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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (8 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Y tú, Kilian —preguntó Manuel con intención de retomar el tema que unía a los tres hombres—, ¿cómo te sientes ante esta aventura? ¿Nervioso?

A Kilian el doctor le había caído bien desde el primer momento. Era un hombre joven, rondaría los treinta años, de mediana estatura, más bien delgado, de pelo rubio oscuro, piel clara e inteligentes ojos azules difuminados tras unas gruesas gafas de pasta. Su pausada manera de hablar correspondía a un hombre educado y serio a quien —como a él— algo de alcohol no sentaba nada mal para convertirse en franco y jovial.

—Un poco. —Le costaba admitir que en realidad estaba acobardado. Y también le imponía haber pasado en unas horas de estar con ganado a tomar copas con todo un médico en la mejor sala de fiestas de la capital de la región—. Pero tengo la suerte de ir bien acompañado.

Jacobo le propinó una sonora palmada en la espalda.

—No te dé vergüenza reconocerlo, Kilian. ¡Estás muerto de miedo! Pero eso nos ha pasado a todos, ¿verdad, Manuel?

Este asintió con la cabeza mientras apuraba un trago.

—En mi primer viaje, estuve a punto de darme la vuelta nada más llegar a Bata. Pero la siguiente vez ya era como si no hubiera hecho otra cosa en toda mi vida que viajar a Fernando Poo. —Hizo una pausa para buscar las palabras acertadas—. Se te mete en la sangre. Igual que los malditos mosquitos. Ya lo verás.

Después de tres horas, varias copas y una lata roja de finos cigarrillos Craven A que Kilian encontró agradables aunque suaves, comparados con el fuerte tabaco negro que solía fumar, los hermanos se despidieron de Manuel en la puerta de la sala de fiestas hasta el día del embarque y decidieron regresar, con paso inestable y ojos brillantes, hacia la pensión. Al llegar a la plaza de España, cruzaron las vías del tranvía y Jacobo bajó a toda prisa las escaleras de los urinarios públicos. Kilian lo esperó arriba, apoyado sobre una barandilla de forja. Las luces de neón de los anuncios publicitarios ubicados en las azoteas de los edificios circundantes ayudaban a las gruesas farolas de cuatro brazos a iluminar la plaza, en cuyo centro había una fuente con una estatua de bronce sobre un pedestal almenado en piedra.

Bajo una cruz, un ángel con el brazo extendido hacia el cielo sujetaba a un hombre herido ya sin fuerzas para empuñar el fusil caído a sus pies. Se acercó y se concentró en leer la inscripción que una dama, también de bronce, sostenía entre sus manos. Entonces supo que el ángel del pedestal representaba a la Fe y que el monumento estaba dedicado a los mártires de la religión y de la patria. Levantó la vista al cielo y su mirada se topó con las palabras de neón —Avecrem, Gallina Blanca, Iberia Radio, Longines el mejor reloj, Pastillas Dispak, Philips…—. Le estaba costando pensar con claridad. Se sentía un poco mareado y el alcohol de la cena no era el único culpable. Solo hacía unas horas que se había marchado de su casa y le parecía que habían pasado siglos. Realmente había vivido un día lleno de contrastes. Y por lo que había deducido de las palabras de Manuel y Jacobo, le quedaba un largo y extraño camino por delante. Volvió su mirada a la imagen de la Fe y pidió para sus adentros que le diera suerte y fuerzas en la aventura en la que él solo había decidido embarcarse.

—¿Qué, Kilian? —La voz pastosa de Jacobo lo sobresaltó—. ¿Qué tal tu primera noche lejos de mamá? —Pasó el brazo por el hombro de su hermano y comenzaron a caminar—. Cuántas novedades hoy, ¿eh? Pues lo de Ambos Mundos no es nada comparado con lo que vas a ver… ¿A que estabas pensando en eso?

—Más o menos.

Jacobo se llevó la mano libre a la frente.

—¡Qué ganas tengo de beber el whisky de Santa Isabel! Ese sí que no da dolor de cabeza, ya lo verás. ¿Has traído
optalidones
?

Kilian asintió. Jacobo le dio una palmadita en el hombro.

—Bueno, dime, ¿y qué es lo que más ganas tienes de conocer?

Kilian meditó unos segundos.

—Creo que el mar, Jacobo —respondió—. Yo nunca he visto el mar.

Aunque era la primera vez que viajaba en barco, no había sufrido la tortura del mareo. Muchos pasajeros deambulaban por cubierta mostrando un semblante apagado de color verdoso. Por lo visto, el mal del mar no se curaba a fuerza de viajar más, pues su hermano no mostraba buen aspecto, y ya era la tercera vez que disfrutaba del balanceo de un buque como el Ciudad de Sevilla. Que una cosa de semejantes dimensiones pudiera flotar era algo que se le escapaba a un hombre cuya relación con el agua en estado libre se había limitado a pescar truchas en los pequeños riachuelos de Pasolobino. Y que él soportase tan alegremente la sensación de estar rodeado por todas partes de agua era algo que le sorprendía. Atribuía su buen humor a las diferentes sensaciones que había experimentado en los últimos días y que a buen seguro habrían de continuar en los próximos.

Kilian pensó en su madre, en su hermana y en la vida en Pasolobino. ¡Qué lejos quedaba todo aquello en medio del océano! Recordó el frío que lo había acompañado todo el viaje en autocar hasta Zaragoza y luego en tren hasta Madrid. A medida que se acercaba a Cádiz, la temperatura se había ido suavizando, y también su ánimo, entretenido con la visión paulatina de una España que recorría por primera vez sobre las resistentes y durísimas maderas tropicales de las traviesas de las vías férreas. Cuando el buque se despidió del puerto donde decenas de personas con lágrimas en los ojos agitaban pañuelos blancos en el aire, entonces sí sintió mucha tristeza al pensar que dejaba atrás a sus seres queridos, pero la compañía de Jacobo, de Manuel, y de otros compañeros que también iban a trabajar a la colonia, así como el calor, habían conseguido animarle y el viaje le resultaba agradable. Poco a poco, iba apartándose de sus últimas navidades blancas. ¡Tendría que acostumbrarse a los belenes en tierra tropical!

No recordaba haber tenido en su vida tantos días seguidos de descanso.

De naturaleza enérgica y nerviosa, Kilian pensaba que tanta ociosidad era una imperdonable pérdida de tiempo. Ya tenía ganas de ocuparse en trabajos físicos. ¡Qué diferente era de Jacobo, que buscaba siempre la ocasión para descansar! Giró la cabeza para observar a su hermano, que reposaba en una cómoda butaca a su lado, con un sombrero cubriéndole la cara. Desde que embarcaran en Cádiz, y especialmente desde que salieron de Tenerife, no había hecho sino dormitar de día y pasar las noches de juerga con los compañeros en el salón del piano o en el Veranda Bar. Entre el alcohol y el mareo que le producía el barco, durante el día parecía un alma en pena y estaba permanentemente cansado.

En cambio, él intentaba sacar provecho de todo lo que hacía. Por eso, además de practicar con su diccionario de
Broken English
, todas las tardes leía números atrasados de la revista
La Guinea Española
para hacerse una idea del mundo en el que iba a vivir, al menos durante los próximos dieciocho meses, que era lo que duraría su primera campaña. En realidad la campaña completa sumaba veinticuatro meses, pero los últimos seis, pagados también, correspondían a vacaciones. Y, además, el jornal había empezado a contar desde la salida de Cádiz. Una buena razón para estar de buen humor: llevaba casi dos semanas cobrando por leer.

En todos los números de la revista que estaban a bordo, que correspondían al año recién terminado de 1952, aparecía la misma publicidad y en el mismo orden. En primer lugar, se hallaba el anuncio de los almacenes Dumbo, en la calle Sacramento de Santa Isabel, y justo después el de Transportes Reunidos, en la avenida General Mola, ofreciendo los servicios de taller y transporte en una sola
factoría
, que era como llamaban en los países coloniales a los establecimientos de comercio. Por último, el tercer anuncio mostraba a un hombre fumando que recomendaba los magníficos tabacos Rumbo, con una frase escrita en letras bien grandes: «El cigarrillo que ayuda a pensar». Jacobo le había dicho que en la colonia había muchas marcas de tabaco y muy baratas, y que casi todos fumaban porque el humo del tabaco ahuyentaba a los mosquitos. Después de la publicidad comenzaban los artículos religiosos, las noticias variadas de Europa y los artículos de opinión.

Se encendió un cigarrillo y se concentró en la revista que tenía en esos momentos entre las manos. Le llamó la atención un artículo sobre los niños bautizados entre 1864 y 1868: Pedro María Ngadi, José María Gongolo, Filomena Mapula, Mariano Ignacio Balonga, Antonio María Ebomo, Lorenzo Ebamba… Todos esos nombres le resultaban curiosos porque el nombre de pila era como el de cualquier conocido suyo, pero el apellido sonaba realmente a África.

A continuación, leyó un artículo que hablaba de los más de cinco millones de niños alemanes que perdieron en 1945 a sus familiares. ¡Qué lejos le parecía que quedaba la guerra mundial! Recordó entonces vagamente fragmentos de las cartas de su padre que su madre leía en voz alta a otros familiares —antes de doblarlas y guardarlas con devoción en el bolsillo de su falda— en las que describía un ambiente social preocupante en la isla por los incipientes movimientos y organizaciones de carácter nacionalista y por los temores de una invasión por parte de tropas británicas y francesas. Su padre contaba que el deseo de todos en la isla era el de mantenerse neutrales o pro-aliados llegado el caso, si bien los círculos del gobernador eran más bien pronazis. De hecho, incluso hubo un momento en el que circulaban libremente por la isla periódicos alemanes con subtítulos en español.

La guerra de España y la guerra europea ya habían pasado. Pero por lo que había ido leyendo durante el trayecto en barco, África tampoco se libraba de los conflictos políticos. En un artículo ponía que en Kenia se amenazaba con excomulgar a todos los simpatizantes del movimiento político religioso Mau Mau y de su líder, Jomo Kenyatta, porque defendía la expulsión de África del elemento europeo y el regreso del pueblo a sus primitivos ritos religiosos «paganos».

Este escrito le había dado que pensar. ¿Expulsar de África a los europeos? ¿No les habían llevado la civilización a una tierra salvaje? ¿No vivían mejor gracias a lo que habían hecho por ellos? ¿Volver a los ritos tradicionales? Estas cuestiones se le escapaban, pero no por ello dejaba de darles vueltas. Al fin y al cabo, la idea que él tenía del continente negro provenía sobre todo de la generación de su padre, una generación orgullosa de servir a Dios y a la patria. Y por lo que aquel le había repetido cientos de veces, trabajar en las colonias significaba servir al todopoderoso y a la nación española, de modo que, aunque todos regresaran con los bolsillos llenos, habían cumplido una noble misión.

No obstante, se hacía muchas preguntas sobre cómo sería la relación con personas tan diferentes. El único hombre negro que había conocido en persona trabajaba en el bar del barco. Recordó haberlo observado maleducadamente durante más segundos de los necesarios, esperando encontrar grandes diferencias con él aparte del color de la piel y la perfección de su dentadura. Pero nada. Con el paso de los días, no veía a un hombre negro, sino al camarero Eladio.

Lo más probable era que las anécdotas que él había escuchado sobre los negros hubiesen forjado en su mente una imagen desvirtuada de la realidad. Cuando Antón y Jacobo hablaban con sus familiares de Pasolobino, se referían a los
morenos
esto, los
morenos
lo otro, en general. A excepción de José, parecía que los demás fuesen un colectivo sin más, una masa despersonalizada. Recordaba haber visto una vieja postal que Antón había enviado a su hermano. Mostraba a cuatro mujeres negras con los pechos al descubierto y en ella había escrito a pluma: «Fíjate lo exageradas que van las negras. ¡Así van por la calle!».

Kilian había contemplado la foto con detenimiento. Las mujeres le habían resultado hermosas. Las cuatro llevaban unas telas enrolladas y anudadas a la cintura a modo de falda, el
clote
, que les cubría hasta los tobillos. De cintura para arriba iban completamente desnudas, excepto por un sencillo collar y unas cuerdas finas en las muñecas. Los pechos de cada una eran diferentes: altos y firmes, pequeños, separados, y generosos. Sus figuras eran esbeltas y las facciones de las caras realmente hermosas, con labios carnosos y ojos grandes. Llevaban el pelo recogido en lo que parecían delgadas trenzas. En conjunto era una bella fotografía. Lo único extraño en ese trozo de papel recio era el hecho de que era una postal. Las postales que él había visto eran de monumentos o de rincones bellos de una ciudad, de un país o de un paisaje, incluso retratos de personas vestidas de manera elegante, pero… ¿de cuatro mujeres desnudas? Pensó que cuando les habían sacado la fotografía, ellas no podían ser conscientes del uso que se iba a hacer de ella. A él le había producido una sensación extraña, como si las hubiesen tratado igual que a un insecto curioso a los ojos de un extraño.

La misma sensación tenía ahora al contemplar una de las muchas fotos que incluía la revista que estaba leyendo. Mostraba a un grupo de negros vestidos a la europea, con camisa y americana, gorras o sombreros. Le pareció una foto de lo más normal, pero el pie de foto decía así: «Las alegrías de Navidad hacen reproducir estas escenas de mamarrachos por fincas y poblados». Le sorprendió la expresión, pues él solo veía hombres vestidos. Sabía por su padre que, en fiestas especiales, algunos indígenas se disfrazaban de
nañgüe
, una especie de personaje ridículo de carnaval para hacer reír, al que los misioneros llamaban
mamarracho
, pero él se los había imaginado con máscaras y trajes de paja, y no vestidos de europeos…

La voz ronca de Jacobo interrumpió sus pensamientos.

—Espero que pronto se pueda ir en avión. ¡Yo esto no lo resisto más!

Kilian sonrió.

—Si no abusases de la bebida por las noches, tal vez no te marearías tanto.

—Entonces los días se me harían más largos y más insoportables… ¿Y Manuel?

—Está en el cine.

Jacobo se incorporó, se quitó el sombrero y dirigió una mirada hacia la revista que leía su hermano.

—¿Algo interesante que comentar hoy?

Kilian se dispuso a darle el parte del día. En apenas dos semanas se había instalado entre ellos la misma rutina. Manuel y Kilian leían mientras Jacobo dormitaba. Cuando este se despertaba, conversaban sobre los temas que intrigaban a Kilian.

—Justo ahora iba a leer un artículo sobre el bubi…

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