Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

Olympos (14 page)

BOOK: Olympos
13.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hera dio un paso atrás y se tocó el pecho como si fuera a TCearse.

—¿Qué estás diciendo, mi señor Zeus? ¿Quieres hacer el amor aquí? ¿En el hogar abandonado de Odiseo y Penélope, con ese perro mirando? ¿Quién sabe si todos los dioses no estarán mirando a través de sus estanques y visores y holoparedes? Si el amor es tu placer, espera hasta que regrese de los salones acuáticos de Océano y haremos el amor en mi propio dormitorio, que las artes de Hefesto han hecho íntimo...

—¡No! —rugió Zeus. Ahora crecía en más de un aspecto, su cabeza de rizos grises rozaba el techo—. No te preocupes por los ojos curiosos. Crearé una nube dorada tan densa alrededor de la isla de Ítaca y el hogar de Odiseo que ni los ojos más agudos del universo, ni siquiera los de Próspero o Setebos, podrán taladrar la niebla y vernos mientras hacemos el amor. ¡Quítate la ropa!

Zeus agitó su gruesa mano de nuevo y toda la casa vibró con la energía del campo de fuerza que la rodeaba y la nube dorada que la ocultaba. El perro,
Argos
, salió corriendo de la sala, los pelos de punta por las energías liberadas.

Zeus agarró a Hera por la muñeca y la acercó con la mano derecha, mientras le apartaba la túnica de los pechos con la izquierda. La banda de Afrodita cayó con la túnica que Atenea había hecho para Hera, pero no importó: el aire estaba tan cargado de lujuria y feromonas que a la reina le parecía que podía nadar en él.

Zeus la levantó con un brazo y la arrojó sobre la mesa cubierta por el tapiz. Menos mal, pensó Hera, que Odiseo había hecho su larga mesa con gruesas y sólidas tablas extraídas de la cubierta de un barco que naufragó en los traicioneros arrecifes de Ítaca. Le sacó la túnica por las piernas, dejándola desnuda. Luego se despojó de su propia ropa.

Por muchas veces que Hera hubiera visto el divino falo de su esposo erecto, nunca dejaba de dejarla sin respiración. Todos los dioses varones eran... bueno, dioses... pero en su casi olvidada Transformación en olímpicos, Zeus había guardado los atributos más impresionantes para sí. Esa vara púrpura que se apretaba ahora entre sus pálidas rodillas era el único cetro que aquel rey de dioses necesitaría para crear asombro entre los mortales o envidia entre los otros dioses, y aunque Hera sabía que lo mostraba con demasiada frecuencia (su lujuria era igual a su tamaño y virilidad) todavía consideraba esta parte de su Temida Majestad como propiedad exclusiva suya.

Pero, a riesgo de resultar lastimada o peor, Hera mantuvo sus rodillas y muslos desnudos cerrados.

—¿Me deseas, esposo?

Zeus respiraba por la boca. Sus ojos eran salvajes.

—Te deseo, esposa. ¡Nunca ha fluido tal lujuria hacia diosa o mortal por mi corazón y mi pene y me ha abrumado tanto! ¡Abre las piernas!

—¿Nunca? —preguntó Hera, manteniendo las piernas cerradas—. ¿Ni siquiera cuando te acostaste con la esposa de Ixión, que te dio a Pirito, rival de todos los dioses en sabiduría y...?

—Ni siquiera entonces, con la esposa de Ixión la de los pechos de azuladas venas —jadeó Zeus. Le separó las rodillas y se internó entre sus blancos muslos, y su falo llegó hasta el pálido y firme vientre, vibrando de lujuria.

—¿Ni siquiera cuando amaste a Dánae, la hija de Acrisio? —preguntó Hera.

—Ni siquiera con ella —dijo Zeus, inclinándose hacia delante para lamer los pezones erguidos de Hera, primero el izquierdo, luego el derecho. Su mano se movió entre sus piernas. Ella estaba húmeda, por obra de la banda de Afrodita y por su propio deseo—. Aunque, por todos los dioses —añadió—, ¡los tobillos de Dánae solos podían hacer que un hombre se corriera!

—Debió ser más de una vez contigo, mi señor —jadeó Hera mientras Zeus colocaba su amplia palma tras sus glúteos y la acercaba más. La ancha y caliente cabeza de su cetro golpeaba ahora sus muslos, humedeciéndolos con su propia humedad expectante—. Pues te consideró un hombre sin parangón.

Zeus estaba tan excitado que no podía encontrar la entrada y rondaba su calor como un muchacho en su primera vez con una mujer. Cuando le soltó el pecho con la mano izquierda para guiarse, Hera le agarró la muñeca.

—¿Me deseas más de lo que deseaste a Europa, la hija de Fénix? —susurró con urgencia.

—Más que a Europa, sí —jadeó Zeus. Le agarró la mano y la condujo él mismo. Ella apretó, pero no guió. Todavía no.

—¿Quieres yacer conmigo más de lo que quisiste con Sémele, la irresistible madre de Dionisos?

—Más que con Semele, sí. —Colocó la mano de ella más firmemente a su alrededor y arremetió, pero estaba tan excitado que era más la cabeza de un ariete que una penetración. Hera fue empujada dos palmos mesa arriba. Él la volvió a atraer—. Y más que a Alcmena de Tebas —jadeó—, aunque mi semilla ese día trajo al mundo al invencible Heracles.

—¿Me deseas más de lo que deseaste a la rubia Deméter cuando...?

—Sí, sí, maldición, más que a Deméter. —Separó más las piernas de Hera y, con sólo su palma derecha, alzó su trasero un palmo de la mesa. Ella no pudo ahora dejar de abrirse para él.

—¿Me deseas más de lo que deseaste a Leda el día que tomaste la forma de un cisne para aparearte con ella mientras la sujetabas con tus grandes alas de cisne y la penetraste con tu gran...?

—Sí, sí —jadeó Zeus—. Cállate, por favor.

Él la penetró entonces. Abriéndola como habría abierto un gran ariete las puertas Esceas si los griegos hubieran ganado la entrada en Ilión.

En los veinte minutos siguientes, Hera casi se desmayó dos veces. Zeus era apasionado, pero no rápido. Daba urgencia a su placer, pero esperaba a que llegara su clímax con toda la cicatería de un asceta hedonista. La segunda vez, Hera sintió que la conciencia se deslizaba bajo los lubricados y sudorosos envites: la mesa se estremecía y casi se alzó como un columpio aunque tenía nueve metros de largo, las sillas y divanes se volcaron, cayó polvo del techo, el antiguo hogar de Odiseo casi se desmoronó a su alrededor, y Hera pensó: «Esto no servirá. Tengo que estar consciente cuando Zeus llegue a su clímax o todos mis planes no valdrán para nada.»

Se obligó a permanecer atenta incluso después de cuatro orgasmos propios. El gran haz de flechas de Odiseo cayó de la pared, esparciendo puntas posiblemente envenenadas por el suelo en los últimos segundos de pesados envites de Zeus. Tuvo que sujetar a Hera con una mano bajo él, apretándola con tal fiereza que ella oyó sus divinas caderas crujir, mientras que con la otra la agarraba por el hombro, impidiendo que resbalara por la temblorosa y débil mesa.

Entonces estalló en su interior. Hera gritó y se desvaneció unos segundos, a su pesar.

Cuando abrió los párpados sintió encima el enorme peso de él (habría crecido hasta cuatro metros y medio en sus involuntarios últimos segundos de pasión), la barba rozaba su pecho, su coronilla (el pelo empapado de sudor) yacía contra su mejilla.

Hera alzó su traicionero dedo con la ampolla en la falsa uña, creación del diestro Hefesto. Acariciándole los rizos del cuello con la mano, retiró la uña y activó el inyector. Apenas se produjo un siseo, inaudible por encima de la respiración entrecortada y el latido de ambos corazones divinos.

La droga se llamaba Sueño Absoluto y cumplió lo que prometía en cuestión de microsegundos.

Casi al instante, Zeus roncaba y dormía contra su pecho enrojecido.

Hera necesitó de toda su fuerza divina para quitárselo de encima, para extraer su miembro reblandecido de sus pliegues, para escabullirse bajo él.

Su túnica, creada por Atenea, era un despojo. Igual que ella, advirtió Hera. Magullada y arañada, cada músculo lastimado, por fuera y por dentro. La divina semilla del rey de los dioses corrió por sus muslos cuando se levantó. Hera la limpió con los restos de su túnica hecha jirones.

Tras retirar el peplo de Afrodita de la seda rasgada, Hera entró en el vestidor de Penélope, la esposa de Odiseo, situado junto al dormitorio donde su gran lecho nupcial tenía un poste compuesto por un olivo vivo y un marco labrado con oro, plata y marfil, con hilos de piel de buey teñidos de escarlata extendidos para sujetar suaves vellocinos y ricas mantas. De los arcones recubiertos de alcanfor situados junto al baño de Penélope, Hera sacó vestido tras vestido: la esposa de Odiseo era más o menos de su talla, y la diosa podía morfear su hechura lo suficiente para encajar en el corte. Finalmente escogió una túnica de color melocotón con una tira bordada que mantendría levantados sus pechos magullados. Pero antes de vestirse, Hera se bañó lo mejor que pudo con las tinas de cobre llenas de agua fría preparadas días o semanas antes para un baño caliente que Penélope no se había dado nunca.

Más tarde, cuando regresó al comedor, vestida, caminando con cautela, Hera contempló la gran masa broncínea y desnuda que roncaba en la larga mesa. «¿Podría matarlo ahora?», se preguntó. No era la primera vez, ni la enésima, que la reina albergaba este pensamiento mientras contemplaba y escuchaba roncar a su señor. Sabía que no estaba sola en sus dudas. ¿Cuántas esposas, diosas y mujeres mortales, muertas hacía mucho tiempo y todavía por nacer, habían sentido este pensamiento filtrarse por sus mentes como la sombra de una nube sobre territorio rocoso? «Si pudiera matarlo ahora, ¿lo haría? Si fuera posible, ¿actuaría ahora?»

En cambio, Hera se preparó para teletransportarse cuánticamente a las llanuras de Ilión. De momento el plan se desarrollaba según lo previsto. Poseidón, el que sacude la tierra, lanzaría a Agamenón y Menelao a la acción en cualquier momento. En cuestión de horas, si no antes, Aquiles podría estar muerto, abatido por una simple mujer, aunque amazona, su talón herido por la punta envenenada de una lanza, y Héctor quedaría aislado. Y si Aquiles mataba a la mujer que lo atacara, Atenea y Hera seguían teniendo planes para él. La revuelta de los mortales habría acabado cuando Zeus despertara, si Hera le permitía despertar alguna vez: sin un antídoto el Sueño Absoluto seguiría actuando hasta que los altos muros de la mansión de Odiseo se desmoronaran de podredumbre. Hera también podría despertar a Zeus pronto si sus objetivos se cumplían antes de lo planeado; en tal caso el señor de los dioses ni siquiera sería consciente de haber caído víctima de una droga en vez de haber cedido a la mera lujuria y la necesidad de dormir. Cuando ella eligiese despertar a su esposo, la guerra entre dioses y hombres habría acabado, la guerra de Troya habría vuelto, el statu quo habría sido restaurado, el curso de acción fijado por Hera y sus conspiradores sería ciertamente
fait accompli
.

Dando la espalda al dormido hijo de Cronos, Hera salió de la mansión de Odiseo (pues nadie, ni siquiera una reina, podía TCearse a través del campo de fuerza que Zeus había dispuesto a su alrededor), atravesó la acuosa muralla de energía como un bebé que lucha contra su placenta y se teletransportó triunfante de regreso a Troya.

11

Hockenberry no reconoció a ninguno de los moravecs que se reunieron con él en la burbuja azul del interior del cráter Stickney en Fobos. Al principio, cuando el asiento-campo de fuerza se desconectó y lo dejó expuesto a los elementos, le dio pánico y contuvo la respiración unos segundos, creyendo todavía que se hallaba en el vacío, pero en cuanto notó la presión del aire contra su piel y la cómoda temperatura inspiró entrecortadamente mientras el pequeño Mahnmut lo presentaba a los moravecs más altos que habían avanzado como una delegación oficial. En realidad, fue embarazoso. Luego Mahnmut se marchó y Hockenberry se quedó solo con aquellas extrañas máquinas orgánicas.

—Bienvenido, doctor Hockenberry —dijo el más cercano de los cinco moravecs que tenía delante—. Confío en que su subida a Marte haya sido placentera.

Hockenberry sintió una momentánea puñalada de algo parecido a la náusea al oír que alguien lo llamaba «doctor». Había pasado mucho tiempo desde... no, nunca le había ocurrido en su segunda vida, a menos que su amigo escólico Nightenhelser se lo hubiera dicho en broma una o dos veces durante la década anterior.

—Gracias, sí... quiero decir... lo siento, no me he quedado con sus nombres —dijo

Hockenberry—. Pido disculpas. Estaba... distraído.

«Pensando que iba a morir cuando el asiento me abandonara», pensó Hockenberry. El moravec bajo asintió.

—No lo dudo —dijo—. Hay un montón de actividad en esta burbuja y la atmósfera ahoga el sonido.

Así era, en efecto. La enorme burbuja azul, que cubría al menos ocho o doce mil metros cuadrados (Hockenberry era muy malo en el cálculo de tamaños y distancias, un fallo debido a que no practicaba deportes, según había pensado siempre), estaba llena de estructuras transversales, bancos de máquinas más grandes que la mayoría de los edificios de su antiguo pueblo de Bloomington, Indiana, manchas orgánicas latientes que parecían pasteles fugitivos del tamaño de pistas de tenis, cientos de moravecs (todos ocupados en una tarea u otra) y globos flotantes que proyectaban luz y escupían rayos láser que cortaban y soldaban y fundían y continuaban su avance. Lo único que le resultaba remotamente familiar en aquel enorme espacio, aunque parecía completamente fuera de lugar, era una mesa redonda de palisandro colocada a unos diez metros de distancia. Estaba rodeada por seis taburetes de alturas diversas.

—Me llamo Asteague/Che —dijo el moravec pequeño—. Soy europano, como su amigo Mahnmut.

—¿Europeo? —repitió estúpidamente Hockenberry. Había estado una vez en Francia de vacaciones y otra en Atenas, para dar una conferencia, y aunque los hombres y mujeres de ambos lugares eran... diferentes... no se parecían en absoluto a ese Asteague/Che: más alto que Mahnmut, al menos de metro veinte de altura, y más humanoide, sobre todo en las manos, pero forrado del mismo material plástico-metálico que Mahnmut, Asteague/Che era casi por completo amarillo vivo y bruñido. El moravec le recordaba a Hockenberry un impermeable de goma amarilla que había tenido y amado de pequeño.

—De Europa —dijo Asteague/Che, sin dar muestras de impaciencia—. La luna helada y acuosa de Júpiter. El hogar de Mahnmut. Y el mío.

—Por supuesto —dijo Hockenberry. Se estaba ruborizando y sabía que el rubor le hacía ruborizarse todavía más—. Lo siento. Por supuesto. Sabía que Mahnmut era de alguna luna de por ahí. Lo siento.

—Mi título... aunque título es una palabra demasiado formal y ostentosa, quizá «función laboral» sería una traducción más apropiada —continuó Asteague/Che—, es el de Integrante Primero del Consorcio de las Cinco Lunas.

BOOK: Olympos
13.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Phantom Lover by Elizabeth Mansfield
Cadaver Island by Pro Se Press
Alice in Zombieland by Lewis & Cook Carroll
A Life Sublime by Billy London
The Game by Jeanne Barrack
The Shadow of the Eagle by Richard Woodman
Realm 04 - A Touch of Grace by Regina Jeffers
Counterfeit Courtship by Christina Miller