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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (2 page)

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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—A mi señora la pescaron en la propia iglesia —se mantiene rígido en el borde de la silla el carpintero Adriano Lharque—. No la catedral, sino la del Santo Cristo de Bagazán, señor.

—Así es, queridos radioescuchas —brama el Sinchi—. A esos sacrílegos lascivos no los contuvo el temor a Dios ni el respeto debido a Su santa casa ni las nobles canas de esa matrona dignísima, semilla ya de dos generaciones loretanas.

—Comenzaron a jalonearme, ay Jesús mío, querían tumbarme al suelo —llora la señora Cristina—. Se caían de borrachos y hay que oír las lisuras que decían. Delante del altar mayor, se lo juro.

—Al alma más caritativa de todo Loreto, mi general —retumba el padre Beltrán—. ¡La ultrajaron cinco veces!

—Y también a su hijita y a su sobrinita y a su ahijadita, ya lo sé, Scavino —sopla la caspa de sus hombreras el Tigre Collazos—. ¿Pero ese cura Beltrán está con nosotros o con ellos? ¿Es o no capellán del Ejército?

—Protesto como sacerdote y también como soldado, mi general —hunde vientre, saca pecho el mayor Beltrán—. Porque esos abusos hacen tanto daño a la institución como a las víctimas.

—Está muy mal lo que pretendían los reclutas con la dama, por supuesto —contemporiza, sonríe, hace venias el general Victoria—. Pero sus parientes casi los matan a palos, no lo olvide. Aquí tengo el parte médico: costillas rotas, hematomas, desgarrón de oreja. En este caso hubo empate, doctorcito.

—¿A Iquitos? —deja de rociar la camisa y alza la plancha Pochita—. Uy, qué lejos nos mandan, Panta.

—Con madera haces el fuego que cocina tus alimentos, con madera construyes la casa donde vives, la cama donde duermes y la balsa con que cruzas el río —cuelga sobre el bosque de cabezas inmóviles, caras anhelantes y brazos abiertos el Hermano Francisco—. Con madera fabricas el arpón que pesca al paiche, la pucuna que caza al ronsoco y el cajón donde entierras el muerto. ¡Hermanas! ¡Hermanos! ¡Arrodíllense por mí!

—Es todo un señor problema, Pantoja —cabecea el coronel López López—. En Contamana, el alcalde ha dado un bando pidiendo a los vecinos que los días francos de la tropa encierren a las mujeres en sus casas.

—Y sobre todo qué lejos del mar —suelta la aguja, remacha el hilo y lo corta con los dientes la señora Leonor—. ¿Habrá muchos zancudos allá en la selva? Son mi suplicio, ya sabes.

—Fíjese en esta lista —se rasca la frente el Tigre Collazos—. Cuarentaitrés embarazadas en menos de un año. Los capellanes del cura Beltrán casaron a unas veinte, pero, claro, el mal exige medidas más radicales que los matrimonios a la fuerza. Hasta ahora castigos y escarmientos no han cambiado el panorama: soldado que llega a la selva se vuelve un pinga loca.

—Pero el más desanimado con el sitio pareces tú, amor —va abriendo y sacudiendo maletas Pochita—. ¿Por qué, Panta?

—Debe ser el calor, el clima, ¿no cree? —se anima el Tigre Collazos.

—Muy posiblemente, mi general —tartamudea el capitán Pantoja.

—La humedad tibia, esa exuberancia de la naturaleza —se pasa la lengua por los labios el Tigre Collazos—. A mí me sucede siempre: llegar a la selva y empezar a respirar fuego, sentir que la sangre hierve.

—Si la generala te oyera —ríe el general Victoria—, ay de tus garras, Tigre.

—Al principio pensamos que era la dieta —se da un palmazo en la barriga el general Collazos—. Que en las guarniciones se usaba mucho condimento, algo que recrudecía el apetito sexual de la gente.

—Consultamos a especialistas, incluso a un suizo que costó una punta de plata —frota dos dedos el coronel López López—. Un dietista lleno de títulos.


Pas d'inconvenient
—anota en una libretita el profesor Bernard Lahoé—. Prepararemos una dieta que, sin, disminuir las proteínas necesarias, debilite la libido de los soldados en un ochenta y cinco por ciento.

—No se le vaya a pasar la mano —murmura el Tigre Collazos—. Tampoco queremos una tropa de eunucos, doctor.

—Horcones a Iquitos, Horcones a Iquitos —se impacienta el alférez Santana—. Sí, gravísimo, de suma urgencia. No hemos obtenido los resultados previstos con la operación Rancho Suizo. Mis hombres se mueren de hambre, se tuberculizan. Hoy se desmayaron otros dos en la revista, mi comandante.

—Nada de bromas, Scavino —sujeta el teléfono entre la oreja y el hombro mientras enciende un cigarrillo el Tigre Collazos—. Le hemos dado vueltas y más vueltas y es la única solución. Allá te mando a Pantojita con su madre y su mujer. Que te aproveche.

—Pochita y yo ya nos hicimos a la idea y estamos felices de ir a Iquitos —dobla pañuelos, ordena faldas, empaqueta zapatos la señora Leonor—. Pero tú sigues con el alma en los pies. Cómo es eso, hijito.

—Usted es el hombre, Pantoja —se pone de pie y lo coge por los brazos el coronel López López—. Usted va a poner fin a este quebradero de cabeza.

—Después de todo es una ciudad, Panta, y parece que linda —arroja trapos a la basura, hace nudos, cierra carteras Pochita—. No pongas esa cara, peor hubiera sido la puna ¿no?

—La verdad, mi coronel, no me imagino cómo —traga saliva el capitán Pantoja—. Pero haré lo que me ordenen, naturalmente.

—Por lo pronto, irse a la selva —coge un puntero y marca su lugar en el mapa el coronel López López—. Su centro de operaciones será Iquitos.

—Vamos a llegar a la raíz del problema y a liquidarlo en su mata —golpea su mano abierta con el puño el general Victoria—. Porque, como usted lo habrá adivinado, Pantoja, el problema no es sólo el de las señoras atropelladas.

—También el de los reclutas condenados a vivir como castas palomas en ese calor tan pecaminoso —chasquea la lengua el Tigre Collazos—. Servir en la selva es bravo. Pantoja, muy bravo.

—En los caseríos amazónicos todas las faldas tienen dueño —acciona el coronel López López—. No hay bulines ni niñas pendejas ni nada que se les parezca.

—Se pasan la semana encerrados, cumpliendo misiones en el monte, soñando con su día franco —imagina el general Victoria—. Caminan kilómetros hasta el pueblo más cercano. ¿Y qué ocurre cuando llegan?

—Nada, por la maldita falta de hembras —encoge los hombros el Tigre Collazos—. Entonces, los que no se la corren, pierden los estribos y a la primera copita de anisado se lanzan como pumas sobre lo que se les pone delante.

—Se han dado casos de mariconería y hasta de bestialismo —precisa el coronel López López—. Figúrese que un cabo de Horcones fue sorprendido haciendo vida marital con una mona.

—La simio responde al absurdo apelativo de Mamadera de la Cuadra

Quinta —aguanta la risa el alférez Santana—. O, más bien, respondía, porque la maté de un balazo. El degenerado esta en el calabozo, mi coronel.

—Total, la abstinencia nos trae una corrupción de los mil diablos —dice el general Victoria—. Y desmoralización, nerviosismo, apatía.

—Hay que dar de comer a esos hambrientos, Pantoja —lo mira solemne a los ojos el Tigre Collazos—. Ahí entra usted, ahí es donde va a aplicar su cerebro organizador.

—¿Por qué te quedas todo atontado y calladito, Panta? —guarda el pasaje en su cartera y pregunta ¿por dónde la salida al avión? Pochita—. Tendremos un gran río, podremos bañarnos, hacer paseos a las tribus. Anímate, zonzo.

—¿Qué te pasa que estás tan raro, hijito? —observa las nubes, la hélices, los árboles la señora Leonor—. En todo el viaje no has abierto la boca. ¿Qué te preocupa tanto?

—Nada mamá, nada Pochita —se abrocha el cinturón de seguridad Panta—. Estoy bien, no me pasa nada. Miren, ya estamos llegando. Ése debe ser el Amazonas ¿no?

—Todos estos días has estado hecho un idiota —se pone los anteojos de sol, se quita el abrigo Pochita—. No decías una palabra, soñabas con los ojos abiertos. Uy, qué infierno es esto. Nunca te he visto tan cambiado, Panta.

—Estaba un poco inquieto con mi nuevo destino, pero ya pasó —saca la cartera, alarga unos billetes al chofer Panta—. Sí, maestro, al número 549, el Hotel Lima. Espera, mamá, te ayudo a bajar.

—¿Eres militar, no? —lanza su bolsa de viaje sobre una silla, se descalza Pochita—. Sabías que te podían mandar a cualquier lado. Iquitos no está mal, Panta, ¿no ves que parece un sitio simpático?

—Tienes razón, me he portado como un tonto —abre el ropero, cuelga un uniforme, un terno Panta—. Quizá me había encariñado mucho con Chiclayo; palabra que ya pasó. Bueno, a deshacer maletas. Qué calorcito éste ¿no, chola?

—Por mí, me quedaría viviendo toda la vida en el hotel —se tumba de espaldas en la cama, se despereza Pochita—. Te hacen todo, no hay que preocuparse de nada.

—¿Y estaría bien recibir al cadete Pantoja en un hotelito? —se quita la corbata, la camisa Panta.

—¿Al cadete Pantoja? —abre los ojos, desabotona su blusa, apoya un codo en la almohada Pochita—. ¿De veras? ¿Ya podemos encargarlo, Pantita?

—¿No te prometí cuando llegue el tercer fideo? —estira su pantalón, lo dobla y lo cuelga Panta—. Será loretano, qué te parece.

—Maravilloso, Panta —ríe, aplaude, rebota en el colchón Pochita—. Uy, qué felicidad, el cadetito, Pantita Junior.

—Hay que encargarlo cuanto antes —abre y adelanta las manos Panta—. Para que llegue rapidito. Ven, chola, dónde te escapas.

—Oye, oye, qué te pasa —salta de la cama. Corre hacia el cuarto de baño Pochita—. ¿Te has vuelto loco?

—Ven, ven, el cadetito —se tropieza con una maleta vuelca una silla Panta—. Encarguémoslo ahora mismo. Anda, Pochita.

—Pero si son las once de la mañana, si acabamos de llegar —manotea, aparta, empuja, se enoja Pochita—. Suelta, nos va a oír tu mamá, Panta.

—Para estrenar Iquitos, para estrenar el hotel —jadea lucha, abraza, se resbala Pantita—. Ven, amorcito.

—Ya ve lo que ha ganado con tanta denuncia y tanto parte —blande un oficio atestado de sellos y firmas el general Scavino—. También usted tiene culpa en esto, comandante Beltrán: mire lo que viene a organizar en Iquitos ese sujeto.

—Me vas a romper la falda —se escuda tras el ropero, lanza una almohada, pide paz Pochita—. No te reconozco, Panta, tú siempre tan formalito, qué te está pasando. Deja, yo me la quito.

—Quería curar un mal, no causarlo —lee y relee la carta abochornada del comandante Beltrán—. Nunca imaginé que el remedio sería peor que la enfermedad, mi general. Inconcebible, inicuo. ¿Va usted a permitir este horror?

—El sostén, las medias —transpira, se echa, se encoge, se estira Pantita—. El Tigre tenía razón: la humedad tibia, se respira fuego, la sangre hierve. Anda, pellízcame donde me gusta. La orejita, Pocha.

—Me da vergüenza de día, Panta —se queja, se envuelve en la colcha, suspira Pochita—. Te vas a quedar dormido, ¿no tienes que estar en la Comandancia a las tres?, siempre te quedas.

—Me pego una ducha —se arrodilla, se dobla, desdobla Pantita—. No me hables, no me distraigas. Pellízcame en la orejita. Así, asisito. Ay, ya siento que me muero, chola, ya no sé quién soy.

—Sé muy bien quién es usted y a qué viene a Iquitos —murmura el general Roger Scavino—. Y de entrada le disparo que no me alegra en absoluto su presencia en esta ciudad. Las cosas claras desde el principio, capitán.

—Disculpe, mi general —balbucea el capitán Pantoja—. Debe haber algún malentendido.

—No estoy de acuerdo con el Servicio que viene a organizar —acerca la calva al ventilador y entrecierra un instante los ojos el general Scavino—. Me opuse desde un comienzo y sigo pensando que es una barbaridad.

—Y, sobre todo, una inmoralidad sin nombre —se abanica con furia el padre Beltrán.

—El comandante y yo nos hemos callado porque la superioridad manda —despliega su pañuelo y se seca el sudor de la frente, de las sienes, del cuello el general Scavino—. Pero no nos han convencido, capitán.

—Yo no tengo nada que ver con este proyecto, mi general —transpira inmóvil el capitán Pantoja—. Me llevé la sorpresa de mi vida cuando me lo comunicaron, Padre.

—Comandante —corrige el padre Beltrán—. ¿No sabe contar los galones?

—Perdón, mi comandante —choca ligeramente los tacos el capitán Pantoja—. No he intervenido para nada, se lo aseguro.

—¿No es usted uno de los cerebros de Intendencia que han concebido esta porquería? —coge el ventilador, lo enfrenta a su cara, cráneo, y carraspea el general Scavino—. De todos modos, hay algunas cosas que deben quedar sentadas. No puedo evitar que esto prospere, pero haré que salpique lo menos posible a las Fuerzas Armadas. Nadie va a empañar la imagen que el Ejército ha conquistado en Loreto desde que estoy al frente de la Quinta Región.

—Ése es también mi deseo —mira por sobre el hombro del general el agua barrosa del río, una lancha cargada de plátanos, el cielo azul, el sol ígneo el capitán Pantoja—. Estoy dispuesto a hacer lo posible.

—Porque aquí se armaría la de Dios es Cristo, si trasciende la noticia —alza la voz, se levanta, apoya las manos en el alféizar de la ventana el general Scavino—. Los estrategas de Lima planean muy tranquilos cochinadas en sus escritorios, porque el que aguantará la tormenta si la cosa se hace pública es el general Scavino.

—Estoy de acuerdo con usted, tiene que creerme —suda, ve empaparse los brazos de su uniforme, implora el capitán Pantoja—. Yo no hubiera pedido jamás esta misión. Es algo tan distinto de mi trabajo habitual que ni siquiera sé si seré capaz de cumplirla.

—Sobre madera tu padre y tu madre se juntaron para hacerte y sobre madera pujó y se abrió de piernas para parirte la que te parió —ulula y truena, allá arriba, en la oscuridad el Hermano Francisco—. La madera sintió su cuerpo, se enrojeció con su sangre, recibió sus lágrimas, se humedeció con su sudor. La madera es sagrada, el leño trae salud. ¡Hermanas! ¡Hermanos! ¡Abran los brazos por mí!

—Por esa puerta desfilarán decenas de personas, esta oficina se llenará de protestas, de pliegos con firmas, de cartas anónimas —se agita, da unos pasos, regresa, abre y cierra el abanico el padre Beltrán—. Toda la Amazonía pondrá el grito en el cielo y pensará que el arquitecto del escándalo es el general Scavino.

—Ya oigo al demagogo del Sinchi vomitando calumnias contra mí por el micrófono —se vuelve, se demuda el general Scavino.

—Mis instrucciones son que el Servicio funcione en el mayor secreto —se atreve a quitarse el quepí, a pasarse un pañuelo por la frente, a limpiarse los ojos el capitán Pantoja—. En todo momento tendré muy en cuenta esa disposición, mi general.

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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