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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (9 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Vaya pérdida de tiempo —le interrumpió Jacobo—. Allí no necesitarás el bubi para nada. La mayoría de los indígenas hablan español, y tú pasarás el día rodeado de braceros nigerianos en la finca. Así que más te valdría estudiar el diccionario de
pichinglis
que te dejé. Lo necesitarás en todo momento.

Sobre la mesa había un pequeño libro marrón de tapas de tela desgastada titulado
Dialecto Inglés-Africano
o
Broken English
, y escrito en 1919, tal como ponía en la primera página, por un misionero «Hijo del Inmaculado Corazón de María». Kilian había intentado memorizar algunas palabras y frases, pero le resultaba muy difícil porque nunca lo había escuchado. En el libro aparecía escrita la palabra o frase en castellano con su traducción al inglés africano,
pidgin English, pichinglis
o
pichi
, como lo denominaban los españoles, y su pronunciación.

—No entiendo por qué esta lengua se escribe de una manera y se pronuncia de otra. Supone un doble esfuerzo.

—Olvídate de cómo se escribe. ¡No vas a tener que escribirles cartas a los nigerianos! Céntrate en cómo se pronuncia. —Jacobo cogió el libro y el nuevo bolígrafo negro con capuchón dorado de su hermano, dispuesto a darle una clase abreviada—. Mira, lo primero que tienes que hacer es memorizar las primeras preguntas básicas. —Subrayó en el papel—. Y después te aprendes las palabras y expresiones que más dirás y oirás.

Acompañando a la última palabra, Jacobo cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—Te repetirán que están enfermos, que no pueden trabajar, que no saben cómo se hace, que hace mucho calor, que llueve mucho… —Se reclinó en la butaca entrelazando las manos en la nuca y suspiró—. Estos negros siempre protestan por todo y buscan excusas para no trabajar. ¡Igual que críos! ¡Ya lo verás!

Kilian sonrió para sus adentros. Le parecía que, en parte, Jacobo se describía a sí mismo, pero se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.

Cogió el pequeño diccionario para ver por escrito las palabras que su hermano había marcado y le parecieron las normales de cuando se conoce a alguien que habla otra lengua: «¿cómo te llamas?», «¿cuántos años tienes?», «¿qué quieres?», o «¿entiendes lo que digo?».

Sin embargo, al encontrar la traducción de las expresiones que, según Jacobo, más emplearía y escucharía, se sorprendió: «yo te enseñaré, trabaja, ven, cállate, estoy enfermo, no te entiendo; si rompes esto, te pegaré…». ¡Esas iban a ser las palabras que más tendría que utilizar en los próximos meses! Si alguien le hubiera preguntado cuáles eran las palabras más frecuentes en el dialecto de su tierra natal, jamás se le hubieran ocurrido esas. Se negaba a creer que en los últimos años Jacobo no hubiera mantenido una conversación un poco más profunda con los trabajadores. ¡Tampoco debería sorprenderle! Las anécdotas que su hermano relataba se referían normalmente a las fiestas en los clubes de Santa Isabel.

Jacobo volvió a colocarse el sombrero y se dispuso a continuar con su eterna siesta.

—Jacobo…

—¿Hmmm…?

—Tú que llevas años allí, ¿qué sabes de la historia del país?

—¡Pues lo mismo que todo el mundo! Que es una colonia de la que obtenemos un montón de cosas, que se gana dinero…

—Ya, pero… ¿De quién era antes?

—Pues no sé, de los ingleses, de los portugueses… ¡Qué sé yo!

—Sí, pero… Antes sería de los de allí, de los nativos, ¿no?

Jacobo soltó un bufido.

—Querrás decir de los salvajes. ¡Suerte han tenido con nosotros, que si no aún seguirían en la selva! Pregúntale a nuestro padre quién les puso la luz eléctrica.

Kilian permaneció pensativo unos segundos.

—Pues en Pasolobino tampoco hace tanto que llegó la luz eléctrica. Y en muchos pueblos españoles los niños han salido adelante gracias a la leche en polvo y el queso americano en lata. Vamos, que no es que nosotros seamos un ejemplo de progreso. Si miras las pocas fotos de cuando papá era niño, francamente, parece mentira que vivieran como lo hacían.

—Si tanto te interesa la historia, en las oficinas de la finca seguro que encuentras algún libro. Pero cuando empieces a trabajar estarás tan cansado que no te quedarán ganas de leer, ya lo verás. —Jacobo se reclinó en su butaca y se colocó el sombrero sobre el rostro—. Y ahora, si no te importa, necesito dormir un rato.

La mirada de Kilian se posó sobre el mar en calma, liso como un plato. Así lo había descrito en una carta a Mariana y a Catalina. El sol proyectaba sus últimos rayos desde el horizonte. Pronto se lo tragaría esa línea indefinida que vagamente separaba el mar del cielo.

En las montañas, el sol se escondía al anochecer; en el mar, el agua parecía que lo engullía.

No se cansaba de ver los maravillosos crepúsculos en alta mar, pero ya tenía ganas de pisar tierra firme. Habían atracado una noche en el puerto de Monrovia, capital de Liberia, para recoger y dejar mercancía, pero no habían podido bajar del barco. La costa allí era más bien uniforme. Pudo ver los bosques de acacias y mangles y una línea interminable de playa arenosa con aldeas muy pequeñas. Después viajaron por la costa del Kru, de donde procedían los crumanes, una raza de hombres fuertes para el trabajo, según le habían explicado sus compañeros gallegos de viaje: «Los crumanes son como los astures y gallegos en España: los mejores para trabajar». Su padre aún había visto como estos hombres se lanzaban en canoas al mar al paso de los barcos y buques europeos para ofrecer sus servicios en todo tipo de trabajos. Contaba la leyenda que trabajaban hasta que ellos mismos se consideraban independientes y tenían veinte o treinta mujeres a su disposición. Probablemente no fuese más que eso, una leyenda que arrancaba la sonrisa de los hombres blancos al imaginarse en la obligación de tener que satisfacer a tantas hembras.

Encendió un cigarrillo.

Como cada noche, tras la cena, grupos de personas conversaban y paseaban por cubierta. Distinguió a lo lejos al sobrino del gobernador civil junto a una familia de Madrid que volvía a Guinea después de una estancia larga en España. A unos metros, otros futuros empleados de fincas como él jugaban a las cartas. Con el paso de los días, cada vez se diferenciaban menos de los expertos coloniales. Sonrió al recordar la sorpresa y torpeza de sus propios gestos ante algo tan excepcional como el insólito número de cubiertos que acompañaban los platos en el comedor. La curiosidad y tensión iniciales habían cedido ante la laxitud de la monotonía de los días y noches sobre el suave balanceo del buque.

Cerró los ojos y dejó que la brisa del mar le acariciara el rostro. Una noche más, su mente se convirtió en un jeroglífico de nombres cercanos y lejanos. Recordaba a los suyos. Repasaba los nombres de las casas y se preguntaba qué vida llevaría este o aquel. Pensaba y soñaba en su lengua materna. Hablaba en castellano. Escuchaba inglés, alemán y francés en el barco. Estudiaba inglés africano. Se preguntaba si el bubi sería para los indígenas de la isla como el pasolobinés para él. Se preguntaba si a alguien le importaría saber la historia y las costumbres no solo de la metrópoli —nombre dado a España como país colonizador—, que a buen seguro ya conocerían por obligación, sino de esa parte fría y hermosa del Pirineo que ahora le parecía minúscula ante la inmensidad del mar.

A él sí le gustaría saber más cosas sobre ese nuevo mundo que seguramente todavía sobrevivía bajo el dominio de la colonización. A él le gustaría conocer la historia de la isla de las mujeres y los hombres de las fotografías.

La indígena. La auténtica.

Si es que quedaba algo de ella.

Cuando divisó a su padre vestido con pantalón corto, camisa clara y salacot en el muelle del puerto de Bata, la capital de Río Muni, la zona continental de la Guinea Española, su alma ya había sido invadida por todo el calor y el verde del mundo. Para alguien que provenía de un paraíso en las montañas, el color verde no debería sorprenderle tanto, pero lo hizo.

Ante los ojos de Kilian se extendía la porción más bella del continente, la región eternamente verde, cubierta por el bosque ecuatorial. Todo lo demás quedaba superpuesto, como si no fuera verdadero: ni las bajas edificaciones, ni los enormes barcos madereros amarrados en el puerto, ni las manos agitándose en el aire para saludar, ni los hombres acarreando mercancías de aquí para allá.

Era una sensación extraña de irrealidad.

Pero allí estaba él. ¡Por fin!

—¿Qué te parece, Kilian? —preguntó su hermano.

Jacobo y Manuel estaban a su lado esperando a que se terminasen las labores de atraque y de extensión de la pasarela que permitiría descender a los pasajeros. Por todos lados, multitud de personas se movían de aquí para allá realizando diferentes faenas. Tanto a bordo como en tierra se oían voces y gritos en varios idiomas. Kilian observaba la escena sin salir de su asombro.

—¡Se ha quedado mudo! —Manuel se rio dando un codazo a Jacobo.

—¿Has visto cuántos negros, Kilian? ¡Y todos iguales! Ya verás. Te pasará como con las ovejas. Hasta dentro de dos o tres meses no empezarás a distinguirlos.

Manuel torció el gesto ante el comentario de su amigo. Kilian no escuchaba a sus compañeros porque estaba embelesado contemplando el panorama que se desplegaba ante sus ojos.

—¡Allí está papá! —exclamó ilusionado al distinguir la conocida figura entre los que se acercaban a la pasarela.

Lo saludó con la mano y comenzó a descender con paso ligero seguido de Jacobo y Manuel, que compartieron su urgencia por volver a pisar tierra firme.

El abrazo con Antón fue breve pero sentido. Durante unos minutos las frases de saludo y presentación de Manuel, las anécdotas del viaje y las preguntas impacientes de tantas cosas que querían contarse se mezclaron unas con otras. Hacía dos años que Kilian no veía a Antón y este no tenía buen aspecto. Su rostro quemado por el sol estaba surcado por arrugas que no recordaba, y sus grandes pero proporcionadas facciones habían comenzado a doblegarse ante la flacidez. Parecía cansado y se llevaba la mano continuamente a una parte de su abdomen.

Antón quería saber cómo iba todo por el pueblo, qué tal estaba la familia cercana; la de su hermano, que también se llamaba Jacobo; la familia no tan cercana, y qué vida llevaban los vecinos. Reservó para el final del repaso a su mujer y a su hija. Al preguntar por Mariana, Kilian pudo distinguir un destello de tristeza en sus ojos. No tenía que explicar nada. Las campañas resultaban largas para cualquier hombre, pero más para un hombre casado que adoraba a su mujer y se pasaba meses sin verla.

Tras un momento de silencio, Antón miró a Kilian y, extendiendo un brazo para señalar todo lo que podía abarcar su vista, dijo:

—Bueno, hijo. Bienvenido de nuevo a tu tierra natal. Espero que te encuentres bien aquí.

Kilian sonrió con complicidad, se giró hacia Manuel y le explicó:

—Jacobo nació aquí, ¿sabes? Y dos años después nací yo. Después del parto, mi madre se puso enferma y no mejoraba con el paso de las semanas, así que nos volvimos a casa.

Manuel asintió. A muchas personas no les sentaba bien el calor y la densa humedad de esa parte de África.

—O sea, que he nacido aquí, pero nunca he estado. No puedo ni tener recuerdos.

Jacobo se inclinó para continuar la explicación en voz baja:

—Nuestra madre nunca más volvió y mi padre iba y venía, así que entre campaña y campaña de cacao nos nacía un hermano. En ocasiones, lo conocía con casi dos años, dejaba una nueva semilla y regresaba al trópico. De seis hermanos quedamos tres.

Kilian le hizo un gesto de advertencia temeroso de que Antón lo escuchara, pero este estaba absorto en sus pensamientos. Observaba a su hijo, a quien encontraba cambiado, tan alto como siempre y algo delgado comparado con Jacobo, pero convertido en todo un hombre. Le parecía mentira que el tiempo hubiera pasado tan deprisa desde que naciera. Veinticuatro años después, Kilian volvía a su primer hogar. No era de extrañar que tuviera tantas ganas de conocerlo. Al principio no había visto con buenos ojos la decisión de su hijo de querer seguir sus pasos y los de su hermano en tierras africanas. Le apenaba la idea de dejar solas a Mariana y a Catalina a cargo de la casa y las tierras. Pero Kilian podía ser muy obstinado y convincente, y tenía razón a la hora de hacer cuentas y argumentar lo bien que iría otra inyección de dinero en la familia. Principalmente por eso se había decidido a pedirle trabajo al dueño de la finca, que había agilizado el papeleo con el fin de preparar el viaje para enero, justo cuando comenzaba la época de preparación de la cosecha. Tendría tiempo suficiente para adaptarse al país y estar listo para los meses más importantes, los de la recogida y tueste del cacao, que comenzarían en agosto.

El movimiento de personas y maletas a su alrededor les indicó que debían dirigirse hacia otra parte del muelle. Aún restaban un par de horas más de viaje desde Bata hasta la isla, el destino definitivo.

—Creo que el barco hacia Santa Isabel ya está preparado para zarpar —les comunicó Jacobo antes de dirigirse a Antón—. Todo un detalle por su parte venir a buscarnos a Bata para acompañarnos a la isla.

—¿Acaso no se fiaba de que trajera a Kilian sano y salvo? —añadió en tono burlón.

Antón sonrió, algo no muy usual en él, pero Jacobo sabía cómo lograrlo.

—Espero que hayas aprovechado el largo viaje para poner al día a tu hermano. Aunque por la cara que sacas, me temo que habrás pasado el tiempo en el salón del piano… ¡Y no porque te guste la música especialmente!

Kilian intervino para ayudar a su hermano y dijo con voz muy seria, aunque por su sonrisa se notaba que estaba de guasa:

—No podría haber encontrado mejores maestros que Jacobo y Manuel. ¡Tendría que haber visto usted a mi hermano enseñándome el
pichi
! ¡Casi lo hablo ya!

Los cuatro estallaron en carcajadas. Antón estaba feliz de tenerlos allí con él. Su juventud y energía ayudarían a compensar el hecho de que a él, muy a su pesar, comenzaban a fallarle las fuerzas. Los contempló orgulloso. Físicamente se parecían mucho. Ambos habían heredado sus ojos verdes, típicos de la rama paterna de Casa Rabaltué. Eran unos ojos peculiares: de lejos parecían verdes, pero si se miraban de cerca, eran grises. Tenían la frente ancha, la nariz larga y gruesa en la base, los pómulos prominentes y la mandíbula tan marcada como la barbilla, que en el caso de Jacobo era bastante más cuadrada que la de su hermano. También compartían el mismo cabello negro y abundante, aunque Kilian lucía reflejos cobrizos. Destacaban por su altura, anchos hombros y fuertes brazos —más musculosos en el caso del hermano mayor— acostumbrados al esfuerzo físico. Antón sabía de los estragos que Jacobo causaba entre las mujeres, pero eso era porque todavía no conocían a Kilian. La armonía de sus rasgos rozaba la perfección. Le recordaba a su mujer Mariana de joven.

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