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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

Otra vuelta de tuerca (2 page)

BOOK: Otra vuelta de tuerca
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De resultas de la muerte de sus padres en la India, le había sido confiada la tutela de dos sobrinos, un niño y una niña, hijos de un hermano más joven, militar, fallecido dos años antes. Aquellos niños que extrañamente le había confiado el destino constituían, para un hombre de su posición, soltero y sin la experiencia adecuada ni el menor ápice de paciencia, una pesada carga. Había hecho por ellos todo lo que estaba a su alcance, ya que aquel par de criaturas le producían una infinita piedad. Los había enviado desde luego a su otra casa, ya que ningún lugar podía convenirles tanto como el campo; y puso a su disposición las mejores personas que pudo encontrar, desprendiéndose incluso de algunos de sus propios sirvientes para que los atendieran, e iba a visitarlos cada vez que podía para enterarse personalmente de su situación. Lo malo del caso era que los niños no tenían otros familiares y que a él sus propios asuntos le ocupaban todo el tiempo. Los había instalado en Bly, un lugar seguro y saludable, y había puesto al mando de la casa —aunque sólo de escaleras abajo— a una excelente mujer, la señora Grose, con la cual, estaba convencido de ello, su visitante iba a simpatizar, y que en otros tiempos había sido doncella de su madre. Era ahora ama de llaves y al mismo tiempo se ocupaba de la niña, por quien sentía, ya que, por fortuna, era una mujer sin hijos, un inmenso cariño. Había mucha gente para ayudar, pero, por supuesto, la joven que entrara en la casa en calidad de institutriz tendría la autoridad suprema. Debería hacerse cargo también, durante las vacaciones, del niño, que por el momento estaba internado en una escuela. Sí, era demasiado pequeño para ello, pero ¿qué otra cosa podía hacerse? Dado que las vacaciones estaban ya al caer, debía presentarse de un día a otro.

Al principio cuidaba de los niños una joven que, para desdicha de ellos, había muerto. Se había comportado de un modo magnífico, pues era una joven de lo más respetable, hasta su muerte catastrófica, entre otras cosas, por no haber dejado otra alternativa al pequeño Miles. A partir de entonces, la señora Grose hizo todo lo que buenamente pudo por atender a Flora. Había además una cocinera, una doncella, una mujer que hacía la ordeña, un viejo mozo de cuadra, una vieja jaca y un viejo jardinero: un equipo de lo más respetable.

No bien acababa Douglas de describir aquel cuadro, cuando alguien formuló una pregunta:

—¿Y cómo murió la anterior institutriz? ¿Indigesta de tanta respetabilidad?

La respuesta de nuestro amigo fue inmediata:

—Eso se sabrá a su debido tiempo. No quiero anticiparme.

—Perdón. Pensé que era eso precisamente lo que estaba usted haciendo.

—Puesto en el lugar de la sucesora —sugerí—, me habría gustado saber si el empleo significaba...

—¿Un peligro mortal? —Douglas completó mi pensamiento—. Ella quiso enterarse y se enteró. Mañana sabrán ustedes de qué se enteró. En principio, el empleo que se le ofrecía no la entusiasmaba demasiado. Era una mujer joven, inexperta y nerviosa, y el panorama que se presentaba ante ella era el de una serie de pesados deberes y poca compañía; realmente, de una gran soledad. Vaciló. Pidió un par de días para considerar el asunto. Pero el salario que le ofrecían excedía con mucho al que hubiera obtenido con cualquier otro empleo, y en una segunda entrevista aceptó.

Douglas hizo en ese momento una pausa que decidí aprovechar en beneficio del auditorio:

—La moraleja que se desprende es que, por lo visto, no podía resistirse a la seducción ejercida por aquel espléndido joven. Sucumbió a él.

Douglas se levantó, como había hecho la noche anterior, se acercó a la chimenea, empujó un leño hacia el fuego con la punta del zapato y, por un momento, permaneció de pie y de espaldas a nosotros.

—Sólo lo vio dos veces.

—Eso, precisamente, constituye lo más hermoso de su pasión.

Me quedé sorprendido al ver que Douglas se volvía en redondo hacia mí.

—Fue algo hermoso. Hubo otras —continuó— que no aceptaron, que no sucumbieron. Él le habló con franqueza de sus dificultades; le dijo que otras aspirantes al empleo lo habían rechazado por encontrar inaceptables las condiciones. Sencillamente, se espantaban, sobre todo al conocer la condición principal.

—Que era...

—La de no molestarlo nunca; nunca, rigurosamente nunca. No recurrir a él, ni quejarse, ni escribirle por ningún concepto. Debían resolver por sí mismas todos los problemas; recibir el dinero de su administrador, tomar todas las cosas en sus manos y dejarlo en paz. Mi amiga prometió cumplir esas condiciones, y me contó que cuando el joven, encantado, le retuvo un momento la mano, dándole las gracias por el sacrificio, ella se sintió ya con eso recompensada.

—Pero ¿fue ésa toda su recompensa? —preguntó una de las damas.

—Nunca más volvió a verlo.

—¡Oh! —suspiró ella.

Y aquél fue, ya que nuestro amigo nos volvió a dejar esa noche, el único comentario sobre el tema, hasta que al día siguiente, cerca de la chimenea y en el mejor sillón, Douglas abrió un álbum delgado, de estilo antiguo y tapas de un rojo desvanecido. En realidad, la lectura duró más de una velada y, antes de que en esa noche comenzara, la misma dama formuló otra pregunta:

—¿Cuál es el título?

—No tengo ninguno.

—¡Oh, yo tengo uno! —dije.

Pero Douglas, sin dar señales de haberme oído, comenzó a leer con una elegante claridad que parecía comunicar al oído la belleza de la caligrafía de la autora.

I

Recuerdo el comienzo como una sucesión de vuelos y caídas, un pequeño vaivén entre las cuerdas precisas y las innecesarias. Antes de emprender el viaje, todavía en la ciudad, pasé un par de días muy malos, advertí que habían renacido todas mis dudas y llegué a convencerme de que había cometido un error. Y en ese estado de ánimo pasé una horas muy largas en la traqueteante diligencia que me condujo al lugar donde debía recogerme un carruaje de la casa que había sido dispuesto para mí; y de esa manera me encontré con que, al final de aquella tarde de junio, me estaba esperando una calesa. Viajar en ella a esa hora, en un día maravilloso y a través de una campiña impregnada de dulzura que parecía ofrecerme una acogedora bienvenida, hizo que mi estado de ánimo mejorase notablemente; y, cuando enfocamos una amplia avenida, la belleza del lugar estuvo acorde con mis sensaciones. Me imagino que había esperado, o temido, algo tan melancólico, que el paisaje que me envolvía resultó una agradable sorpresa. Recuerdo la favorable impresión que me produjeron la amplia y clara fachada de la casa, sus ventanas abiertas, las cortinas de colores alegres y el par de doncellas asomadas en una de ellas; recuerdo el césped y las hermosas flores, el crujido de las ruedas en la grava y las verdes copas de los árboles, cuyas cúspides parecían perderse en un cielo dorado. El escenario era de tal grandiosidad que nada tenía en común con mi modesto hogar. En la puerta principal del edificio apareció una persona muy cortés con una niñita tomada de la mano que me recibió con una gran reverencia, como si fuera yo la señora de la casa o una visitante distinguida. La noción que me había hecho de la casa, a juzgar por la de Harley Street, era muy pobre, y aquélla me hizo pensar en el propietario como en un caballero aún más poderoso, sugiriéndome que iba a disfrutar allí mucho más de lo que él me había prometido.

No sufrí ninguna decepción hasta el día siguiente, ya que en el curso de las horas que siguieron a mi llegada fui como hechizada por la presencia y el conocimiento que hice del más joven de mis alumnos: la niña que acompañaba a la señora Grose, que me pareció a primera vista una criatura encantadora cuyo trato debía ser una delicia. Era la más hermosa que había visto en mi vida, y más tarde me pregunté cómo era posible que quien me empleaba no me hubiera hablado más de ella. Esa noche dormí poco..., me sentía demasiado excitada; y recuerdo que aquello me sorprendió también, teniendo en cuenta la generosidad con que había sido tratada. Mi amplio y espectacular dormitorio, uno de los mejores de la casa, el fastuoso lecho, los cortinajes, los grandes espejos en que podía verme, por primera vez, de la cabeza a los pies, todo aquello me impresionaba, así como el encanto extraordinario de mi pequeña pupila, y tantas otras cosas... Desde el primer momento me resultó evidente que podría sostener buenas relaciones con la señora Grose, lo que había puesto en duda mientras viajaba en la calesa. Lo único que me desconcertaba de aquellas primeras impresiones era la gran alegría que había experimentado al verme. En menos de media hora advertí que estaba muy contenta aquella buena, robusta, sencilla, limpia y franca mujer, a la vez que trataba de no mostrar su alegría. Me pregunté entonces por qué tendría interés en ocultarla, y esa reflexión y las sospechas a que daba lugar me hicieron sentir, por supuesto, un poco intranquila.

En cambio, era un consuelo saber que no habría dificultades en mis relaciones con un ser tan encantador y de tan radiante belleza como mi niñita, cuya angelical hermosura fue el principal motivo de que me levantara antes del alba y caminara de un lado a otro para no dejar escapar nada de lo que acontecía en ese momento: contemplar desde mi ventana abierta el amanecer, observar todos los detalles que podía del edificio y escuchar, mientras la oscuridad se disolvía, el trino de los primeros pajarillos, al que se agregaron un par de sonidos menos naturales, y no provenientes del exterior, sino del interior de la casa, que había creído percibir. Por un momento creí reconocer, débil y lejano, el grito de un niño, y en otro creí percibir ruido de pasos ante la puerta de mi habitación. Pero aquellos detalles no fueron suficientemente fuertes para impresionarme entonces, sino que fue la luz —o quizá debería decir la lobreguez— aportada por otros hechos posteriores lo que los ha hecho volver a mi memoria. Vigilar, enseñar, "formar" a la pequeña Flora sería, evidentemente, el objeto de un vida feliz y útil. Había quedado convenido entre nosotras que a partir de la siguiente noche dormiría en mi cuarto, y su pequeña cama blanca había sido ya instalada en mi habitación. Me había yo comprometido a cuidarla por completo, así que ella durmió por última vez en el cuarto de la señora Grose sólo en atención a mi inevitable extrañeza del lugar y a su natural timidez. No obstante aquella timidez —sobre la cual la misma niña, de la manera más extraña del mundo, había hablado con perfecta naturalidad, mencionándola sin ninguna señal de azoramiento y con la profunda y dulce serenidad de uno de los niños dioses de Rafael, permitiendo que se la discutiera, se la imputara a ella y nos determinara—, tuve la seguridad de que no tardaría en simpatizar conmigo. En parte, ya la señora Grose me gustaba por el placer que pude observar en ella por el hecho de que yo me admirara y sorprendiera cuando nos sentamos a la mesa con cuatro candelabros y con mi alumna colocada frente a mí en una silla alta y con el rostro brillante. Por supuesto, había cosas que, estando presente Flora, tenían que resolverse entre nosotras a través de ciertas miradas cargadas de sentido o por medio de alusiones oscuras y furtivas.

—Y, el niño... ¿se parece a ella? ¿Es también tan notable?

Sabía que no se debe alabar a un niño en su presencia.

—¡Oh, señorita, es todavía
más
notable! Si tiene usted una buena opinión de esta criatura... ¡imagine! —y se interrumpió sosteniendo una fuente en la mano, mientras la niña nos miraba con una plácida expresión en los ojos.

—¿Qué debo imaginar?

—¡Nuestro pequeño caballero la va a fascinar!

—Muy bien, muy bien; creo que para eso he venido... para que alguien me fascine. Lo que me temo —no pude evitar añadir— es que resulto muy fácil de fascinar. Y creo que ya me ocurrió eso en Londres.

Puedo ver aún la ancha cara de la señora Grose al oírme decir aquellas palabras.

—¿En Harley Street? —me preguntó.

—Sí.

—Bueno, no es usted la primera, señorita, y tampoco va a ser la última.

—¡Oh, no tengo ninguna pretensión —dije, echándome a reír— de ser la única! De cualquier manera, tengo entendido que mi otro alumno llega mañana, ¿no es así?

—No mañana..., sino el viernes, señorita. Vendrá de la misma manera que usted: en la diligencia, al cuidado del cochero, y luego lo esperará la calesa.

Me permití expresar que lo adecuado, así como lo más agradable y cordial, sería que fuera yo con su hermana a esperarlo a la carretera; idea que la señora Grose acogió con tanto entusiasmo, que tomé su actitud como una especie de promesa de apoyo —¡nunca desmentida, a Dios gracias!—, un juramento de que estaríamos en todo unidas. ¡Sí, se sentía feliz de tenerme a su lado!

Lo que al día siguiente sentí no podría llamarse precisamente, supongo, una reacción por la alegría de mi llegada; lo más probable es que sólo fuera una ligera decepción producida por el análisis de mis nuevas circunstancias. Éstas tenían una expresión y un volumen para los que yo no estaba preparada, y ante ellas me sentía un poco amedrentada, a la vez que ligeramente orgullosa. En esa agitación, es posible que las lecciones sufrieran algún retraso; reflexioné en que mi primera obligación consistía en ganarme la buena voluntad de la niña por todos los medios de que pudiera echar mano. Pasé con ella el día, fuera de casa; me comprometí, para su enorme satisfacción, a que fuera ella, solamente ella, quien me mostrara el lugar. Me mostró la casa escalón por escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto, sosteniendo una deliciosa conversación infantil al respecto y con el resultado de que en media hora nos habíamos convertido en grandes amigas. A pesar de sus pocos años, durante el paseo me asombró por la seguridad y el valor con que se deslizaba por las habitaciones vacías y los oscuros corredores, las escaleras crujientes, que me hacían detener con temor, y al hacerme trepar hasta la cima de una vieja torre cuadrada que me produjo vértigo. Me impresionó también su disposición a contarme muchas más cosas de las que le preguntaba, mientras me conducía de un lado a otro. No he vuelto a ver Bly desde el día que me marché, y me atrevería a decir que a mis ojos, más viejos y más experimentados, les parecería ahora un lugar mucho menos imponente, pero en aquellos momentos, mientras mi pequeña conductora, con sus cabellos dorados y su vestido azul, danzaba ante mí y tiraba de mi mano a lo largo de pasillos y habitaciones sin fin, tuve la visión de un castillo de novela, habitado por un hada color de rosa, de un lugar con todo el colorido de los libros de historias fantásticas. ¿No era acaso una mansión de cuento de hadas a la que había ido a caer medio en sueños, medio despierta? No. Era simplemente una casa antigua, grande y fea, pero bastante cómoda, que incluía algunos fragmentos de un edificio aún más antiguo, semidesalojado, utilizado en parte, en el cual tuve la sensación de que nos hallábamos tan perdidas como un puñado de pasajeros en un barco a la deriva. ¡Y era yo, extrañamente, quien empuñaba el timón!

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