un soberano disparate. Una persona con cinco dedos de frente hubiera ido a contarle a Scavino lo que pretendía hacer, para que le aguantara la mano. Tal vez ahora me lo agradecería, capitán.

—Tarde para lamentarse —oye al profesor aconsejar a una señora si quieres que tu recién nacido no tarde en hablar le reventaras granos de maíz en la boca el capitán Pantoja—. Si pensaba así, por qué carajo no lo hizo, Bacacorzo. Me habría librado de los remordimientos que voy a tener si no le dan ese nuevo fideo por mi culpa.

—Porque sólo tengo cuatro dedos aquí —se toca la frente, bebe su café con leche, paga, escucha al profesor recomendar a su cliente y si a tu hijito le muerde la víbora, lo curas con mamaderas de hiel de majaz, sale a la calle el teniente Bacacorzo—. Me lo dice siempre mi mujer. Hablando en serio, lo vi tan afectado con la muerte de esa visitadora, que se me ablandó el corazón.

—El director de
El Oriente
se mata diciendo que él no delató al Hermano, jura y llora que no contó nada a la policía —llega la última a Pantilandia, anuncia traigo noticias, se sienta en la hamaca, se atropella Coca—. Es por gusto, ya le quemaron el auto y casi le queman su periódico. Si no se va de Iquitos, los hermanos lo matarán. ¿Ustedes creen que el señor Andoa sabía el escondite del Hermano Francisco?

—Además, esa idea de rendir honores a una puta, precisamente por lo demencial, resultaba tan fascinante —lanza una carcajada, camina entre los vendedores ambulantes y las tiendas atestadas del jirón Lima, advierte que el «Bazar Moderno» ha colgado un nuevo rótulo: «Artículos afamados por su durabilidad y aspecto memorable» el teniente Bacacorzo—. No sé qué me paso, me contagiaría usted su delirio.

—No hubo tal delirio, fue una decisión tomada con calma y raciocinio —patea una latita, cruza el asfalto, esquiva una camioneta, pisa la sombra de las pomarrosas de la Plaza de Armas el capitán Pantoja—. Pero esa es otra historia. Le prometo hacer lo imposible para evitar que esto lo perjudique, Bacacorzo.

—Una buena anécdota para contar a los nietos, aunque no me la creerán —sonríe, se apoya en la Columna de los Héroes, nota que los nombres están borrados o manchados por caca de pájaros el teniente Bacacorzo—. Aunque sí, para eso sirven los periódicos. ¿Sabe que no me acostumbro a verlo uniformado? Me parece otra persona.

—A mí me pasa lo mismo, me siento raro. Tres años es mucho tiempo —contornea el Banco de Crédito, escupe ante la Casa de Fierro, divisa al propietario del Hotel Imperial persiguiendo a una muchacha el capitán Pantoja—. ¿Ha visto ya a Scavino?

—No, no lo he visto —mira las ventanas de brillosos azulejos de la Comandancia, entra al Malecón Tarapacá, se detiene para ver salir del Hotel de Turistas a un grupo de extranjeros con cámaras fotográficas el teniente Bacacorzo—. Me mando decir que había terminado la misión especial, o sea mi trabajo con usted. Tengo que presentarme el lunes en su despacho.

—Le quedan cuatro días para tomar fuerzas y prepararse a la tormenta —pisa una cáscara de plátano, observa las paredes desconchadas del antiguo colegio San Agustín, la yerba que lo devora, pulveriza una familia de hormigas que arrastraban una hojita el capitán Pantoja—. De modo que ésta es nuestra última entrevista oficial.

—Le voy a contar un chisme que le va a dar risa —prende un cigarrillo junto al Monumento del Rotary Club, descubre en la explanada del Malecón a unas alumnas jugando volley el teniente Bacacorzo—. ¿Sabe que cuento corrió durante buen tiempo entre la gente que nos pescaba viéndonos a solas y en sitios apartados? Que éramos maricones, figúrese. Vaya, ni por ésas se ríe.

—Lo tienen en Mazan y han rodeado el pueblo de soldados —está con la oreja pegada a la radio, repite a gritos lo que oye, corre al embarcadero, señala el río Pichuza—. Toda la gente se va a Mazán a salvar al Hermano Francisco. ¿Han visto? Qué cantidad de lanchas, de deslizadores, de balsas. Miren, miren.

—En estos años de charlas medio secretas, he llegado a apreciarlo mucho, Bacacorzo —le pone la mano en el hombro, ve a las colegialas saltar, golpear la pelota, correr, siente cosquillas en la oreja, se rasca el capitán Pantoja—. Es el único amigo que he hecho aquí hasta ahora, por esta situación tan rara que tengo. Quería que lo supiera. Y, también, que le estoy muy agradecido.

—Usted lo mismo, me cayó bien desde el primer momento —consulta su reloj, para un taxi, abre la portezuela, sube, se va el teniente Bacacorzo—. Y tengo la impresión que soy el único que lo conoce tal como es. Buena suerte en la Comandancia, le espera algo bravo. Chóquese esos cinco, mi capitán.

—Adelante, lo estaba esperando —se pone de pie, va a su encuentro, no le da la mano, lo mira sin odio, sin rencor, inicia una caminata eléctrica en torno suyo el general Scavino—. Y con la impaciencia que se imaginará. A ver, comience a vomitar las justificaciones de su hazaña. Vamos, de una vez, empiece.

—Buenos días, mi general —choca los tacos, saluda, piensa no parece furioso, qué raro el capitán Pantoja—. Le ruego que eleve esta carta a la superioridad, después de leerla. En ella asumo yo solo la responsabilidad de lo ocurrido en el cementerio. Quiero decir, el teniente Bacacorzo no ha tenido la menor…

—Alto, no hable de ese sujeto que se me revuelve el hígado —queda inmóvil un segundo, levanta una mano, reanuda su paseo circular, enoja ligeramente la voz el general Scavino—. Le prohíbo mentarlo más en mi presencia. Lo creía un oficial de mi confianza. El debía vigilarlo, frenarlo, y acabo siendo un adicto suyo. Pero le juro que va a lamentar haber llevado esa escolta al entierro de la puta.

—No hizo más que obedecer mis órdenes —sigue en posición de firmes, habla con suavidad, pronuncia despacio todas las letras el capitán Pantoja—. Lo explico con detalle en esta carta, mi general. Yo obligué al teniente Bacacorzo a presentar esa escolta en el cementerio.

—No se ponga a defender a nadie, es usted quien necesita que lo defiendan —se vuelve a sentar, lo considera con ojos lentos y triunfales, revuelve unos periódicos el general Scavino—. Supongo que ya ha visto los resultados de su gracia. Habrá leído estos recortes, claro. Pero todavía no conoce los de Lima, los editoriales de
La Prensa
, de
El Comercio
. Todo el mundo pone el grito en el cielo por el Servicio de Visitadoras.

—Si no me mandan refuerzos, puede pasar algo muy feo, mi coronel —coloca centinelas, ordena calar las bayonetas, previene a los forasteros un paso más y disparo, manipula el aparato de radio portátil, se asusta el teniente Santana—. Déjeme trasladar el chiflado a Iquitos. A cada momento desembarca más y más gente y aquí en Mazán estamos al descubierto, usted conoce. En cualquier momento intentarán asaltar la cabaña donde lo tengo.

—No piense que trato de quitarle el cuerpo a mis actos, mi general —se pone en descanso, siente que sus manos transpiran, no mira los ojos sino la calva con lunares pardos del general Scavino, murmura el capitán Pantoja—. Pero permítame recordarle que radios y periódicos habían hablado del Servicio de Visitadoras antes del episodio de Nauta. No he cometido ninguna indiscreción. Mi ida al cementerio no delató al Servicio. Su existencia era vox populi.

—De modo que aparecer vestido de oficial del Ejército, en un cortejo de meretrices y de cafiches es un incidente sin importancia —se muestra teatral, comprensivo, benevolente, hasta risueño el general Scavino—. De modo que rendir honores a una mujerzuela, como si se tratara…

—De un soldado caído en acción —alza la voz, hace un ademán, da un paso adelante el capitán Pantoja—. Lo siento, pero ese es ni más ni menos el caso de la visitadora Olga Arellano Rosaura.

—¡Cómo se atreve a gritarme! —ruge, enrojece, vibra en el asiento, desordena la mesa, se calma al instante el general Scavino—. Bájeme esa voz si no quiere que lo haga arrestar por insolente. Con quién carajo cree que esta hablando.

—Le ruego que me perdone —retrocede, se cuadra, hace sonar los tacos, baja los ojos, susurra el capitán Pantoja—. Lo siento mucho, mi general.

—La Comandancia quería tenerlo allá hasta recibir órdenes de Lima, pero si en Mazán la cosa se pone tan fea, sí, lo mejor será llevarlo a Iquitos —consulta con sus adjuntos, estudia el mapa, firma un vale para combustible aéreo el coronel Máximo Dávila—. De acuerdo, Santana, le mando un hidroavión para sacar de ahí al profeta. Mantenga la cabeza serena y procure que la sangre no llegue al río.

—De modo que las idioteces de su discurso, las piensa de veras —recobra la compostura, la sonrisa, la superioridad, silabea el general Scavino—. No, ya lo voy conociendo mejor. Es usted un gran cínico, Pantoja. ¿Acaso no sé que la ramera era su querida? Montó ese espectáculo en un momento de desesperación, de sentimentalismo, porque estaba encamotado de ella. Y ahora, que tal concha, viene a hablarme de soldados caídos en acción.

—Le juro que mis sentimientos personales por esa visitadora no han influido lo más mínimo en este asunto —enrojece, siente brasas en las mejillas, tartamudea, se hunde las uñas en la palma de las manos el capitán Pantoja—. Si en vez de ella, la víctima hubiera sido otra, habría procedido igual. Era mi obligación.

—¿Su obligación? —chilla con alegría, se levanta, pasea, se detiene ante la ventana, ve que llueve a cántaros, que la bruma oculta el río el general Scavino—. ¿Cubrir de ridículo al Ejército? ¿Hacer el papel de un fantoche? ¿Revelar que un oficial está actuando de alcahuete al por mayor? ¿Esa era su obligación, Pantoja? ¿Qué enemigo le paga? Porque eso es puro sabotaje, pura quintacolumna.

—¿No ven? Qué les aposté, los «hermanos» lo salvaron —palmotea, clava una ranita en una cruz de cartón, se arrodilla, ríe Lalita—. Acabo de oírlo, el Sinchi lo contaba en la radio. Iban a meterlo a un avión para llevárselo a Lima, pero los «hermanos» se les echaron encima a los soldados, lo rescataron y huyeron a la selva. Ah, qué felicidad, ¡Viva el Hermano Francisco!

—Hace apenas un par de meses el Ejército rindió honores al médico Pedro Andrade, que murió al ser arrojado de un caballo, mi general —recuerda, ve los cristales de la ventana acribillados de gotitas, oye roncar el trueno el capitán Pantoja—. Usted mismo leyó un elogio fúnebre magnífico en el cementerio.

—¿Trata de insinuar que las putas del Servicio de Visitadoras están en la misma condición que los médicos asimilados al Ejército? —siente tocar la puerta, dice adelante, recibe un impreso que le alcanza un ordenanza, grita que no me interrumpan el general Scavino—. Pantoja, Pantoja, vuelva a la tierra.

—Las visitadoras prestan un servicio a las Fuerzas Armadas no menos importante que el de los médicos, los abogados o los sacerdotes asimilados —ve viborear al rayo entre nubes plomizas, espera y oye el estruendo del cielo el capitán Pantoja—. Con su perdón, mi general, pero es así y se lo puedo demostrar.

—Menos mal que el cura Beltrán no oye esto —se desmorona en un sofá, hojea el impreso, lo echa a la papelera, mira al capitán Pantoja entre consternado y temeroso el general Scavino—. Lo hubiera usted dejado tieso con lo que acaba de decir.

—Todos nuestros clases y soldados rinden más, son más eficientes y disciplinados y soportan mejor la vida de la selva desde que el Servicio de Visitadoras existe, mi general —piensa el lunes Gladycita cumplirá dos años, se emociona, se apena, suspira el capitán Pantoja—. Todos los estudios que hemos hecho lo prueban. Y a las mujeres que llevan a cabo esa tarea con verdadera abnegación, nunca se les ha reconocido lo que hacen.

—Entonces, esas siniestras patrañas se las cree de verdad —se pone súbitamente nervioso, camina de una a otra pared, habla solo haciendo muecas el general Scavino—. De verdad cree que el Ejército debe estar agradecido a las putas por dignarse cachar con los números.

—Lo creo con la mayor firmeza, mi general —ve las trombas de agua barriendo la calle desierta, lavando los techos, las ventanas y los muros, ve que aun los árboles más robustos se cimbran como papeles el capitán Pantoja—. Yo trabajo con ellas, soy testigo de lo que hacen. Sigo paso a paso su labor difícil, esforzada, mal retribuida y, como se ha visto, llena de peligros. Después de lo de Nauta, el Ejército tenía el deber de rendirles un pequeño homenaje. Había que levantarles la moral de algún modo.

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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