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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (6 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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En abril, pues, nada crece, la tierra está yerma y el paisaje quieto. Nada se mueve. Hay una calma blanda y amorfa que se apodera del paisaje acartonado: una calma muy diferente de la que preludia un tornado o una tormenta de nieve. En abril hay que mirar hacia arriba, hacia las cimas y hacia el cielo, y no hacia la tierra baldía, si se busca algo de vida.

En el cielo, sí: las brumas se agarran a las laderas de las montañas, no las sueltan con facilidad y llueve durante días. Empiezan como pellizcos de algodón de azúcar y se van estirando perezosas pero tenaces hasta cubrir el valle con una luz tenue de anochecer que perdura hasta que, un día, sin avisar, aparece un claro en el cielo y el sol regresa para calentar la tierra y vencer la batalla al invierno. La victoria es cierta; la espera, desoladora.

Ese mes de abril estaba siendo especialmente lluvioso: semana tras semana de un chispear manso y constante que no ayudaba precisamente a que el estado de ánimo no fuese sino gris. Sin embargo, aquella noche en que Clarence anunció su viaje, las hojas de los árboles perennes empezaron a temblar mecidas por un incipiente viento del norte que amenazaba con desplazar a la lluvia. Comenzó como un susurro que fue aumentando de volumen hasta que se convirtió en fuertes corrientes de aire que chocaban contra los postigos y se colaban por debajo de las puertas hasta los mismos pies de sus moradores.

Aquella noche, Kilian y Jacobo recuperaron imágenes que permanecían no olvidadas pero sí adormecidas por el arrullo del paso del tiempo y por el manto de la engañosamente tranquila resignación que acompaña a los que envejecen. Solo habían sido necesarias unas palabras para que las escenas de sus años jóvenes cobraran vida y los mismos sentimientos de otras décadas y otros escenarios surgieran para quemar con la misma intensidad de una herida reciente.

Ninguno de los dos podía imaginar que, por una simple mezcla de curiosidad y casualidad, Clarence fuera a propiciar que los hechos discurrieran en una y no en otra dirección. Se convertiría en el vehículo del azar —ese caprichoso rival de la causa y el efecto—, de manera que cada suceso tendría una razón infusa que actuaría para que todo encajara.

Aquella noche en la que Clarence anunció su viaje y las hojas de los árboles palpitaron en sus ramas, varias personas cerraron los ojos tumbados en la soledad de sus diferentes lechos y, en pocos segundos, el viento del norte se convirtió en harmatán.

II

Pantap salt water
(Sobre el mar)

1953

—¡Venga, Kilian! ¡Perderemos el autocar!

Jacobo intentaba imponer su voz sobre los aullidos de la ventisca de enero mientras apartaba con un trozo de tabla vieja la nieve que se había adherido a la puerta de entrada. Cuando terminó, se subió las solapas de la gabardina, se encajó el sombrero, cogió su maleta con una mano, sujetó sus esquís de madera en el hombro con la otra, y comenzó a pisar con fuerza sobre el suelo para marcar el surco por el que comenzarían a descender hasta la entrada del pueblo y, de paso, para quitarse el frío intenso que le congelaba los pies.

Se disponía a gritar de nuevo el nombre de su hermano cuando escuchó voces en el dialecto de Pasolobino procedentes de la escalera de piedra que conducía al patio. Al poco, Kilian salió a la calle acompañado de su madre, Mariana, y de su hermana, Catalina. Ambas iban enfundadas en gruesos abrigos negros de lana basta, cubrían sus cabellos con unas tupidas toquillas de punto y se apoyaban en sendos palos de madera para no resbalar con las botas de rígido y ajado cuero que suponían una frágil barrera contra el frío.

Jacobo sonrió al ver que su madre portaba dos paquetitos envueltos en papel de periódico. Seguro que dentro de cada uno había un pedazo de pan con panceta para el viaje.

—Yo iré delante contigo, Jacobo —dijo Catalina, sujetándose de su brazo.

—Muy bien —aceptó su hermano antes de regañarla cariñosamente—. Pero deberías haberte quedado en casa, señorita testaruda. Este frío no es nada bueno para esa tos que tienes. Estás pálida y tienes los labios morados.

—¡Es que no sé cuándo volveré a veros! —se lamentó ella, intentando recoger un rebelde mechón oscuro de su cabello bajo la toquilla—. Quiero aprovechar hasta el último momento para estar con vosotros.

—Como quieras.

Jacobo giró la cabeza para echar un rápido vistazo de despedida a su casa y comenzó a caminar junto a su hermana con paso lento sobre las heladas calles. La nieve acumulada de los días anteriores les llegaba hasta las rodillas y la que levantaba el viento apenas dejaba un par de metros de visión.

Unos pasos más atrás, Kilian esperaba a que su madre, una mujer alta y robusta, se ajustara bien el cuello del recio abrigo para cubrirse la garganta. Aprovechó esos instantes para deslizar la mirada por la fachada de su casa en un intento de grabar en su mente cada aspecto de su fisonomía: los sillares de las esquinas, las ventanas de madera resecas por el sol y empotradas en gruesos marcos de piedra, los postigos anclados en goznes oxidados, el dintel sobre las jambas que escoltaban la recia puerta remachada con clavos del grosor de una nuez, la cruz tallada en la piedra principal del arco de entrada…

Su madre respetó esos instantes de silencio que Kilian necesitaba para despedirse del que hasta entonces había sido su hogar. Observó a su hijo y sintió una punzada de temor. ¿Cómo encajaría él en ese mundo tan diferente hacia el que partía? Kilian no era como Jacobo; era físicamente fuerte y enérgico, sí, pero no tenía el apabullante coraje de su hermano mayor. Desde pequeño, Kilian había mostrado una sensibilidad y delicadeza especial que, con el paso de los años, se había ido ocultando tras una capa de curiosidad y expectación que lo empujaba a imitar a su hermano. Mariana conocía la dureza del trópico y, aunque no quería coartar las ansias de saber de su hijo, no podía evitar sentir preocupación por la decisión que había tomado.

—Todavía estás a tiempo de dar marcha atrás —dijo.

Kilian sacudió la cabeza a ambos lados.

—Estoy bien. No se preocupe.

Mariana asintió, se sujetó a su brazo y comenzaron a caminar por el borroso surco trazado por Jacobo y Catalina. Tenían que agachar la cabeza y hablar en voz alta, sin mirarse a los ojos, por culpa de la ventisca inusualmente rebelde.

—Esta casa se nos queda sin hombres, Kilian —dijo ella. En su voz no había reproche, pero sí algo de amargura—. Espero que algún día vuestros esfuerzos hayan servido para algo…

Kilian apenas podía hablar. Serían tiempos difíciles para su madre y para su joven hermana: dos mujeres a cargo de la gestión de una propiedad en un entorno duro en el que cada vez había menos gente. Desde hacía dos o tres años, muchos jóvenes habían decidido marcharse a diferentes capitales de provincias en busca de trabajo y una vida mejor, alentados por las noticias de los pocos periódicos del pueblo —
El Noticiero, el Heraldo, la Nueva España
y el
Abc
— que recibían por correo, con varios días de retraso, algunos vecinos privilegiados. Leyendo los artículos y la publicidad, uno se podía imaginar que el futuro estaba en cualquier otro sitio menos en esa tierra olvidada del progreso y de las comodidades que ya comenzaba a echar de menos aun cuando no se había marchado. Temía el inminente momento de la despedida. Era la primera vez que se alejaba de su casa y de su madre y toda la excitación de los días anteriores se había convertido en un nudo en el estómago.

Envidiaba a Jacobo: la rapidez y decisión con la que había preparado el equipaje. «La ropa de aquí no te servirá de nada allí —le decía—, así que piensa solo en lo que te pondrás en el trayecto de ida y de vuelta, lo mejor que tengas. Además, allí todo es más barato. Podrás comprarte lo que quieras.» Kilian había metido y sacado las pocas prendas —camisas, americanas, pantalones, calzoncillos y calcetines— de la maleta varias veces para asegurarse de que elegía lo apropiado. Incluso había apuntado en una lista que luego había pegado en el interior de la tapa todas sus pertenencias, incluidos los sobrecitos de cuchillas de afeitar Palmera acanalada y su loción Varón Dandy, para acordarse de lo que se llevaba. Pero, claro, tanto su padre como su hermano habían ido varias veces a África y estaban acostumbrados a viajar. Él no, aunque lo había deseado con toda su alma.

—Si no estuviera tan lejos… —suspiró Mariana agarrándose al brazo de su hijo con más fuerza.

Seis mil kilómetros y tres semanas —que ahora le parecían una eternidad— eran la distancia y el tiempo que separaban las queridas montañas de Kilian de un futuro prometedor. Los que iban a África volvían con traje blanco y dinero en el bolsillo. Las familias de los que emigraban salían adelante y deprisa. Sin embargo, esta no era la única razón por la que Kilian marchaba; al fin y al cabo, los ingresos de su padre y de Jacobo eran más que suficientes. En el fondo, siempre le había tentado la idea de salir y ver mundo y experimentar por sí mismo lo que otros del valle habían experimentado, aunque eso supusiera un largo viaje que en esos momentos comenzaba a inquietarle.

—El dinero siempre va bien —argumentó una vez más—. En estas casas siempre surge una cosa u otra, los gastos de pastor, de segadores, de albañiles… Además, usted sabe que para un hombre joven Pasolobino se queda escaso.

Mariana lo sabía de sobra y lo comprendía mejor que nadie. Las cosas no habían cambiado tanto desde que ella y su marido, Antón, partieran hacia África en 1918. La vida en el pueblo significaba ganado y más ganado, cuadras llenas de estiércol, barro, nieve y frío. Tal vez no había escasez, pero no se podía aspirar más que a sobrevivir con un mínimo de dignidad. El clima del valle era muy duro. Y la vida dependía continuamente del clima. Los huertos, los campos, las fincas y los animales: si un año la cosecha era mala, se resentían todos. Sus hijos podrían haberse quedado a trabajar en la mina de pirita, o comenzar como aprendices de herrero, albañil, pizarrero o carpintero y complementar así la economía familiar basada en el ganado vacuno y ovino. A Kilian se le daba bastante bien la ganadería y se sentía a gusto y libre entre los prados. Pero era joven todavía, y Mariana comprendía que quisiera vivir experiencias nuevas. También ella había pasado por eso: pocas mujeres de su valle habían tenido la oportunidad de viajar tan lejos y sabía que lo que entraba en la mente por los sentidos cuando uno era joven, allí se quedaba mientras la experiencia de los años iba dejando cicatrices.

Una ráfaga golpeó con fuerza la maleta de Kilian como si pretendiera impulsarla hacia atrás. Caminaron en silencio acompañados por los bramidos del viento a lo largo de la estrecha calle que conducía a la parte más baja del pueblo. Kilian se alegró de haberse despedido de sus vecinos la tarde anterior y de que la tormenta de nieve les hubiera disuadido de salir a la calle. Las puertas y ventanas de las casas permanecían cerradas, lo cual contribuía a dibujar una estampa espectral.

Enseguida distinguieron a pocos pasos las figuras de Jacobo y Catalina y los cuatro formaron un tambaleante corro al borde de la línea que separaba las últimas viviendas de los prados.

Mariana observó a sus tres hijos juntos, que se lanzaban las últimas bromas para relajar la tensión de la despedida. Kilian y Jacobo eran dos hombres fuertes y atractivos que tenían que agacharse para hablar con su hermana, una delgada jovencita que nunca había gozado de mucha salud. Su hija extrañaría mucho el carácter alegre de Jacobo y la paciencia de Kilian. De repente, echó terriblemente de menos a su marido. Hacía dos años que no veía a Antón. Y hacía siglos que no se juntaban los cinco. Ahora se quedarían ellas dos solas. Sentía unas enormes ganas de llorar, pero quería mostrarse tan fuerte como le habían enseñado desde su infancia. Los auténticos montañeses no mostraban sus sentimientos en público, aunque ese público fuera la propia familia.

Jacobo miró su reloj e indicó que era hora de marchar. Abrazó a su hermana y le pellizcó la mejilla. Se acercó a su madre y le dio dos teatrales besos diciéndole con voz forzadamente alegre que el día menos pensado lo tendría de vuelta por ahí.

Ella le susurró:

—Cuida de tu hermano.

Kilian abrazó a su hermana y se separó de ella sujetándola por los hombros para mirarla de frente; a ella comenzó a temblarle la barbilla y se echó a llorar. Kilian volvió a abrazarla y Jacobo carraspeó nervioso y repitió que perderían el autocar.

Kilian se acercó a su madre haciendo verdaderos esfuerzos para no derrumbarse. Mariana lo abrazó tan fuerte que ambos sintieron las convulsiones por controlar los sollozos.

—Cuídate, hijo mío, cuídate —le susurró al oído. La voz le temblaba—. Y no tardes mucho en regresar.

Kilian asintió. Tal como había hecho su hermano, colocó los cables de las fijaciones de los esquís en los talones de las botas y los tensó con las palancas metálicas situadas a un palmo de las punteras. Se metió el paquetito de comida en un bolsillo, cogió su maleta con una mano y comenzó a deslizarse tras Jacobo, que ya se perdía por el sendero que descendía unos ocho kilómetros hasta Cerbeán, el pueblo más grande de la zona, donde tenían que coger el medio de transporte hasta la ciudad. La carretera no llegaba hasta Pasolobino, la aldea más alta, edificada a los pies de una gran masa rocosa que reinaba sobre el valle, así que en invierno los esquís eran el vehículo más rápido, cómodo y práctico para desplazarse sobre la nieve.

Apenas hubo descendido unos metros, se detuvo y se giró para observar por última vez las oscuras figuras de su madre y de su hermana recortadas sobre la masa gris que formaban las apretadas casas de su pueblo y sus chimeneas humeantes.

A pesar del frío, las mujeres aún permanecieron allí un buen rato hasta que los perdieron de vista.

Solo entonces Mariana agachó la cabeza y permitió que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Catalina se acercó, la cogió del brazo en silencio y comenzaron a caminar con paso lento y apesadumbrado de regreso a casa, envueltas en torbellinos de viento y nieve.

Cuando llegaron a Cerbeán, con las mejillas encendidas, las manos entumecidas por el frío y el cuerpo sudoroso por el ejercicio, el viento había amainado un poco. Cambiaron sus botas por zapatos de cordones y las dejaron junto con los esquís en una fonda cercana a la parada del autocar, adonde acudiría uno de sus primos a recogerlos y llevarlos de vuelta a Casa Rabaltué.

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