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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (10 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Por otro lado, sus caracteres no podían ser más diferentes. Mientras que Jacobo era un juerguista con aires de señorito al que no le había quedado más remedio que trabajar para ganarse la vida, Kilian tenía un alto sentido de la responsabilidad, a veces demasiada incluso para su propio padre. Era algo que nunca le diría porque prefería que su hijo fuese excesivamente trabajador y formal y no tan variable como Jacobo y su especial sentido del humor.

En cualquier caso, parecía que los hermanos se entendían bien, se complementaban, y eso era importante en tierra extraña.

Durante el breve trayecto de Bata a la isla, Antón estuvo especialmente hablador. Cuando le narraron el viaje y el permanente mareo de Jacobo, aquel les contó una de sus primeras travesías sin Mariana de Tenerife a Monrovia, en la que el barco sufrió las embestidas de una terrible tormenta.

—Había agua por todas partes, las maletas flotaban en los camarotes; de pronto volabas y de pronto estabas ahogándote. Estuvimos tres días perdidos, sin comer. Todo estaba destrozado. En el puerto de Santa Isabel nos estaban esperando como quien espera a un fantasma. Nos daban por muertos. —Permaneció pensativo unos segundos con la mirada hacia el horizonte recordando la terrible experiencia. Después se volvió hacia Jacobo, que lo escuchaba asombrado—. Es la única vez en mi vida que he tenido miedo. Miedo no, ¡terror! Hombres hechos y derechos que lloraban como niños…

Kilian también se sorprendió.

—No recuerdo haberle escuchado esta aventura. ¿Por qué no nos lo contó en sus cartas?

—No quería preocuparos —respondió su padre, encogiéndose de hombros—. ¿Crees que vuestra madre os habría dejado venir si hubiera sabido la historia? Además, al escribirlo hubiera parecido una anécdota y os aseguro que en esos momentos todos nos despedimos de la vida y nos acordamos de los nuestros. Como dice mi buen José, es difícil describir el miedo: una vez se te ha metido en el cuerpo, cuesta mucho sacudírtelo de encima.

Jacobo intervino colocándose una mano en el pecho, agradecido de no haber pasado por una experiencia semejante.

—Prometo no quejarme nunca más de los viajes y disfrutar de la visión de las ballenas y delfines escoltando los barcos.

Kilian observaba a su padre. Había en él algo diferente. Por lo general era un hombre serio, de carácter más bien difícil y autoritario. Pero en la forma de narrar la historia del naufragio, había percibido un leve toque de tristeza. ¿O era temor? Y además, estaba ese gesto de llevarse la mano al abdomen…

—Papá… ¿Se encuentra usted bien?

Antón pareció recomponerse al oír la pregunta.

—Muy bien, hijo. La última campaña ha sido más dura de lo previsto. —Era obvio que quería cambiar de tema—. La cosecha no ha salido tan buena como esperábamos por culpa de las nieblas. Hemos tenido más trabajo de lo habitual.

Antes de que su hijo pudiera intervenir, retomó su papel de padre controlador.

—¿Has traído la partida de nacimiento?

—Sí.

Kilian sabía que ahora comenzaría el interrogatorio. Jacobo se lo había advertido.

—¿Y el certificado de buena conducta y el de penales?

—Sí.

—¿La cartilla militar?

—También. Y el certificado médico antituberculoso con impreso oficial, y el certificado del maestro diciendo que sé leer y escribir… ¡Por Dios, papá! ¡Me lo repitió en cinco cartas! ¡Era imposible no acordarse!

—Bueno, bueno, no serías el primero que se da la vuelta por no cumplir con los requisitos. ¿Te han vacunado contra la malaria en el barco?

—Sí, papá. Me han vacunado en el barco y tengo el correspondiente papel que lo certifica. ¿Alguna cosa más?

—Solo una, y espero que no te hayas olvidado…, que no os hayáis olvidado… —Su voz intentaba sonar dura, pero sus ojos decían que estaba bromeando—. ¿Me habéis traído las cosas que pedí a vuestra madre?

Kilian suspiró, aliviado al saber que terminaba el interrogatorio.

—Sí, papá. La maleta de Jacobo está llena de ropa, jamón y chorizo, avellanas, latas de melocotón y las maravillosas pastas que prepara mamá. También le traemos una larga carta escrita por ella y que cerró ante mí con siete lacres para asegurarse de que nadie la abriría.

—Bien.

Jacobo y Manuel habían permanecido callados. Estaban próximos a su destino, podían sentirlo. Tenían ganas de llegar, pero ya habían perdido la inocencia, la excitación y el nerviosismo del primer viaje que ahora percibían en Kilian.

Jacobo sabía perfectamente que, una vez pasada la novedad, todo se reduciría al trabajo en la finca, las fiestas en la ciudad, la espera del cobro del dinero, las ganas de volver de descanso a casa y vuelta a empezar. La misma rueda cada veinticuatro meses. Podría ser lo mismo en cualquier parte del mundo. Aun con todo, la certeza de la cercanía de la isla todavía le producía un leve y agradable cosquilleo en el estómago.

Esa sensación solo la sentía cuando el barco enfilaba hacia el puerto de la capital de la isla.

—Mira, Kilian —dijo Jacobo—, estamos entrando en la bahía de Santa Isabel. ¡No te pierdas ningún detalle! —Un brillo especial iluminó sus verdes ojos—. Te guste o no tu estancia aquí, te quedes dos o veinte años, odies o ames a la isla…, ¡escucha bien lo que te voy a decir!, jamás podrás borrar de tu mente esta estampa. ¡Jamás!

III

Green land
(La tierra verde)

La imagen de la llegada a Fernando Poo se apoderaría de sus pupilas para el resto de su vida. A medida que el barco se aproximaba a la isla, se iba vislumbrando una costa diseñada por pequeñas playas, calas y bahías que trazaban una voluptuosa línea ante la asombrosa vegetación, hasta la misma arena del mar de color turquesa, y que incluía toda la gradación de verde que Kilian pudiera imaginar, desde el pálido de las primeras hojas y las manzanas en verano hasta el oscuro y denso del bosque, pasando por el intenso y brillante de los pastos primaverales regados por la lluvia. Una extraña sensación de suavidad, frescura y tranquilidad, mezclada a partes iguales con la fuerza de la exuberancia, la plenitud y la fecundidad que emanaba de tanta vegetación se adueñó de él.

El barco viró para dirigirse de frente a la extensa bahía de Santa Isabel, que parecía una gran herradura ribeteada de verde y remachada con casitas blancas rodeadas de palmeras. Dos espigones naturales —uno hacia el este, llamado Punta Fernanda, y otro hacia el oeste, llamado Punta Cristina— constituían los extremos de la herradura que se mostraba tumbada a los pies de una impresionante montaña cubierta de brumas y que a Kilian le trajo recuerdos del pico que se levantaba sobre Pasolobino.

—Ahora amarrarán el barco a ese viejo espigón —explicó su padre, señalando un pequeño saliente de hormigón que hacía las veces de muelle—. He oído que van a hacer un puerto nuevo bajo Punta Cristina donde se podrá atracar de costado. Será una buena cosa. Esto resulta incómodo.

Kilian se percató entonces de que el barco se detenía de manera perpendicular a la línea de la costa y que varias gabarras se preparaban para efectuar las labores de carga y descarga.

Se dirigieron hacia la popa para descender. Un sutil aroma a cacao, café, gardenia y jazmín empezó a solaparse con el olor a salitre. Aunque era por la tarde, un calor bochornoso los recibió en tierra.

—Qué calor hace —musitó Kilian secándose con la mano el sudor que había perlado su frente—. Y cuánto verde. ¡Es todo verde!

—Sí —estuvo de acuerdo Jacobo—. Es que aquí se te ocurre plantar cualquier palo o poste… ¡y echa raíces!

Sobre el espigón, unos cuantos hombres trasladaban sacos de carbón, otros movían bidones, y otros ayudaban a descargar las gabarras. Se pudo imaginar el frenesí que tendría lugar durante los meses de cosecha cuando partiesen cientos de sacos cargados de café y cacao con destino a diferentes puntos del mundo.

—José nos estará esperando arriba —informó Antón.

Señaló con la cabeza en dirección a un empinado camino que discurría paralelo a una pared sobre la que se intuían los primeros edificios. Cogió la maleta de Kilian y gritó a un par de trabajadores que se acercaran:


Eh, you
!
Come here
!

Los hombres se miraron con cara de fastidio y tardaron en darse por enterados.


You hear what I talk
? —Antón subió la voz y comenzó a caminar hacia ellos. Tendió a uno la maleta y señaló las de Jacobo y Manuel—.
Take this
! ¡Deprisa!
Quick
! ¡Arriba!
Up
!

Los hombres obedecieron, cogieron las maletas y se dirigieron, seguidos de los hombres blancos, hacia un empinado y angosto sendero que comunicaba el espigón con la avenida Alfonso XIII, junto a la plaza de España.

—¿Sabes, Kilian, que este caminito se conoce como la
cuesta de las fiebres
? —preguntó Manuel.

—No, no lo sabía. ¿Y eso por qué?

—Porque dicen que nadie que lo ascienda se escapa de ellas, de las fiebres. Ya lo comprobarás.

—Ahora no pasa nada gracias a la medicina —intervino Jacobo—, pero hace un siglo todos los que venían se morían. Todos. ¿Verdad, Manuel? —Este asintió—. Por eso se enviaba una expedición tras otra. No había manera de resistir.

Kilian sintió un escalofrío. Se alegró de haber nacido en una época más adelantada.

—Yo no lo he visto —dijo Manuel—, pero me han contado que hace años por esta cuesta tan estrecha pasaba un tren. ¿Es cierto, Antón?

—Oh, sí. Yo lo he visto —respondió Antón aprovechando para detenerse y coger aire—. Era útil para llevar mercancías al muelle. Empezaron a construirlo en 1913 con la intención de unir Santa Isabel con San Carlos, en el suroeste. Pero el proyecto se abandonó hace unos veinticinco años por culpa de las averías y de los gastos de mantenimiento en la selva virgen.

Kilian sonrió al imaginarse un trenecito de juguete recorriendo una isla tan pequeña. El camino por el que ascendían tenía bastante pendiente, sí, pero la distancia hasta el destino era más bien corta, al menos para alguien acostumbrado a la alta montaña. Y, además, no tenían que cargar con equipaje. Percibió que su padre, a quien recordaba como un hombre fuerte y ágil, jadeaba como si estuviera realizando un gran esfuerzo.

Enseguida dejaron atrás la pared cubierta de hiedra y algún
egombegombe
, entre cuyas amplias hojas de color carmín, amarillo y verde asomaban pequeñas, blancas y delicadas flores, y llegaron a la parte superior. Ante sus ojos se abría una gran explanada a modo de balcón sobre la costa, separada de esta por una balaustrada adornada con farolas cada pocos metros. En medio de la explanada, salpicada de cuidadísimos parterres llenos de flores, se levantaban varios edificios típicamente coloniales, con galerías laterales y tejados a dos aguas, cuya belleza sorprendió a Kilian.

—Esa es la misión católica… —comenzó a explicar Jacobo—. Y ese otro, el edificio de La Catalana. En sus bajos hay una taberna que conocerás pronto. Y ese otro que te ha dejado boquiabierto es la magnífica catedral… —Se interrumpió—. No. Mejor dejaremos las explicaciones turísticas para otro día, que te conozco… No te preocupes, que vendrás muchas veces a Santa Isabel.

Kilian no dijo nada, tan absorto como estaba contemplando esa deliciosa simbiosis de naturaleza y armónicas y ligeras construcciones, tan alegres y diferentes de las sólidas casas de piedra de Pasolobino. Su mirada pasaba de un edificio a otro y de una persona a otra, de los atuendos indistintos de los blancos a los coloridos de las telas de los nativos.

—Ahí está José —dijo Antón, cogiendo a Kilian del codo para guiarlo hacia la avenida—. ¡Vaya! Ha traído el coche nuevo, qué cosa más rara. Venga, vamos. Tenemos que llegar a la finca antes de cenar para que te conozca el gerente.

Cuando llegaron a la altura del hombre sonriente que los esperaba junto a un brillante Mercedes 220S negro, su padre presentó al José del que tanto había hablado en los períodos de vacaciones en Casa Rabaltué.

—Mira, José. Este es mi hijo Kilian. Por fin lo puedes ver en persona. Y no sé si conoces a Manuel. A partir de ahora será nuestro médico.

José los saludó con una amplia sonrisa que mostraba una dentadura de piezas perfectas e inmaculadas enmarcada por una corta barba canosa, y un perfecto castellano, si bien con un acento peculiar que se hacía más evidente al pronunciar la
r
de forma un tanto afrancesada en unas ocasiones, o apenas perceptible en otras, así como al acentuar la entonación al término de cada palabra, lo que otorgaba a su manera de hablar un ritmo entrecortado.

—Bienvenido a Fernando Poo,
massa
—dijo tres veces inclinando levemente la cabeza al dirigirse primero a Kilian, luego a Manuel y, por último, a Jacobo—. Espero que hayan tenido un buen viaje. El equipaje ya está cargado,
massa
Antón. Cuando quieran, nos vamos.

—¿Por qué no has venido en el Land Rover? —quiso saber Antón.

—Se ha soltado una pieza en el último momento y
massa
Garuz me ha dado permiso para coger este.

—Pues empezáis con buen pie.

Jacobo abrió la puerta trasera imitando a un solícito chófer para que Kilian y Manuel entrasen.

—Esta preciosidad es solo para autoridades. —Los hombres agradecieron su actuación con una divertida sonrisa y se acomodaron en los asientos de cuero claro—. Papá, usted también, siéntese detrás. José irá delante. Hoy conduciré yo.

José y Antón cruzaron una mirada.

—No sé si a Garuz le parecerá bien… —dijo Antón.

—Oh, vamos —replicó Jacobo—. No tiene por qué enterarse. ¿Y cuándo voy a tener otra ocasión de conducir un coche así?

José se encogió de hombros y se dirigió a la parte delantera del vehículo.

Situado entre su padre y Manuel, Kilian podía observar a José con detenimiento. Se había percatado de que entre él y Antón había una buena relación, incluso amistosa, resultado del tiempo que hacía que se conocían. Debía de tener pocos años menos que su padre. José era de la etnia bubi, mayoritaria en la parte insular, y trabajaba como encargado de los secaderos, algo inusual, pues ese era un puesto normalmente ocupado por blancos. El trabajo más duro lo llevaban a cabo braceros nigerianos, en su mayoría calabares, procedentes de la ciudad nigeriana de Calabar.

Antón le había contado que cuando llegó por primera vez le habían asignado a José como
boy
, que era como llamaban a los jóvenes criados que los blancos tenían para que se hiciesen cargo de sus ropas y viviendas. Cada blanco tenía un
boy
—así que a él también le asignarían uno— y las familias podían tener más para cuidar de los niños. Con el paso de los años, gracias a la capacidad de trabajo y la habilidad de José para entenderse con los braceros, Antón había logrado por fin convencer al gerente de la finca de que aquel podía supervisar perfectamente el trabajo en los secaderos, la parte más delicada en el proceso de producción de cacao. Con el tiempo, el señor Garuz hubo de reconocer que había excepciones a la creencia occidental de que todos los bubis o indígenas de la isla eran unos vagos.

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