Read Otra vuelta de tuerca Online

Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

Otra vuelta de tuerca (5 page)

BOOK: Otra vuelta de tuerca
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El impacto de aquel nuevo conocimiento, al incidir en medio de mi temor, produjo en mí el más extraordinario de los efectos, inundándome, mientras permanecía en el lugar, de una repentina vibración de valor y sentido del deber. Hablo de valor porque fui, sin duda alguna, muy lejos. Crucé de nuevo el umbral del comedor, llegué al de la casa, salí a la terraza y eché a correr hasta que la ventana apareció ante mi vista. Pero delante de ella no había nadie... Mi visitante había desaparecido. Me detuve, casi me dejé caer, y experimenté un profundo alivio. Dirigí una mirada a mi alrededor dándole tiempo a reaparecer. Ahora bien, este tiempo, ¿cuánto duró? Hoy no puedo precisar la duración de aquellos periodos; ni estaba en condiciones de medirlos entonces. Lo que sí creo es que no pudieron ser tan largos como en aquella ocasión me parecieron. La terraza y todo el edificio, el prado y el jardín detrás de él, todo lo que podía ver del parque, eran lugares vacíos, como colmados de una gran vaciedad. Había arbustos y altos árboles, pero recuerdo que tuve la seguridad de que en ninguno de ellos se ocultaba el visitante. Estaba o no estaba allí; y si no podía verlo, era porque no estaba. Me aferré a esa idea y luego, instintivamente, me acerqué a la ventana en vez de regresar por dónde había llegado. Sentía, aunque de manera confusa, la necesidad de situarme en el mismo lugar donde él había estado; pegué mi rostro al cristal y miré, como él, al interior de la habitación. Y en ese preciso instante, como para que yo pudiera tener una imagen de lo que había ocurrido, entró en el comedor, procedente del vestíbulo, la señora Grose. Me vio de la misma manera que yo al visitante y se sobresaltó como debí de sobresaltarme antes. Se puso pálida y me pregunté si yo había palidecido tanto. Luego se retiró por el mismo camino que yo había tomado, por lo que tuve la convicción de que daría la vuelta para salir a la terraza y se encontraría conmigo. Permanecí inmóvil donde estaba y, mientras la esperaba me asaltaron numerosos pensamientos. Pero sólo vale la pena mencionar uno: me pregunté qué habría podido espantarla tanto.

V

Me lo hizo saber tan pronto como apareció en la terraza.

—En nombre del cielo, ¿qué es lo que pasa? —gritó sofocada.

No le respondí hasta que estuvo más cerca.

—¿Conmigo? —mi rostro debía tener un aspecto extraordinario—. ¿Por qué?

—Está usted pálida como un papel. Está horrible. Medité unos instantes. Pude darme cuenta de que la mujer hablaba con absoluta inocencia. Mi necesidad de respetar la frialdad de la señora Grose se había desvanecido calladamente, y si aún vacilé un instante, no fue porque quisiera crear un nuevo distanciamiento. Le tendí la mano y ella la tomó; retuve la suya entre las mías con el placer de sentirla cerca de mí. Había una especie de apoyo en su tímida expresión de sorpresa.

—Ha venido usted a buscarme para que vayamos a la iglesia pero no puedo ir.

—¿Ha ocurrido algo?

—Sí. Y usted debe saberlo. ¿Tenía yo un aspecto muy raro?

—¿A través de la ventana? ¡Espantoso!

—Bueno —dije— me he asustado.

Los ojos de la señora Grose expresaron abiertamente que no tenía deseos de entrometerse, y que conocía lo suficiente cuál era su lugar. ¡Pero yo había establecido desde un principio que ella
debía
compartir mis problemas!

—Lo que vio usted desde el comedor, hace un minuto, fue efecto de lo sucedido. Lo que
yo
vi, poco antes... fue mucho peor.

Su mano apretó con más fuerza la mía.

—¿Qué vio usted?

—Vi a un hombre extraordinario. Mirando hacia adentro.

—¿Qué hombre extraordinario?

—No tengo la menor idea.

La señora Grose miró en torno, pero fue, por supuesto, en vano.

—Entonces, ¿dónde se ha metido?

—Esto aún puedo saberlo menos.

—¿Lo había visto antes?

—Sí... una vez, en la torre vieja.

Me miró con mayor dureza.

—¿Quiere decir que se trata de un forastero?

—Sí, desde luego.

—¿Por qué no me lo dijo entonces?

—Tenía mis razones... Sin embargo, ahora que usted lo ha adivinado...

Los redondos ojos de la señora Grose parecieron rechazar aquella aseveración.

—¡Ah, no, yo no he adivinado nada! —dijo sencillamente—. ¿Qué iba a poder adivinar?

—No sé. Por un momento...

—¿No ha visto, pues, a ese hombre en ninguna parte más que en la torre?

—Y en este mismo lugar.

La señora Grose volvió a mirar alrededor.

—¿Qué estaba haciendo en la torre?

—Sólo permanecía de pie en la plataforma y me miraba.

Volvió a meditar por unos instantes.

—¿Era un caballero?

Me di cuenta de que no necesitaba pensarlo para responder.

—No, no.

Ella se me quedó mirando con una expresión de sorpresa creciente.

—Entonces, ¿no era nadie de aquí?, ¿no era nadie del pueblo?

—Nadie, nadie. No se lo dije a usted, pero de eso estoy segura.

Respiró con alivio. Aquello, extrañamente, parecía calmarnos.

—Pero, si no es un caballero...

—¿Qué
es
, entonces? Un horror.

—¿Un horror?

—Es... ¡Dios me valga si sé lo que es!

La señora Grose volvió a escudriñar en torno nuestro; clavó la mirada en la brumosa lejanía y luego, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí y exclamó con abrupta incoherencia:

—Ya es hora de que estemos en la iglesia.

—¡No me siento en condiciones para ir a la iglesia!

—¿No le haría a usted bien?

—No se lo haría a
ellos
—dije, señalando hacia la casa.

—¿A los niños?

—No podría dejarlos ahora.

—¿Teme usted que...?

Hablé con audacia.

—Tengo miedo de
él
.

La ancha cara de la señora Grose me mostró por primera vez, al oír aquellas palabras, el tenue reflejo de una conciencia más aguda: me pareció advertir en ella el alba tardía de una idea que yo no le había inculcado y que era aún oscura para mí. Recuerdo ahora que entonces pensé en ello como en algo que podría sonsacarle; y sentí que eso se relacionaba con el deseo que ella mostraba de saber más.

—¿Cuándo fue aquello... lo de la torre?

—Hacia mediados de mes. A esta misma hora.

—Casi al oscurecer... —dijo la señora Grose.

—¡Oh, no, no tanto! Lo vi como la puedo ver ahora a usted.

—¿Y cómo entró aquí?

—¿Y cómo salió? —me eché a reír—. ¡No tuve oportunidad de preguntárselo! Y esta tarde, por lo visto, no ha podido entrar.

—¿Sólo espiaba?

—Espero que se conforme con eso.

La señora Grose, después de soltarme, se había vuelto. Esperé un instante su respuesta, que no llegó, por lo que añadí:

—Vaya usted a la iglesia. ¡Adiós! Yo debo vigilar.

Lentamente, volvió a mirarme a la cara.

—¿Teme por ellos?

Sostuve su mirada.

—¿Usted no?

En vez de responderme, la señora Grose se aproximó a la ventana y durante un momento aplicó el rostro al cristal.

—Usted ve ahora como él veía —añadí entonces.

Ella no hizo ningún movimiento.

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?

—Hasta mi salida. Vine a su encuentro.

La señora Grose se volvió en redondo, y vi en su rostro que seguía ocultando algo.

—Yo no hubiera sido capaz de salir —murmuró.

—¡Tampoco yo! —y volví a reír—. Pero salí. Tengo mis obligaciones.

—También yo tengo las mías —respondió; y luego añadió—: ¿A quién se parece?

—Me moriría por poder decírselo. Pero no se parece a nadie.

—¿A nadie? —repitió.

—No lleva sombrero —y, al ver por la expresión de su rostro que aquel detalle le resultaba significativo y, al parecer, agobiante, añadí rápidamente los siguientes datos—: Tiene un pelo rojo, muy rojo, rizado, y un rostro pálido, alargado, con facciones bastante regulares y pequeñas patillas, raras, tan rojas como sus cabellos. Las cejas son un poco más oscuras, tienen una forma particularmente arqueada y parece que suele moverlas bastante. Sus ojos son agudos, extraños... terribles; y su mirada es penetrante. Tiene la boca grande y los labios finos y, además de las pequeñas patillas, va completamente afeitado. Tuve la impresión, en cierto momento, de estar viendo a un actor.

—¿A un actor?

Y era imposible parecerse menos a una actriz que la señora Grose en ese momento.

—Nunca he visto a uno, pero me imagino que son así. Es alto, enérgico, erguido —continué— pero nunca, ¡jamás!, un caballero.

El rostro de mi compañera había ido palideciendo intensamente a medida que yo hablaba. Sus ojos parecían desencajados y tenía la boca abierta por el asombro.

—¿Un caballero? —musitó confusa y azorada—. ¿Un caballero,
él
?

—Entonces, ¿le conoce usted?

Trató visiblemente de dominarse.

—¿Es bien parecido?

Me di cuenta de cuál era la manera de ayudarla.

—¡Extraordinariamente!

—Y vestía...

—Con ropas de otra persona. Eran elegantes, pero no las suyas.

Ella me interrumpió con un gruñido ahogado y confirmador.

—¡Son del amo!

La tenía ya cogida.

—¿Así que lo conoce?

Vaciló un par de segundos; luego exclamó:

—¡Quint!

—¿Quint?

—Peter Quint, su criado, su ayuda de cámara cuando el amo estuvo aquí.

—¿Cuando el amo estuvo aquí?

Jadeando aún, pero decidida a hacerme frente, continuó:

—Nunca usó sombrero; sin embargo llevaba... Bueno, faltaron algunos chalecos. Ambos estuvieron aquí... el año pasado. Cuando el amo se marchó, Quint se quedó solo.

Yo la seguía, pero entonces la interrumpí.

—¿Solo?

—Solo con nosotros —y añadió, como si sus palabras surgieran de una profundidad aún mayor—: Se quedó a cargo del lugar.

—¿Y qué fue de él?

Tardó tanto en responderme, que me sentí todavía más desconcertada.

—También se marchó —dijo finalmente.

—¿Adónde?

La expresión de la señora Grose, en ese momento, se volvió extraordinaria.

—¡Sólo Dios puede saberlo! Murió.

Yo me estremecí.

—¿Murió?

Ella pareció adquirir aplomo, plantarse más firmemente para resistir al asombro.

—Sí. El señor Quint ha muerto.

VI

Desde luego, fue necesario algo más que aquel episodio para situarnos en presencia de lo que ahora tendríamos que soportar como pudiésemos; es decir, a pesar de mi poquísima capacidad para encajar impresiones del género de las que vívidamente acababa de experimentar; capacidad cuyo conocimiento suscitaba en mi compañera, mezclados, un poco de consternación y otro poco de lástima. Aquella misma tarde, después de la revelación que me dejó durante una hora enteramente postrada, no hubo para nosotras servicio religioso, sino un pequeño servicio de lágrimas y juramentos, de preces y promesas, una crisis de desafíos y ruegos mutuos que tuvo lugar en el salón destinado a las clases, en el que nos habíamos encerrado para tratar de definir la situación. El resultado fue que decidimos someter a ésta al máximo control de sus elementos. La señora Grose no había visto nada, ni la sombra de una sombra, y nadie más en la casa, salvo la institutriz, estaba en el caso de ésta. No obstante, aceptó la verdad tal como se la ofrecí, sin impugnar directamente mi salud mental; y terminó por demostrarme una ternura conmovedora y una deferencia a mi más que discutible privilegio, el recuerdo de las cuales perdura en mí como uno de los más dulces sentimientos humanos.

Aquella noche convinimos en que juntas podríamos soportar esas cosas, y yo no me daba cuenta de que a pesar de que ella parecía eximirse, era precisamente quien debía soportar casi toda la carga. Sabía en aquel momento, como lo sé ahora, que yo era capaz de afrontar cualquier cosa con tal de proteger a mis discípulos; pero tardé algún tiempo en estar segura de lo que mi honrada aliada sería capaz de hacer para mantenerse fiel a nuestro pacto. Yo resultaba una compañera muy extraña, tanto como lo era ella; pero, cuando recuerdo todo lo que tuvimos que pasar juntas, advierto cuánto de común habíamos hallado en la única idea que, por fortuna, podía unirnos. La idea que me hizo salir, como podría decirse, de la cárcel de mi espanto. Puedo recordar perfectamente lo que me fortaleció aquella noche, antes de separarme de la señora Grose. Habíamos discutido una y mil veces cada uno de los detalles de lo que había visto.

—¿Dice que buscaba a otra persona... a alguien que no era usted?

—Buscaba al pequeño Miles —en aquel momento me sentí poseída por una portentosa clarividencia—. Era a él a quien estaba buscando.

—Pero... ¿cómo puede saberlo?

—¡Lo sé, lo sé, lo sé! —mi exaltación iba en aumento—. ¡Y también usted lo sabe, querida!

No lo negó, pero advertí que no era necesario que yo dijera esas cosas. De cualquier manera, poco después replicó:

—¿Qué tiene de raro que quiera verlo?

—¿Al pequeño Miles? ¡No es precisamente lo que quiere!

Me pareció que de nuevo estaba intensamente asustada.

—¿El niño?

—No, el hombre. ¡Dios no lo permita! Quiere aparecer ante
ellos
.

El hecho de que era capaz de hacerlo, estaba probado. Yo tenía la absoluta certidumbre de que volvería a ver lo que ya había visto, pero algo en mi interior me decía que, si me ofrecía como sujeto único de la experiencia, aceptándola, invitándola, superándola del todo, podría servir de víctima expiatoria y proteger la tranquilidad de todos los demás. Especialmente, evitaría aquella experiencia a los niños. Me acuerdo de una de las últimas cosas que aquella noche dije a la señora Grose:

—Me sorprende que mis alumnos no hayan mencionado nunca...

La señora Grose me lanzó una mirada tan extraña, que me impidió terminar la frase, pero ella lo hizo por mí.

—¿La estancia de él aquí, y el tiempo que pasaron juntos?

—Sí, el tiempo que pasaron con él, y su nombre, su presencia, su historia, en fin...

—¡Oh!, la pequeña no lo recordará. Ella no llegó a enterarse.

—¿De las circunstancias de su muerte? —pregunté con intensidad—. Tal vez no. Pero Miles debería recordar... Miles debería saber...

—¡Ay!, mejor será que no le pregunte —exclamó la señora Grose.

Le devolví la mirada que me había dirigido.

BOOK: Otra vuelta de tuerca
12.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What's in It for Me? by Jerome Weidman
Good Little Wives by Abby Drake
The Arrangement 9 by H.M. Ward
The Twelfth Imam by Joel C.Rosenberg
Wild Waters by Rob Kidd
Make Me Tremble by Beth Kery
In The Wake by Per Petterson
The Greystoke Legacy by Andy Briggs