Authors: Dan Simmons
—Prepararemos su moscardón para que parta de inmediato —respondió Asteague/Che—. Pero me temo que están sucediendo cosas bastante extrañas hoy allí, a tenor de los datos que recibo por nuestros monitores.
—¿No pasa siempre? Me marcho unas cuantas horas y me pierdo todo lo bueno.
—Puede que los acontecimientos que se están desarrollando en Ilión y el Olimpo le parezcan demasiado interesantes para dejarlos atrás, doctor Hockenberry —dijo el Retrógrado Sinopessen—. Sin duda, comprendo que un erudito de la
Ilíada
prefiera quedarse a observar.
Hockenberry suspiró y sacudió su dolorida cabeza.
—Dondequiera que estemos y lo que esté pasando en Ilión y el Olimpo, ya poco tiene que ver con la
Ilíada
. Me siento casi permanentemente tan perdido como esa pobre Casandra.
Un moscardón atravesó la pared curva de la burbuja azul, gravitó sobre ellos y se posó en silencio. La rampa se desplegó. Mahnmut esperaba en la puerta.
Hockenberry saludó formalmente con una inclinación de cabeza a la delegación moravec.
—Se lo haré saber antes de que transcurran las cuarenta y ocho horas —dijo, y se encaminó hacia la rampa.
—¿Doctor Hockenberry? —preguntó tras él la voz de James Mason. Hockenberry se volvió.
—Queremos llevar con nosotros a esta expedición a un griego o un troyano —dijo Asteague/Che—. Agradeceríamos que nos recomendara a alguno.
—¿Por qué? —dijo Hockenberry—. Quiero decir, ¿por qué llevar a alguien de la Edad de Bronce, que vivió y murió seis mil años antes de la época de la Tierra que van a visitar?
—Tenemos nuestros motivos —dijo el Integrante Primero—. Así, a primera vista, ¿a quién propondría para el viaje?
«A Helena de Troya —pensó Hockenberry—. Teniendo la suite Luna de Miel en el viaje a la Tierra sería una expedición cojonuda.» Trató de imaginar sexo con Helena en cero-g. El dolor de la cabeza se lo impidió.
—¿Quieren a un guerrero? ¿Un héroe?
—No necesariamente —dijo el general Beh bin Adee—. Llevaremos a cien guerreros propios. Pero alguien de la época de la guerra de Troya podría ser un valor añadido.
«Helena de Troya —pensó de nuevo Hockenberry—. Tiene un par de...» Sacudió la cabeza.
—La elección obvia sería Aquiles —dijo en voz alta—. Es invulnerable, ya lo saben.
—Lo sabemos —dijo Cho Li en voz baja—. Lo hemos analizado en secreto y sabemos por qué es, como usted dice, invulnerable.
—Es porque su madre, la diosa Tetis, lo sumergió en las aguas del... —empezó a decir Hockenberry.
—En realidad —lo interrumpió el Retrógrado Sinopessen—, es porque alguien... algo... ha distorsionado la matriz de probabilidad cuántica alrededor del señor Aquiles hasta un punto bastante improbable.
—De acuerdo —dijo Hockenberry, sin comprender una palabra de toda la frase—. Entonces, ¿quieren a Aquiles?
—No creo que Aquiles acceda a venir con nosotros, doctor Hockenberry —dijo Asteague/Che.
—Ah... no. ¿Podrían obligarlo a ir?
—Creo que sería más arriesgado que el resto de los peligros juntos que implica la visita al tercer planeta —murmuró el general Beh bin Adee.
«¿Un rocavec con sentido del humor?», pensó Hockenberry.
—Si no sirve Aquiles, ¿entonces quién?
—Nos preguntábamos si podría sugerirnos a alguien. Alguien valiente pero inteligente. Un explorador, pero sensato. Alguien con quien pudiéramos comunicarnos. Una personalidad flexible, podríamos decir.
—Odiseo —dijo Hockenberry sin vacilación—. Quieren ustedes a Odiseo.
—¿Cree que accedería a ir? —preguntó el Retrógrado Sinopessen. Hockenberry tomó aliento.
—Si le dicen que Penélope lo está esperando al otro lado, irá con ustedes al infierno y de vuelta.
—No podemos mentirle —dijo Asteague/Che.
—Yo sí —dijo Hockenberry—. Gustosamente. Vaya yo con ustedes o no, seré su intermediario para engañar a Odiseo y conseguir que les acompañe.
—Se lo agradeceríamos —dijo Asteague/Che—. Anhelamos oír su decisión de unirse a nosotros dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. —El europano tendió el brazo y Hockenberry advirtió que había una mano de aspecto bastante humano en el extremo.
La estrechó y subió al moscardón tras Mahnmut. La rampa se plegó. La silla invisible lo agarró. Dejaron la burbuja.
Impaciente, furioso, caminando delante de sus mil mejores mirmidones en la costa situada en la base del Olimpo, esperando a que los dioses enviaran a su campeón del día para poder matarlo, Aquiles recuerda el primer mes de la guerra, una época que todos los troyanos y argivos seguían llamando «la cólera de Aquiles».
Ellos, estos dioses, habían TCeado desde las alturas del Olimpo por legiones, en aquel entonces, confiando en sus campos de fuerza y sus malditas máquinas, dispuestos a saltar a Tiempo Lento y escapar de cualquier ira mortal, sin saber que las pequeñas personas-reloj moravec, nuevos aliados de Aquiles, tenían sus propias fórmulas y encantamientos para contrarrestar esos trucos de los dioses.
Ares, Hades y Hermes habían sido los primeros en saltar, irrumpiendo en las filas aqueas y troyanas mientras el cielo explotaba. Las llamas iban detrás de las líneas de fuerza hasta que las filas olímpicas y las mortales se convertían en cúpulas y torres y titilantes oleadas de fuego. El mar hervía. Los hombrecillos verdes se dispersaban hacia sus faluchos. La égida de Zeus se estremecía y se hacía visible mientras absorbía megatones del ataque moravec.
Aquiles sólo tenía ojos para Ares y sus cohortes recién TCeadas, Hades, los ojos rojos, vestido de negro bronce, y Hermes, los ojos negros y la armadura roja de espinas.
—¡Enseñad a los mortales lo que es la muerte! —había gritado Ares, dios de la guerra, de cuatro metros de estatura, titilando, atacando las filas argivas sin dejar de correr ni un instante. Hades y Hermes le seguían. Los tres arrojaban lanzas divinas que no podían fallar su objetivo.
Lo fallaron. El destino de Aquiles no era morir ese día. Ni día alguno a manos de un inmortal.
Una lanza inmortal alcanzó el fuerte brazo derecho del asesino de los pies alados, pero no manó sangre. Otra se clavó en su hermoso escudo, pero la capa de oro polarizado forjada por los dioses la bloqueó. Una tercera rebotó en el casco dorado de Aquiles sin dejar marca.
Los tres dioses disparaban andanadas de energía con sus palmas. Los escudos nanoalimentados de Aquiles habían rechazado los millones de voltios como un perro se sacude el agua.
Ares y Aquiles se encontraron como montañas en colisión. El temblor de tierra derribó a cientos de troyanos y griegos y dioses mientras las filas de batalla se unían. Ares había sido el primero en retroceder. Alzó su espada roja y golpeó para tratar de decapitar al molesto mortal, Aquiles. Pero Aquiles esquivó la hoja y atacó al dios de la guerra. Atravesó la divina armadura hasta que el vientre de Ares se abrió y el icor dorado cubrió a mortal e inmortal por igual y las divinas entrañas del dios de la guerra se desparramaron sobre el rojo suelo marciano. Demasiado sorprendido para caer, demasiado furioso para morir, Ares contempló sus propias entrañas, que todavía se desenrollaban y caían a tierra.
Aquiles alzó la mano, agarró a Ares por el casco y lo obligó a agacharse hasta que su saliva humana salpicó los perfectos rasgos del dios.
—¡Prueba la muerte, efigie cobarde!
Entonces, actuando como un matarife al principio de un largo día de mercado, cortó las manos de Ares por las muñecas, luego sus piernas por encima de la rodilla y luego sus brazos.
La cabeza de Ares continuó girando y aullando incluso después de que Aquiles cercenara el cuello, mientras los otros dioses miraban boquiabiertos.
Hermes, horrorizado pero también ambidextro y letal, alzó su segunda lanza.
Aquiles saltó hacia delante tan rápidamente que todos supusieron que se había teletransportado. Agarrando la segunda lanza del dios, la arrojó hacia él. Hermes trató de retroceder. Hades intentó alcanzar con su negra espada las rodillas de Aquiles, que dio un salto evitando el destello de negro carbonoacero.
Renunciando a su lanza, Hermes retrocedió de un salto y trató de TCearse.
Los moravecs habían proyectado su campo alrededor. Nadie podía teletransportarse para entrar ni salir hasta que aquel combate hubiera terminado.
Hermes desenvainó su espada curva, mortífera. Aquiles cercenó el brazo del gigante asesino por el codo y, la mano, todavía con la espada sujeta, cayó al rico suelo rojo de Marte.
—¡Piedad! —chilló Hermes, arrodillándose y abrazando a Aquiles por la cintura—. ¡Piedad, te lo suplico!
—No hay piedad —dijo Aquiles, y acuchilló al dios hasta convertirlo en titilantes pedazos de sangre dorada.
Hades se apartó de la masacre, sus ojos rojos atemorizados. Más dioses caían a centenares en la trampa preparada por los humanos, y Héctor y sus capitanes troyanos y los mirmidones de Aquiles y todos los héroes de los griegos les salieron al paso. Los campos de fuerza de los moravecs no permitían a los dioses TCearse para escapar una vez llegados. Por primera vez que nadie recordara, en aquel campo de batalla, dioses y héroes, semidioses y mortales, leyendas y soldados de infantería, todos lucharon en términos no demasiado distintos.
Hades pasó a Tiempo Lento.
El mundo dejó de girar. El aire se espesó. Las olas se detuvieron en su carrera hacia la orilla rocosa. Los pájaros se pararon y quedaron suspendidos en pleno vuelo. Hades jadeó y experimentó una oleada de alivio. Ningún mortal podía seguirlo a aquel lugar.
Aquiles pasó a Tiempo Lento tras él.
—Esto... no... es... posible —dijo el señor de los muertos a través del aire denso como jarabe.
—Muere, muerte —gritó Aquiles y clavó la lanza de Peleo, su padre, en la garganta del dios, justo por debajo de donde los negros protectores se curvaban hacia las mejillas de Hades. El dorado icor brotó a cámara lenta.
Aquiles apartó el negro escudo ornamentado de Hades y atravesó con su hoja el vientre y la espalda del dios de la muerte. Moribundo, Hades devolvió el golpe con un revés que habría derribado una montaña. La negra hoja resbaló en el pecho de Aquiles como si no lo hubiera tocado. No era el destino de Aquiles morir ese día, ni nunca, a manos de un inmortal. Era el destino de Hades morir ese día... aunque fuera de modo temporal para los cánones humanos. Cayó pesadamente y la negrura revoloteó a su alrededor mientras desaparecía dentro de un ciclón de ónice.
Manipulando la nueva nanotecnología sin ningún esfuerzo consciente, creando caos con los campos de probabilidad cuántica ya debilitados, Aquiles salió de Tiempo Lento para reincorporarse a la batalla. Zeus había dejado el campo. Los otros dioses huían, olvidando en su pánico alzar la égida tras de sí. Más magia moravec, inyectada esa misma mañana, permitió a Aquiles atravesar los campos de energía menores y perseguirlos por las faldas del Olimpo hasta los baluartes inferiores.
Luego el exterminio de dioses y diosas empezó realmente.
Pero todo esto fue en los primeros días de la guerra. Hoy, el día después del funeral de Paris, ningún dios baja a combatir.
Así, sin la presencia de su aliado Héctor y los troyanos tranquilos en su zona del frente, y con Eneas, el hermano menor de Héctor, a cargo de los miles de troyanos, Aquiles se reúne con sus capitanes aqueos y los expertos artilleros moravec para planear un ataque inminente al Olimpo.
El ataque será simple: mientras la energía moravec y las armas nucleares activan la égida en las faldas inferiores, Aquiles y quinientos de sus mejores capitanes y aqueos en treinta moscardones de transporte atravesarán una sección inferior del campo de energía casi a mil leguas al otro lado del Olimpo, se lanzarán hacia la cima, y prenderán fuego a los dioses en sus hogares. A los aqueos que sean heridos o pierdan el valor luchando en la misma ciudadela de Zeus y los dioses, los recogerán los moscardones una vez agotado el factor sorpresa. Aquiles planea quedarse hasta que la cima del monte Olimpo se haya convertido en un osario y todos sus blancos templos y las moradas de los dioses sean escombros ennegrecidos. Después de todo, se dice, Heracles derribó una vez las murallas de Ilión, él solo, cuando se enfureció, y tomó la ciudad con las manos desnudas. ¿Por qué deberían ser sacrosantas las mansiones del Olimpo?
Toda la mañana Aquiles ha estado esperando a que aparezcan Agamenón y su siniestro hermano, Menelao, liderando una multitud de hombres leales para intentar recuperar el control de las fuerzas aqueas y empujar la guerra hacia mortales contra mortales, amigos de los traicioneros y asesinos dioses de nuevo; pero hasta el momento el antiguo comandante en jefe de ojos de perro y corazón de ciervo no ha mostrado su rostro. Aquiles ha decidido que lo matará cuando intente liderar la revuelta. A él y a su barbudo y pelirrojo hermano Menelao y a todos cuantos sigan a los dos atridas. La noticia de que las ciudades donde se encuentran sus hogares están vacías de toda vida es (Aquiles está seguro) simplemente una patraña urdida por Agamenón para incitar a los aqueos inquietos y cobardes a la revuelta.
Así que cuando el centurión líder moravec Mep Ahoo, el espinoso rocavec que dirige la artillería y el bombardeo energético, alza la vista del mapa que están estudiando bajo la seda de un toldo y anuncia que su visión binocular ha detectado un ejército de extraño aspecto que viene por el Agujero procedente de Ilión, Aquiles no se sorprende.
Al cabo de unos minutos sí que se sorprende, cuando Odiseo, el de más aguda vista de sus comandantes cobijados bajo el dosel, le informa:
—Son mujeres. Mujeres troyanas.
—¿Amazonas, quieres decir? —pregunta Aquiles, saliendo al sol del Olimpo. Antíloco, hijo de Néstor, viejo amigo de Aquiles de incontables campañas, ha llegado en su carro al campamento hace una hora para contar a todos la llegada de las trece amazonas y el juramento de Pentesilea de matar a Aquiles en combate singular. El de los pies alados se ha reído con ganas, mostrando sus dientes perfectos. No ha combatido y derrotado a diez mil troyanos y a docenas de dioses para dejarse asustar por las baladronadas de una mujer.
Odiseo niega con la cabeza.
—Debe de haber unas doscientas mujeres, todas mal equipadas con armaduras, hijo de Peleo. No hay ninguna amazona. Son demasiado gordas, demasiado bajas, demasiado viejas, algunas casi cojas.