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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

Otra vuelta de tuerca (6 page)

BOOK: Otra vuelta de tuerca
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—No tema —y luego murmuré—: Es bastante raro.

—¿Que no le haya hablado nunca de él?

—No ha hecho nunca la más pequeña alusión. ¿Y dice usted que eran grandes amigos?

—¡Oh!, Miles no era él mismo en esos momentos —declaró la señora Grose con énfasis—. Eran cosas de Quint. Jugaba con él.... Mejor dicho, lo echaba a perder —hizo una breve pausa y luego añadió—. Quint era demasiado atrevido.

Estas palabras me hicieron recordar su rostro, ¡aquel rostro!, y me sentí invadida por una sensación de disgusto.

—¿Demasiado atrevido con
mi
niño?

—Demasiado atrevido con todo el mundo.

Preferí no analizar por el momento su afirmación. Supuse que se refería a los miembros de la servidumbre, a la media docena de criados y sirvientes que constituían nuestra pequeña colonia. Pero se daba la feliz circunstancia de que el lugar no tenía una leyenda de escándalo, ni mala fama, cosas que resultan imposibles de ocultar, y la señora Grose, al parecer, deseaba que yo permaneciera en silencio. Al final de nuestra entrevista decidí someterla a una prueba. Era ya medianoche y mi compañera había puesto la mano en el pomo de la puerta dispuesta a marcharse.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho (y esto es para mí de la mayor importancia), que Quint era definitiva y deliberadamente malo?

—¡Oh, no abiertamente! Yo lo sabía... pero el amo no.

—¿Y nunca se lo dijo usted?

—Bueno, a él le disgustaban las habladurías, odiaba las quejas. Podía ser terrible cuando alguien se le acercaba con ese fin. Y si la gente se portaba correctamente
con él...

—¿No se preocupaba de nada más?

Eso encajaba muy bien con la impresión que yo tenía de él: no era un caballero al que le gustara preocuparse, y tampoco un hombre demasiado cuidadoso con las relaciones que mantenía. Aun así, apremié a mi interlocutora, añadiendo:

—En su caso, ¡yo se lo habría dicho!

Advirtió mi reproche.

—Tal vez cometí un error. Pero la verdad es que estaba asustada.

—¿Asustada? ¿De qué?

—De las cosas que aquel hombre podía hacer. Quint era tan hábil... tan astuto...

Yo oía todo aquello, tal vez, con mayor atención de la que deseaba mostrar.

—¿No temía usted algo más? —insistí—. ¿Su efecto, por ejemplo?

—¿Su efecto? —repitió la señora Grose con un rostro angustiado y suplicante.

—Su efecto sobre esas vidas preciosas e inocentes. Usted estaba a cargo de los niños.

—¡No, no estaban a mi cargo! —exclamó rotundamente y con enojo—. El amo tenía confianza en él y lo trajo consigo; al parecer, no estaba bien de salud y el aire del campo le sentaba bien. Así que él se hizo cargo de todo —su tono era ahora sarcástico—. Incluso de los niños.

—¿De los niños... semejante individuo? —exclamé indignada—. ¿Y podía usted soportarlo?

—No, no podía... ¡Tampoco ahora puedo! —y la buena mujer estalló en sollozos.

Un estricto control, como ya he dicho, comenzó a regir a partir del siguiente día; sin embargo, ¡cuán a menudo y cuán apasionadamente volvimos durante una semana sobre el mismo tema! A pesar de lo mucho que habíamos discutido aquel domingo al atardecer, me sentí, sobre todo en las últimas horas de la noche —¿iba yo a poder dormir en tales condiciones?—, acosada por la sensación de que había algo que mi compañera no me había dicho. Yo no había reservado nada para mí; sin embargo, sabía que existían dos o más palabras que la señora Grose había retenido. Es más, por la mañana estaba convencida de que no se trataba de una falta de sinceridad, sino que su silencio estaba condicionado por el temor. En efecto, dando a la situación una mirada retrospectiva, me pareció que antes de que el sol estuviera en su cenit yo ya había leído, en los hechos que teníamos frente a nosotras, casi todo el significado que iban a adquirir por los posteriores y más crueles acontecimientos. Lo que los hechos me mostraron fue, sobre todo, la siniestra figura del hombre vivo —¡el muerto podía esperar un poco!— y de los meses que él había pasado en Bly, los cuales, sumados, constituían un largo periodo. El término de aquella época malvada sólo llegó al amanecer de un día de invierno, cuando un jornalero, que se dirigía muy temprano al trabajo, halló a Peter Quint muerto al lado del camino que conducía al pueblo: una catástrofe que fue explicada, por lo menos superficialmente, por una herida visible en la cabeza. Una herida como ésa sólo podía haber sido producida (y, según el veredicto final de la encuesta, lo fue) por un resbalón fatal en la oscuridad, después de abandonar la taberna, en la pendiente cubierta de hielo en cuyo fondo yacía. La pendiente helada, el paso en falso en la noche y el licor, fueron todo lo que surgió en la encuesta y lo que se cuchicheó en posteriores comadreos; pero había en su vida otras cosas —extrañas y peligrosas acciones, desórdenes secretos, vicios más que sospechados— que, de haber sido investigadas, habrían explicado mejor su colapso.

Aunque me es difícil ahora referir la historia con palabras capaces de dar un cuadro verosímil de mi estado de ánimo, he de decir que en aquellos días yo era literalmente capaz de encontrar un motivo de alegría en el extraordinario heroísmo que la ocasión exigía de mí. Ahora puedo ver que se me había solicitado un servicio admirable y difícil; y que habría una indudable grandeza en el hecho de que se llegara a saber —¡sí, en el sitio indicado!— que yo había triunfado donde tantas otras muchachas hubiesen fracasado. Fue para mí una ayuda inmensa —y confieso que llego a envanecerme cuando miro hacia atrás— que concibiera mi labor como algo tan grande y tan sencillo. Estaba allí para proteger y defender a las dos criaturas más adorables que había en el mundo, de cuya falta de protección me había dado cuenta repentinamente y, con el corazón dolorido, había decidido subsanar. Estábamos unidos en nuestro peligro. Ellos no tenían a nadie más que a mí, y yo... Bueno, yo los tenía a ellos. Era, en resumen, una oportunidad magnífica. Esto se me mostró en una clara imagen material: yo era como una pantalla que debía permanecer delante de ellos. Cuanto más viera yo, menos verían ellos. Comencé a observarlos con extrema tensión, con una excitación disimulada que, de haberse prolongado demasiado, se hubiera convertido en algo semejante a la locura. Lo que me salvó, ahora puedo verlo, fue que la tensión perdió su razón de ser y fue reemplazada por una serie de pruebas horribles, y puedo llamarlas "pruebas" porque realmente pasé por ellas.

Ese momento se produjo una tarde en que salí al jardín con mi discípulo más joven. Habíamos dejado a Miles en casa, sobre el rojo almohadón de un sofá adosado a una ventana, porque había expresado su deseo de terminar de leer un libro, y yo me había sentido feliz de acceder a un propósito tan laudable en un jovencito cuyo único defecto podía ser, a veces, cierto exceso de actividad. Su hermana, por el contrario, se mostró encantada de poder salir, por lo que dimos un paseo de una media hora buscando la sombra, ya que el sol estaba aún muy alto y el día era excepcionalmente caluroso. Mientras estaba con ella, me di nuevamente cuenta de cómo, igual que su hermano —y era ésta una de las cualidades más encantadoras de ambos niños—, me dejaba sola sin que pareciera que me abandonara, y me acompañaba sin agobiarme con su presencia. Nunca me importunaban, ni tampoco se mostraban desatentos. Podían divertirse intensamente sin mí; y ello constituía un espectáculo que sabían preparar por sí mismos y en el que yo representaba el papel de una admiradora activa. Yo me movía en un mundo imaginado por ellos... que no tuvieron oportunidad de hacerlo en el mío. Así, mi tiempo se llenaba representando el personaje o el objeto que su juego requería en cada momento, y que era siempre para ellos, gracias a mi superioridad y entusiasmo, una feliz y enormemente distinguida colaboración. Olvidé de qué se trataba en aquella ocasión; sólo recuerdo que debía ser algo muy importante y silencioso, y que Flora estaba entusiasmada en el juego. Estábamos al borde del lago, y, como últimamente habíamos comenzado a estudiar geografía, el lago era el mar de Azof.

De pronto, en esas circunstancias, tuve la sensación de que al otro lado del mar de Azof teníamos a un interesado espectador. El conocimiento del hecho se produjo de la manera más extraña del mundo —es decir, aparte del hecho, mucho más extraño, constituido por la misma aparición—, porque yo era, en el juego, algo o alguien que podía sentarse, y lo hice en el viejo banco de piedra que dominaba el estanque; y en esa posición, de pronto, sin ninguna visión directa, comencé a tener la certidumbre de la presencia de una tercera persona. Los viejos árboles, los espesos matorrales, proyectaban una agradable sombra sumergida en el resplandor de aquella hora cálida y tranquila. No había en el escenario ninguna ambigüedad, como tampoco la había en la convicción que tuve de pronto de que con sólo alzar los ojos vería a alguien al otro lado del lago. Recuerdo el esfuerzo que hice para no moverme hasta que estuviera completamente tranquila y haber decidido qué hacer en tales circunstancias. Había un objeto extraño a la vista: una figura cuyo derecho a hacer acto de presencia negué instantánea y apasionadamente. Analicé cuidadosamente las posibilidades, diciéndome a mí misma que nada era más natural, por ejemplo, que la aparición de uno de los sirvientes en aquel lugar, o la de un mensajero, el cartero o el mozo de alguna tienda del pueblo. Pero aquel ejercicio mental tuvo muy poco efecto sobre la certidumbre que ya poseía —incluso antes de haberlo visto— acerca del carácter y la actitud de nuestro visitante. No me resultaba nada extraño que todo aquello fuese, en realidad, otra cosa de lo que parecía ser.

De la verdadera identidad de la aparición me aseguraría tan pronto como el pequeño reloj de mi valor marcase el instante adecuado; entretanto, con un esfuerzo que era ya bastante intenso, dirigí la mirada directamente a la pequeña Flora, quien en ese momento se hallaba a unas diez yardas de distancia de donde yo estaba. Mi corazón había permanecido inmóvil durante un momento por el asombro y terror que me producía pensar que también ella pudiera verlo. Contuve el aliento en espera de un grito suyo, algún signo de interés o alarma que me pudiera servir de indicación. Esperé, pero no obtuve nada. Luego —y en esto se oculta lo más terrible, creo yo, de lo que voy a relatar— experimenté la sensación de que, durante un minuto, todos los sonidos espontáneos procedentes de la niña habían cesado; y se dio la circunstancia de que en aquel mismo momento la niña, en su juego, se había vuelto y mirado hacia el agua. Esta era su actitud cuando, finalmente, la miré... la miré con la convicción, confirmada, de que ambas seguíamos estando bajo la mirada de otra persona. Ella había recogido un pequeño trozo plano de madera, con un estrecho agujero, que evidentemente le había sugerido la idea de buscar otro fragmento que pudiera servirle de mástil, y hacer así un barquito. Observé que estaba intensamente ocupada tratando de colocar el palo en su sitio. Mi temor ante lo que estaba haciendo me contuvo hasta que, después de unos segundos, sentí que podía enfrentarme ya con lo demás. Entonces levanté la mirada... y me encaré con lo que debía desafiar.

VII

Después de aquello, fui en busca de la señora Grose tan pronto como pude hacerlo; y me resultaba imposible relatar cómo pasé el intervalo. Todavía me parece oírme gritar, en cuanto me arrojé en sus brazos:


¡Lo saben!
¡Oh, es demasiado monstruoso! ¡Ellos lo saben, lo saben!

—¿Qué es lo que saben...?

Advertí su incredulidad mientras me sostenía en sus brazos.

—Bueno, lo que nosotras sabemos... ¡Y sólo el cielo podría decirnos qué más!

Luego, soltándome de su abrazo y luchando por recobrar la coherencia, añadí:

—¡Hace un par de horas, en el jardín... —apenas podía articular las palabras—, Flora lo
vio
!

La señora Grose recibió la noticia como si le hubieran dado un golpe en el estómago.

—¿Se lo dijo ella? —gimió.

—Ni una palabra... Esto es lo monstruoso. ¡Se lo ha reservado! ¡Una niña de ocho años! ¡Esa niña!

Aún no salía de la estupefacción que aquello me había producido.

La señora Grose, por supuesto, se sorprendió aún más.

—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?

—Yo estaba allí... Lo vi con mis propios ojos: vi que ella era perfectamente consciente de su presencia.

—¿Consciente de la presencia de
él
?

—No....
de ella
.

Y, mientras hablaba, me di cuenta de que estaba asomándome a cosas prodigiosas, pues obtuve un tenue reflejo de ellas en el rostro de mi compañera.

—Esta vez era otra persona..., una figura de inconfundible maldad: una mujer vestida de negro, pálida y horrible... ¡Oh, qué aire el suyo, qué cara...! Estaba del otro lado del lago. Yo estaba allí con la niña, muy tranquila en ese momento, cuando de repente apareció.

—¿Apareció? ¿De dónde?

—¡De donde ellos aparecen! El hecho es que apareció y permaneció allí..., pero no muy cerca.

—¿Y no se aproximó un poco?

—¡Oh, por el efecto y la sensación producida, podía haber estado tan cerca como está usted!

Mi amiga dio un paso atrás con un extraño impulso.

—¿Era alguien a quien usted había visto antes?

—Nunca. Pero la niña sí. Y
usted
también —entonces expresé todo lo que había concebido—: Era mi predecesora..., la que murió.

—¿La señorita Jessel?

—La señorita Jessel. ¿No me cree usted? —la apremié.

La señora Grose se volvía de derecha a izquierda presa del desconcierto.

—¿Cómo puede estar usted tan segura?

Por el estado de mis nervios, aquella respuesta provocó un estallido de impaciencia.

—Pregúnteselo a Flora.., ella está segura —pero no bien hube dicho eso cuando logré recuperarme—. ¡No, por el amor de Dios, no lo haga! Diría que no vio nada... mentiría.

La señora Grose no estaba tan perturbada como para que instintivamente no protestara.

—¡Oh!, ¿cómo puede...?

—Estoy segura. Flora no quiere que yo sepa nada.

—¿Trata, pues, de ahorrarle...?

—¡No, no... esto es algo más profundo, más profundo! Mientras más ahondo, más lo veo así; y mientras más veo, más temo. ¡No sé qué es lo que
no
temo!

La señora Grose hizo un esfuerzo por comprenderme.

—¿Quiere decir que teme volver a verla?

—¡Oh, no... eso ahora no es nada! —luego expliqué—: Lo que temería sería
no
verla.

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