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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (50 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Clarence comprendió que su relato ya los había transportado a otro lugar y entonces decidió contarles lo que para ella era uno de los puntos estelares de su narración:

—¿Sabéis lo que más me llamó la atención de toda mi estancia en Bioko? Todavía hay alguien que coloca flores sobre la tumba del abuelo Antón.

Carmen y Daniela emitieron un sonido de sorpresa.

Jacobo se quedó paralizado.

Kilian levantó la vista y la clavó en los ojos de su sobrina para asegurarse de que no mentía. Ella se dirigió a los hombres:

—¿Tenéis alguna idea de quién podría ser?

Ambos negaron con la cabeza, pero tenían el ceño fruncido.

—Pensé que tal vez Simón… —Sacudió la cabeza—. Pero creo que no, no es él.

—¿Quién es Simón? —preguntó su madre.

—Tío Kilian, en Sampaka conocí a un hombre ya mayor que dijo haber sido tu
boy
durante los años que pasaste allí.

Le pareció que a Kilian se le empañaban los ojos.

—Simón… —susurró.

—¡No me digas que no es una casualidad! —exclamó Jacobo, con voz forzadamente jovial—. ¡Simón sigue vivo y sigue en Sampaka! Pero ¿cómo diste con él?

—En realidad, fue él quien me reconoció a mí —explicó ella—. Dijo que me parecía muchísimo a vosotros.

Se acordó de que a Mamá Sade también su rostro le había resultado familiar, pero no dijo nada. «Todavía no —pensó—. Más adelante.»

—Bueno, y nos presentó un hombre que lo conocía de haber trabajado en la finca. Se llamaba…, se llama Iniko. —Su nombre le salió con un hilo de voz. Ya se había convertido en un personaje de su relato. Ya no era de carne y hueso.

Jacobo y Kilian intercambiaron una rápida y significativa mirada.

—Iniko… ¡Vaya nombre más extraño! —comentó Daniela—. Muy bonito, me gusta, pero es extraño.

—El nombre es nigeriano —aclaró Clarence—. Su padre trabajó en Sampaka en la época en que vosotros estuvisteis. Se llamaba Mosi.

Kilian apoyó el codo sobre la mesa y se sujetó la cabeza con una de sus enormes manos como si de repente le pesase mucho. Jacobo cruzó ambas manos a la altura de su cara para ocultar el gesto de sorpresa que su boca empezaba a trazar. Ambos estaban muy tensos.

—¿No os suena? —preguntó Clarence.

—¡En la finca había más de quinientos trabajadores! —bramó su padre—. ¡No pretenderás que nos acordemos de todos ellos!

Ella se quedó muda ante su desmedida reacción, pero se repuso enseguida.

—Ya sé que erais muchos —se defendió en voz alta, irritada por la respuesta de su padre—. Pero ¿a que os acordáis de Gregorio, de Marcial, de Mateo, de Santiago…? ¡Supongo que de ellos sí!

—¡Vigila ese tono, hija! —Jacobo sacudió un dedo en el aire—. Pues claro que nos acordamos de ellos, eran empleados como nosotros.

Se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.

—Por cierto, ¿cómo has conseguido sus nombres?

—Pude ver los archivos de la finca. Encontré vuestras fichas y la del abuelo. Ahí están todavía, con los historiales médicos. Por cierto, papá…, no sabía que habías estado varias semanas ingresado. Tuvo que ser algo grave, pero no ponía qué.

Carmen se giró hacia su marido.

—No sabía yo eso, Jacobo. ¿Por qué no me lo habías contado?

—¡Por favor! ¡Ni yo mismo me acordaba! —Cogió la botella de vino para servirse y la mano le tembló. Miró a Kilian con la esperanza de que interviniera.

—Sería aquella vez que te dio un fuerte ataque de malaria, cuando la fiebre no te bajaba con nada y nos tuviste preocupados. —Kilian sonrió a Clarence—. Cada dos por tres caía alguno. Me sorprende que guardaran constancia de algo tan frecuente.

Clarence miró a las otras mujeres. ¿Solo ella había percibido que mentían? Por lo visto, sí. Carmen, satisfecha con la explicación, se levantó para servir el postre. Y Daniela aprovechó para cambiar de tema.

—¿Dónde están los regalos que nos has traído? —preguntó con voz cantarina—. Porque nos has traído regalos, ¿verdad?

—Eh, ¡claro que sí! —Clarence no se resignaba a dar por finalizado su primer ataque, y eso que le quedaba la parte más difícil.

—Una cosa más antes de ir a buscarlos… —Titubeó unos instantes—. Simón no fue el único que me reconoció.

Kilian bajó la barbilla y arqueó una ceja.

—En un restaurante se me acercó una mujer que iba acompañada de su hijo… —Se detuvo antes de pronunciar la palabra
mulato
—. Estaba convencida de que le recordaba mucho a alguien de su juventud. Todo el mundo la llama Mamá Sade…

—Sade… —repitió Daniela—. ¿Todos los nombres en Guinea son así de bonitos? Parece el nombre de una hermosa princesa…

—Pues de eso no le queda nada. —Clarence hizo un gesto de desagrado—. Era, bueno,
es
una mujer vieja y desdentada con aspecto de bruja.

Centró de nuevo la atención en los hombres, que la miraban impertérritos. Pasaron varios segundos. Nada. No movieron ni una ceja, con lo cual su curiosidad aumentó. ¿No hubiese sido más lógico un gesto de extrañeza o una rápida negación?

—Supuse que me había confundido con otra persona, pero lo cierto es que ella insistió en saber el nombre de mi padre.

Kilian se aclaró la garganta.

—¿Y se lo dijiste?

—Eh, no. Le dije que había muerto.

—Vaya, muchas gracias —comentó Jacobo en un tono forzadamente jocoso que hizo sonreír a Carmen y Daniela—. ¿Y por qué hiciste eso?

—Pues porque no me gustó nada esa mujer. Me contaron que había sido prostituta en la época colonial y que le había ido tan bien que se había convertido en una empresaria de éxito en ese negocio. Y que… —tosió—, que se había enamorado de un blanco del que se quedó embarazada y… —volvió a toser— él la abandonó. Por eso no quiso tener más hijos.

—¡Menudo sinvergüenza! —Carmen frunció los labios—. Aunque claro, si dices que era prostituta… Me puedo imaginar el tipo de hombres con los que se juntaría…

Clarence apuró su vaso de vino.

—Mamá, supongo que muchos de sus clientes serían los empleados blancos de las fincas… Podrían ser… —Se detuvo al ver la mirada amenazante de su padre.

—Ya vale, Clarence. Es suficiente.

Carmen dio por concluido el tema:

—¿Y esos regalos, hija?

Clarence se levantó. De camino a su habitación maldijo por lo bajo su mala suerte. No había forma de avanzar lo más mínimo. Hubiera jurado que ni Jacobo ni Kilian decían toda la verdad. Ni Carmen ni Daniela habían mostrado signos de extrañeza, pero ella tenía claro que ocultaban algo. ¿Cómo iba a descubrir nada si nadie le daba respuestas?

De acuerdo, el nombre de Sade no significaba nada para ellos. A ver qué pasaba con el de Bisila. Seguro que tampoco se acordaban de ella, igual que ella no se acordaba de ellos. ¡Qué mala memoria parecía tener todo el mundo de repente! Cogió varias bolsas de su habitación y regresó con paso decidido al comedor.

Después de que todos abrieran los paquetes y comentaran sobre los animales tallados en madera, los bastones de caoba, las figuritas de ébano, los amuletos de marfil, los collares de conchas y piedras, las pulseras de cuero, y el precioso y colorido traje de fiesta que había elegido para Daniela, Clarence abrió la bolsa que le había entregado Iniko de parte de Bisila y extrajo el salacot.

—¡Por cierto! ¡Un último regalo! —anunció, poniéndose el sombrero de tela y corcho en la cabeza—. La madre de Iniko me dio esto. Un día me invitó a cenar a su casa. Estaban Iniko, su hermano Laha, bueno, Fernando Laha, y ella. Se llama Bisila, una mujer encantadora. Trabajaba en Sampaka, de enfermera, en vuestra época…

Hizo una pausa. Nada. Ni un comentario.

—¡Ah! Y pidió que transmitiera sus mejores deseos a quien le diera el salacot. ¡Podría ser de cualquiera de vosotros! Me hizo mucha ilusión. ¡La verdad es que ya es casi una antigüedad!

Se quitó el sombrero y se lo entregó a Daniela, que se lo colocó, se lo quitó, lo observó con curiosidad y se lo pasó a Carmen, que hizo lo mismo.

Kilian no apartaba la vista del objeto. Tenía los labios apretados con fuerza y su respiración parecía forzada. Carmen se lo entregó a Jacobo. A Clarence le pareció que a su padre le temblaron las manos cuando se lo cedió rápidamente a su hermano, como si no quisiera sentir el tacto del objeto. ¿Eran imaginaciones suyas o había entrecerrado los ojos en un gesto de dolor? Al contrario que Jacobo, Kilian se entretuvo acariciando el salacot con una extremada delicadeza. Sus dedos repasaban una y otra vez la muesca en el aro rígido. De repente, se levantó y susurró:

—Perdonadme. Es muy tarde y estoy muy cansado. Me voy a la cama. —Miró a su sobrina unos segundos con expresión abatida—. Gracias, Clarence.

Salió del comedor con paso lento y apesadumbrado. A Clarence le pareció que había envejecido en cuestión de minutos. Nunca pensaba en los hombres de casa como en personas que se aproximaban al último periodo de su vida. A Kilian le pesaban los hombros y los pies. Toda la fortaleza que solía transmitir había desaparecido.

Los demás permanecieron en silencio. Clarence lamentó haber provocado esa situación. Agachó la cabeza. Su curiosidad estaba pasando por encima de los sentimientos de los demás. Se sintió un poco culpable. Su madre extendió un brazo y la cogió de la mano.

—No te preocupes, Clarence —dijo con dulzura—. Se le pasará. Esta noche has abierto la caja de los recuerdos.

Se giró hacia su marido.

—Pasasteis muchos años en Guinea y hace mucho tiempo de eso. Es normal que os pongáis tristes.

—Siempre pasa lo mismo cuando hablamos de Guinea. —Daniela suspiró—. Al final, lo mejor será no tocar el tema.

Jacobo sacudió la cabeza.

—¿Y a ti qué, Clarence? —preguntó, intentando mostrar un interés que su hija creyó percibir que ya no sentía—. ¿Se te ha metido África en el cuerpo?

Clarence se sonrojó hasta la raíz del pelo.

La inusualmente fría primavera dio paso al verano. El valle de Pasolobino se llenó de turistas que huían del calor de la tierra baja. A finales del mes de agosto tuvieron lugar las últimas fiestas en honor al santo patrón con las que, en épocas anteriores, el pueblo celebraba el fin de la cosecha y se despedía del buen tiempo hasta el año siguiente.

Clarence se asomó a la ventana. Una banda de música asomó por la esquina y se detuvo ante su patio. El ruido de las trompetas y tambores retumbaba en la calle, engalanada con pequeñas banderitas de colores que colgaban de las fachadas de las casas. Las pobres se tenían que enfrentar a los embates del aire y a los niños que saltaban para arrancarlas. Tras los músicos, muchos niños y jóvenes bailaban con los brazos en alto emitiendo gritos de alegría. Dos chicas se acercaron a la puerta con un gran cesto en el que Daniela introdujo varios dulces y postres que todos los habitantes y visitantes se comerían después de la misa en honor del santo. Los músicos terminaron la pieza y Daniela les ofreció un vasito del delicioso vino de la cuba especial de la bodega de Casa Rabaltué.

Clarence sonrió. Daniela siempre decía que las fiestas de pueblo eran tan rancias como ese vino que pasaba tanto tiempo dentro del barril, pero luego era la primera en colaborar en todas las actividades y la que más aplaudía después de las actuaciones. La música comenzó a alejarse hacia un nuevo destino. Daniela corrió escaleras arriba. Cuando se juntó con Clarence le brillaban los ojos.

—¿A qué esperas para vestirte? La procesión no tardará en empezar.

Como mandaba la tradición, cada año, varios hombres portaban el santo a hombros por las calles del pueblo seguidos de hombres, mujeres y niños ataviados con el traje típico del valle. Una vez terminada la procesión, la figura del santo permanecía en la plaza un rato, en el que los vecinos le dedicaban un baile, y luego volvía a la iglesia hasta el año siguiente. El traje tradicional constaba de tantas enaguas, faldas, lazos y cordones que Clarence necesitaba casi una hora para ponérselo. Y luego estaba el complicado moño, los alfileres, los pañuelos de cuello y cabeza, el aderezo… Por primera vez en su vida, le entró pereza.

—Y tú, Daniela —preguntó un año más—, ¿a qué esperas para hacerte uno?

—¿Yo? A mí estas cosas no me van mucho. Pero me encanta que tú te lo pongas. —Se encogió de hombros mientras sonreía—. Por cierto, ¿a quién tendrás de pareja este año en el baile?

—Ya encontraré a alguien.

Clarence cerró los ojos y se imaginó a Iniko a su lado, vestido con estrechos pantalones oscuros, camisa blanca con las mangas dobladas encima del codo, fajín ajustado a la cintura, chaleco y un pañuelo en la cabeza. «¿Qué cara pondrían los espectadores?», pensó con cierta malicia. Su enorme cuerpo sobresaldría de entre todos los participantes del corro de parejas, saltando y girando al son de las castañuelas adornadas con cintas de colores. Se mordió el labio inferior y disfrutó unos segundos de esa imagen que difícilmente podría reemplazar a la de aquella noche de baile en una discoteca de Malabo. Desde que había estado con él, encontraba defectos en todos los hombres. Ninguno tenía su magnetismo cautivador. Ninguno.

—Siempre puedo recurrir a nuestros primos solteros…

—Hombre, queda mal decirlo, pero hay alguno que no está nada mal. Y visto el panorama, igual tenemos que volver a las costumbres de antes. ¿Sabes si ahora aún hace falta bula papal para casarse con un primo?

—¡Pero qué tonterías dices! —se rio Clarence—. ¡Anda, vámonos ya!

—Espera un momento… —Daniela dio los últimos retoques al peinado—. ¿Has visto que te han salido varias canas? Dicen que aparecen cuando tienes preocupaciones.

«No me extraña», pensó Clarence

Las semanas pasaban y no había hecho ningún progreso. Jacobo y Kilian evitaban el tema de Guinea y ella no se atrevía a ser directa. Hacía un mes que Julia estaba en Pasolobino de vacaciones y solo se habían visto en un par de ocasiones en las que Clarence había incidido en el tema de su viaje poniendo énfasis en las personas de Sade, Bisila, Laha e Iniko, pero, si su amiga sabía algo, había aguantado el tipo. Desde entonces, tenía la sensación de que la mujer la rehuía.

En más de una ocasión le había tentado plantarse frente a su padre y exponerle sus sospechas, pero luego se arrepentía. Había que tener pruebas concluyentes para desvelar un secreto familiar de esa índole. Y ella cada vez estaba más desorientada: la pista de Julia la había conducido a un callejón sin salida, de las palabras y reacciones de Jacobo y Kilian poco se podía deducir, y, por más vueltas que le daba, no conseguía descifrar el significado del vago comentario de Simón. Le había dicho que buscase una campana bubi si los ojos no le daban una respuesta. Vaya adivinanza… Así que había decidido tener calma y esperar a que el cielo le enviara una señal. Como si fuera tan sencillo…

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