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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

Otra vuelta de tuerca (7 page)

BOOK: Otra vuelta de tuerca
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Pero mi compañera me miró vacuamente.

—No la comprendo.

—Mire: lo que temo es que la niña pueda verla, y que logre hacerlo sin que yo lo sepa.

Ante la idea de aquella posibilidad, la señora Grose pareció por un momento anonadada; sin embargo, logró recuperarse una vez más, como si tuviera conciencia de que, si cedíamos una pulgada, estábamos perdidas.

—Querida, querida..., ¡no debemos perder la cabeza! Después de todo, si a ella no le importa... —su boca se torció en una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Tal vez a ella le gusta.

—¡Gustar esas cosas... a una niña tan pequeña!

—¿No es ello una prueba de su bendita inocencia? —inquirió valientemente mi amiga.

Por un instante, me dejó casi sin aliento.

—¡Ay! Debemos aferrarnos a eso... Si no es una prueba de lo que usted dice... es entonces una prueba de... ¡Sólo Dios sabe de qué! Porque aquella mujer es el horror de los horrores.

La señora Grose clavó entonces la mirada en el suelo; después de unos instantes la levantó para pedirme:

—Dígame cómo lo supo.

—Entonces, ¿admite usted que lo era? —grité.

—Dígame cómo lo supo —repitió sencillamente mi compañera.

—¿Cómo lo supe? ¡Sólo con verla! Por la manera como miraba.

—¿Por la manera como la miraba a usted? ¿Malévolamente?

—No, no, querida... Eso lo hubiera podido soportar. No me dirigió siquiera una mirada. Tenía la vista fijada en la niña.

—¿Fijada en ella?

—¡Oh, sí, y con qué espantosos ojos!

La señora Grose contempló los míos como si realmente pudieran parecerse a los de la aparición.

—¿De disgusto, quiere usted decir?

—¡No, santo cielo, no! De algo mucho peor.

—¿Peor que el disgusto?

Aquello dejó completamente desorientada a la buena mujer.

—Con una determinación indescriptible; con una especie de furia en la intención...

Palideció ante mis palabras.

—¿En la intención?

—Sí, de apoderarse de ella.

Los ojos de la señora Grose se desorbitaron al contemplarme... Se estremeció y caminó hacia la ventana; y, mientras permanecía allí mirando hacia el exterior, yo terminé mi declaración:

—Y
eso
es lo que Flora sabe.

Al cabo de un rato dio media vuelta.

—¿Dice usted que esa persona vestía de negro?

—De luto... Bastante pobremente, casi de harapos. Pero, eso sí, su belleza era extraordinaria.

Reconozco ahora que, después de tantos golpes, debí de haber convencido a la víctima de mis confidencias, pues en esos momentos sopesaba ya visiblemente sus palabras.

—¡Oh, sí, era muy hermosa! —insistí—. Maravillosamente hermosa. Pero infame.

La señora Grose se me acercó lentamente.

—La señorita Jessel... era una mujer infame.

Una vez más tomó mi mano entre las suyas estrechándola con fuerza, como si quisiera fortalecerme contra el aumento de inquietud que podía producirme su discurso.

—Ambos eran infames —dijo finalmente.

Así, durante un rato, volvimos a contemplar juntas la situación; y sentí que con su valiosa ayuda podía ahora verla con mayor claridad.

—Aprecio su pudor al no hablarme hasta ahora de ellos; pero creo que ha llegado el momento de que me cuente todo —ella pareció asentir a mi petición, pero se mantuvo en silencio, por lo cual agregué—: Debo saberlo. ¿De qué murió? Dígame, ¿había algo entre ellos?

—Había todo lo que podía haber.

—¿A pesar de las diferencias...?

—A pesar de todo, de su rango, de su condición —exclamó—. Ella era una dama.

Creí comprender.

—Sí..., era una dama.

—Y él era atrozmente plebeyo —dijo la señora Grose.

Sentí que, indudablemente, no necesitaba precisar demasiado ante mi compañera el lugar de un sirviente en la escala social; pero no había nada que me impidiera aceptar por buena la opinión expresada por ella respecto al rebajamiento de mi predecesora. Había un medio de enfrentarse a la situación y yo la adopté; lo hice instantáneamente, pues tenía una completa visión, basada en pruebas del difunto hombre "de confianza" de mi patrón: un individuo astuto, bien parecido, impúdico, seguro de sí mismo, vicioso, depravado.

—Aquel individuo era un sinvergüenza.

La señora Grose consideró mi afirmación y luego, aceptándola, añadió:

—No he conocido a ninguno como él. Hacía lo que quería.

—¿Con
ella
?

—Con todos ellos.

Fue como si ante los ojos de mi amiga hubiera vuelto a aparecer la señorita Jessel. Por un instante, me pareció que la evocaba tan claramente como yo la había visto en el estanque; y entonces afirmé con decisión:

—¡Debió de ser también lo que ella deseaba!

El rostro de la señora Grose reveló que, en efecto, así había sido, pero al mismo tiempo dijo:

—¡Pobre mujer... ya lo ha pagado!

—Entonces, ¿sabe usted de qué murió? —le pregunté.

—No... no sé nada. No quise saberlo. Me alegraba mucho no saberlo; y di gracias al cielo cuando se marchó de aquí.

—Sin embargo, alguna idea habrá tenido...

—¿Del verdadero motivo por el cual se marchó? ¡Oh, sí... eso sí! Ella no podía quedarse. Piense en su situación... ¡como institutriz! Y más tarde imaginé.., y continúo imaginando. Y lo que imagino es horroroso.

—No tan horroroso como lo que imagino yo —repliqué.

Con aquellas palabras quise mostrarle, de una manera enteramente consciente, mi sentimiento de derrota. Y ello desencadenó de nuevo toda su compasión por mí, y ante el renovado flujo de su bondad, mi poder de resistencia se vino abajo. Me eché a llorar, como en otra ocasión la había hecho llorar a ella; mi compañera me cobijó en su seno maternal y en él vertí todos mis lamentos.

—No logro hacerlo —sollocé desesperadamente— no logro salvarlos ni protegerlos. Es mucho peor de lo que había imaginado... ¡Están perdidos!

VIII

Lo que había dicho a la señora Grose era bastante cierto: existían, en el asunto que habíamos analizado, profundidades y posibilidades que me sentía incapaz de hurgar; de modo que, cuando volvimos a encontrarnos, estuvimos de acuerdo en que debíamos resistirnos a toda fantasía extravagante. Debíamos mantener nuestras mentes serenas, si queríamos pisar terreno firme, lo que era difícil en medio de nuestras prodigiosas experiencias. Más tarde, esa misma noche, mientras todos los de la casa dormían, sostuvimos otra conversación en mi cuarto; cuando ella se marchó, las dos estábamos convencidas, sin lugar a dudas, de que yo había visto exactamente lo que había dicho. La mejor prueba que encontré fue preguntarle tan sólo si había cometido algún error al describirle a cada una de las personas que se me aparecieron, proporcionándole, en un retrato detallado, hasta los rasgos más insignificantes, un retrato ante el cual ella reconoció y nombró instantáneamente a los originales. Por supuesto, lo que ella deseaba, ¡y no se la podía culpar del todo por ello!, era olvidar por entero el asunto; y yo me apresuré a asegurarle que mi interés en éste había cambiado violentamente en el sentido de que ahora se cifraba en la búsqueda de un medio para escapar de él. La tranquilicé al asegurarle que, con la repetición del fenómeno —pues dábamos por descontado que se repetiría—, yo me acostumbraría al peligro; y claramente le manifesté que mi riesgo personal se había convertido de pronto en la menor de mis preocupaciones. Lo intolerable, en cambio, era mi nueva sospecha; y aun para esta complicación, esas últimas horas del día habían aportado cierto alivio.

Al separarme de ella, después de un primer derrumbamiento, tuve que volver, por supuesto, al lado de mis alumnos, hallando así el adecuado alivio con aquel encanto que ya antes había reconocido como un recurso que podía cultivar positivamente y que hasta el momento no me había fallado. Me había sumergido, en otras palabras, en la peculiar compañía de Flora, con lo que me di cuenta de que ella podía poner su manita, de una manera consciente, precisamente en el lugar que dolía. Me contempló con expresión dulce e interrogadora y luego me acusó abiertamente de haber llorado. Suponía yo que había logrado desaparecer las feas señales del llanto, pero, por lo visto, aquéllas no se habían borrado del todo. Contemplar la profundidad azul de los ojos de la niña y juzgar que su amabilidad no era sino una prueba de prematura astucia, me hubiera hecho sentirme culpable de cinismo, por lo que preferí abjurar de mi criterio y, en la medida de lo posible, de mi agitación. No podía abjurar por el mero hecho de desearlo, pero sí repetir a la señora Grose —como lo hice, una y otra vez, durante las horas que compartíamos juntas— que, con las voces de los niños en el aire, la presión que ejercían sobre nuestro corazón y sus fragantes mejillas sobre nuestros rostros, todo se venía abajo, menos su aire de inocencia y su belleza. Fue una lástima que, para dejar sentado esto de una manera definitiva, tuviera que evocar las sutilezas con que, aquella tarde en el lago, pude conservar milagrosamente mi capacidad de autodominio. Fue una lástima que me viera obligada a investigar una vez más la certeza de aquel momento y repetir cómo había tenido la revelación de que la inconcebible comunicación que acababa yo de sorprender era una cuestión de hábito para las otras dos partes. Fue una lástima que tuviera que enumerar de nuevo los motivos que me llevaron a suponer que la niña estaba viendo a la aparecida de la misma manera como yo podía en ese instante ver a la propia señora Grose, y que aquélla deseaba hacerme creer que no veía nada y, a la vez, conocer hasta dónde yo sabía. Fue una lástima que necesitara describir otra vez la portentosa actividad mediante la cual la niña trató de distraer mi atención... el perceptible aumento de movimientos, la mayor intensidad en el juego, los cantos, la conversación y su invitación a retozar.

Sin embargo, aunque no me mostré indulgente en aquella revisión, debí omitir los dos o tres vagos elementos de consuelo que aún me quedaban. Por ejemplo, no debía decir a mi amiga que estaba segura de no haberme engañado a mí misma. No debí haberla forzado, por desesperación —apenas sé qué término emplear—, a evocar todo lo que conocía, por el procedimiento de colocar a mi colega entre la espada y la pared. Me dijo poco a poco, aunque la mayor parte de las veces bajo presión, muchas cosas; pero había algo que no acababa de ajustar y que a veces me rozaba las sienes como si fuera el aletazo de un murciélago. Recuerdo que en una ocasión —porque la casa dormida y la concentración que surgía de nuestro común peligro y común vigilia parecían ayudar a ello— sentí la tentación de dar un último tirón a la cortina.

—No creo esto tan horrible —recuerdo que dije—. No, querida, definitivamente no lo creo. Pero, ¿sabe usted?, hay en todo esto algo que me preocupa y quiero que usted, ¡sí, usted, no se evada!, que usted me lo explique. ¿En qué pensaba usted cuando en nuestra aflicción, antes de que llegara Miles y hablando de la carta del director de la escuela, dijo, bajo mi insistencia, que no pretendía afirmar que Miles no había sido
nunca
malo? No lo ha sido durante estas semanas que he vivido con él, vigilándolo estrechamente; ha sido un pequeño prodigio de imperturbable y adorable bondad. De manera que usted no habría hecho esa declaración si no hubiese habido una excepción. ¿Cuál es esa excepción, y a qué episodio, observado personalmente por usted, se refería aquella vez?

Era una pregunta tremendamente grave, pero la ligereza no era nuestro fuerte; así que, antes de que el gris amanecer nos obligara a separarnos, yo ya tenía la respuesta. Lo que la señora Grose había pensado en aquella ocasión encajaba perfectamente en el cuadro. Era nada menos la circunstancia de que, por un periodo de varios meses, Quint y el muchacho habían estado constantemente juntos. Debo decir, para hacer honor a la verdad, que ella se había permitido criticar aquella alianza tan estrecha y señalar su incongruencia, y hasta expresar abiertamente su oposición a la señorita Jessel. Ésta le respondió, con el mayor descaro, que se ocupara de sus propios asuntos; y fue entonces cuando la buena mujer apeló directamente al pequeño Miles. Cuando la presioné un poco más, me enteré de que había dicho al joven caballero que a ella le agradaría que no olvidara su condición social.

Tuve que volver a presionarla.

—¿Le recordó usted que Quint era un criado vulgar?

—¡Por supuesto! Y fue su respuesta, por una parte, lo que me hizo saber que era malo.

—¿Qué fue lo otro? —esperé—. ¿Repitió Miles a Quint las palabras de usted?

—No, no fue eso; no lo hizo —sus palabras seguían impresionándome—. De cualquier modo, estaba convencida de que no lo haría. Pero ocultaba ciertas cosas.

—¿Cuáles?

—Que habían estado juntos, como si Quint fuera su tutor y la señorita Jessel fuera la institutriz sólo de la niña. Quiero decir que ocultaba que salía con aquel hombre y pasaba horas enteras a su lado.

—¿Negaba, entonces...? ¿Decía que no había estado? —su asentamiento era tan visible, que me vi impulsada a añadir, un momento después—: Comprendo, Miles mentía.

—¡Oh...! —murmuró la señora Grose, sugiriendo que aquello no era lo que importaba; y apoyó la sugerencia con una observación posterior—: Verá, después de todo, a la señorita Jessel no le importaba. Ella no se lo prohibía.

Reflexioné un momento.

—¿Fue ésta la justificación que Miles dio a usted?

Ella seguía estando reticente.

—No, nunca me dijo esto.

—¿Nunca mencionó a la señorita Jessel en relación con Quint?

La señora Grose advirtió qué era lo que me proponía saber, y enrojeció violentamente:

—Bueno, nunca mostró saber nada. Negaba —repitió—. ¡Negaba!

¡Dios mío, cómo la apremié en esa ocasión!

—¿De modo que pudo ver que estaba enterado de lo existente entre aquellos dos bribones?

—No lo sé... ¡No lo sé! —gimió la pobre mujer.

—¡Claro que lo sabe, querida! —repliqué—, sólo que nunca ha tenido la suficiente audacia para confesárselo, y lo ha mantenido oculto, por timidez, por modestia y por delicadeza, a pesar de que en el pasado, cuando tenía usted que navegar sin mi ayuda, en silencio, todo esto debe de haberla hecho muy infeliz. Pero yo necesito saberlo y usted me lo va a decir. ¿Había algo en el niño que hiciese creer que él ocultaba y protegía esas relaciones?

—¡Oh, él no podía impedir...!

—Que usted se enterase de la verdad, ¿no es así? ¡Santo cielo! —exclamé con vehemencia—. ¡Eso demuestra hasta qué grado lo dominaban! ¿Qué hicieron con él?

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