Authors: Dan Simmons
Menelao se lo pensó apenas unos segundos. Se levantó, dio una fuerte palmada a su hermano en el hombro y entró en la tienda para disfrazarse y armarse con más hojas de muerte.
La luna Fobos parecía una enorme, polvorienta y agujereada aceituna con luces brillantes que perfilaban su lado cóncavo. Mahnmut le dijo a Hockenberry que la punta hueca era un cráter gigantesco llamado Stickney y que las luces eran la base moravec.
El ascenso le había ocasionado a Hockenberry una tremenda descarga de adrenalina. Había visto lo suficientemente de cerca los moscardones moravec para darse cuenta de que ninguno tenía ventanas ni portillas, así que supuso que harían el viaje sin ver nada aparte de lo que pudiera captar algún monitor de televisión. Había subestimado la tecnología moravec del cinturón de asteroides, porque según Mahnmut todos los moscardones procedían de los rocavecs. Hockenberry también había supuesto que habría cojines de aceleración o asientos estilo lanzadera espacial del siglo XX con enormes cinturones y hebillas.
No había asientos. Ni medios visibles de apoyo. Campos de fuerza invisibles envolvieron a Hockenberry y al pequeño moravec mientras estuvieron sentados flotando en el aire. Hologramas (o una especie de proyecciones tridimensionales tan reales que no había sensación de proyección) los rodearon por tres lados y por debajo. No sólo estaban sentados en asientos invisibles, sino que los asientos y sus cuerpos quedaron suspendidos sobre un pozo de más de un kilómetro mientras el moscardón atravesaba el Agujero y ascendía hasta el sur del monte Olimpo.
Hockenberry gritó.
—¿Te molesta ver esto? —preguntó Mahnmut. Hockenberry volvió a gritar.
El moravec tocó rápidamente los controles holográficos que aparecieron como por arte de magia. El pozo se redujo hasta que pareció situado en el suelo metálico del casco como una mera pantalla gigante de televisión. Alrededor de ellos el panorama continuó desplegándose mientras la cima del monte Olimpo, envuelta en campos de fuerza, pasaba de largo (láseres o algún tipo de lanzas de energía los persiguieron y chocaron contra el campo de energía del moscardón) y el cielo azul marciano se convertía en rosado y luego en negro. El moscardón sobrevoló la atmósfera, aunque el gran monte de Marte pareció rotar hasta que llenó las ventanillas virtuales.
—Mejor —jadeó Hockenberry, agitando la mano en busca de algo donde agarrarse. El asiento del campo de fuerza no se resistió a él, pero tampoco lo soltó—. Jesucristo —susurró mientras la nave daba un giro de ciento ochenta grados y encendía sus motores. Fobos apareció casi encima de ellos.
No había sonido alguno. Ni un susurro.
—Lo siento —dijo Mahnmut—. Tendría que habértelo advertido. Eso que llena la ventanilla de proa es Fobos. Es la más pequeña de las dos lunas de Marte, de apenas doce kilómetros de diámetro... aunque como ya ves no es esférica.
—Parece una patata arañada por un gato —consiguió rezongar Hockenberry. La luna se acercaba muy rápidamente—. O una aceituna gigantesca.
—Una aceituna, sí —dijo Mahnmut—. Eso es debido al cráter de su extremo. Se llama Stickney... en honor a la esposa de Asaph Hall, Angeline Stickney Hall.
—¿Quién fue... Asaph... Hall? —preguntó Hockenberry—. ¿Un astronauta... o cosmonauta... o... quién?
Había encontrado algo a lo que agarrarse. Mahnmut. Al pequeño moravec no pareció importarle que le apretaran los hombros de plastimetal. El holograma de proa se llenó de llamas cuando unos silenciosos impulsores o motores se encendieron. Hockenberry apenas consiguió que no le castañetearan los dientes.
—Asaph Hall fue un astrónomo del Observatorio Naval de Estados Unidos en Washington, D.C. —dijo Mahnmut con su habitual suavidad. El moscardón subía de nuevo. Y giraba. Fobos y el agujero del cráter Stickney llenaron primero una ventanilla holográfica y luego la otra.
Hockenberry estaba seguro de que iban a estrellarse y que estaría muerto al cabo de menos de un minuto. Trató de recordar una oración de su infancia (¡malditos fueran todos aquellos años como intelectual agnóstico!), pero lo único que le vino a la mente fue «con Dios me acuesto, con Dios me levanto».
Parecía adecuado. Hockenberry siguió pensándolo.
—Creo que Hall descubrió ambas lunas de Marte en 1877 —estaba diciendo Mahnmut—. Que yo sepa, no hay datos acerca de que la señora Hall agradeciera que le pusieran su nombre a un cráter enorme. Naturalmente, se trataba de su apellido de soltera.
Hockenberry advirtió de pronto que estaban fuera de control y que iban a estrellarse y morir. Nadie pilotaba la maldita nave. Estaban ellos dos solos en el moscardón, y el único control (real o virtual) que Mahnmut había tocado había sido el que ajustaba los visores holográficos. Pensó en mencionar este fallo de previsión al pequeño robot orgánico, pero como el cráter Stickney llenaba todas las ventanillas de proa y se acercaba a una velocidad que no podrían disminuir antes del impacto, Hockenberry mantuvo la boca cerrada.
—Es una luna extraña —dijo Mahnmut—. Un asteroide capturado, en realidad... igual que Deimos, por supuesto. Son bastante distintos entre sí. Fobos orbita a sólo cinco mil quinientos kilómetros sobre la superficie marciana... casi rozando la atmósfera, como si dijéramos, y está destinado a estrellarse contra Marte dentro de aproximadamente ochenta y tres millones de años si nadie hace nada por evitarlo.
—Hablando de estrellarnos... —empezó a decir Hockenberry.
En ese momento el moscardón se detuvo flotando, se abalanzó hacia el cráter iluminado y se posó cerca de una compleja red de cúpulas, rieles, vigas, brillantes burbujas azules, domos azules, torres verdes, vehículos en movimiento y cientos de atareados moravecs que se movían en el vacío. El aterrizaje, cuando se produjo, fue tan suave que Hockenberry tan sólo lo sintió a través del suelo metálico y el asiento de campo de fuerza.
—Hogar, dulce hogar —canturreó Mahnmut—. Bueno, en realidad no es mi hogar, por supuesto, pero... cuidado con la cabeza al bajar. Esa puerta es un poco baja para los humanos.
Antes de que Hockenberry pudiera hacer ningún comentario o volver a gritar la puerta se desprendió y todo el aire del pequeño compartimento fue absorbido por el vacío del espacio.
Hockenberry había sido catedrático de lenguas clásicas durante su vida anterior, poco sabía de ciencias, pero había visto suficientes películas de ciencia ficción en su época para conocer las consecuencias de la descompresión: los ojos se hinchaban hasta tener el tamaño de uvas, los oídos estallaban con grandes borbotones de sangre, la piel y la carne hervían y se expandían y ondulaban a medida que las presiones internas se imponían al no encontrar ninguna resistencia en el vacío.
Nada de eso sucedió.
Mahnmut se detuvo en la rampa.
—¿No vienes? —La voz del pequeño moravec sonaba un poco a lata en los oídos del humano.
—¿Por qué no estoy muerto? —dijo Hockenberry. Parecía como si de pronto hubiera quedado envuelto en una burbuja invisible.
—Tu asiento te está protegiendo.
—¿Mi asiento? —Hockenberry miró a su alrededor pero no hubo ni un tintineo—. ¿Quieres decir que tengo que quedarme aquí sentado eternamente hasta que me muera?
—No —respondió Mahnmut, y parecía divertido—. Sal. La silla de campo de fuerza te acompañará. Ya te está proporcionando calor, refrigeración, limpieza osmótica y reciclado para tu oxígeno, durante unos veinte minutos, y actuando como traje de presión.
—Pero el... asiento... es parte de la nave —dijo Hockenberry, poniéndose torpemente en pie y sintiendo que la burbuja invisible se movía con él—. ¿Cómo puede salir del moscardón?
—Lo cierto es que el moscardón es más bien parte del asiento —dijo Mahnmut—. Confía en mí. Pero cuidado al caminar. La silla-traje te dará un poco de impulso cuando estés en la superficie, pero la gravedad de Fobos es tan escasa que un buen salto podría hacer que alcanzaras velocidad de escape. Adiós, Fobos, para Thomas Hockenberry.
Hockenberry se detuvo en la parte superior de la rampa y se agarró al marco metálico de la puerta.
—Vamos —dijo Mahnmut—. El asiento y yo no permitiremos que te marches flotando por ahí. Entremos. Hay otros moravecs que quieren hablar contigo.
Después de dejar a Hockenberry con Asteague/Che y los otros principales integradores del Consorcio de las Cinco Lunas, Mahnmut dejó la cúpula presurizada y salió a dar un paseo por el cráter Stickney. La vista era espectacular. El eje largo de Fobos apuntaba constantemente a Marte y los ingenieros moravec lo habían girado para que el planeta rojo estuviera siempre colgando directamente sobre Stickney, llenando la mayor parte del cielo negro, ya que las empinadas paredes del cráter bloqueaban las vistas periféricas. La pequeña luna giraba sobre su eje una vez cada siete horas (exactamente el mismo tiempo que precisaba para orbitar Marte), así que el gigantesco disco rojo con sus océanos azules y sus volcanes blancos rotaba lentamente en lo alto.
Encontró a su amigo Orphu de Io a varios metros de altura entre la telaraña de vigas, rieles y cables que se extendían desde la nave con destino a la Tierra al cráter de lanzamiento. Moravecs del espacio profundo, robots ingenieros, rocavecs negros como escarabajos y supervisores de Calisto correteaban de un lado a otro de la nave y por los tubos de conexión como pulgones brillantes. Los reflectores y los focos de trabajo iluminaban el oscuro casco de la enorme nave. Caían chispas en cascada de las baterías de los autosoldadores errantes. Cerca, más segura en la malla de una cuna metálica, se hallaba
La Dama Oscura
, el sumergible europano de Mahnmut. Meses atrás, los moravecs habían rescatado el navío dañado y sin energía de su escondite en la costa marciana del mar de Tetis, habían usado gabarras para traerlo a Fobos, y luego habían reparado, recargado y modificado el pequeño y duro submarino para que sirviera en la misión a la Tierra.
Mahnmut se encontró con su amigo a un centenar de metros de altura, corriendo por los cables de metal tendidos bajo el vientre de la nave espacial. Lo saludó en su banda privada.
—¿Es Orphu ése a quien espío? ¿El Orphu antaño de Marte, antaño de Ilión y siempre de Io? ¿Ese Orphu?
—El mismo —dijo Orphu. Incluso por radio o por los canales de tensorrayo, el rumor de Orphu bordeaba lo subsónico. El moravec de durovac usó los impulsores de su caparazón para saltar treinta metros de los cables hasta la grúa donde Mahnmut se mantenía en equilibrio. Orphu agarró un cable con sus pinzas manipuladores y se quedó colgando a unos cuantos metros de distancia.
Algunos moravecs (Asteague/Che, por ejemplo, los quitinosos moravecs del Cinturón y el propio Mahnmut, aunque menos) tenían un aspecto bastante humanoide. Orphu de Io no. El moravec, diseñado y evolucionado para trabajar en el toro-sulfuroso de Io en medio de las cegadoras tormentas magnéticas, gravitacionales y de radiación del espacio de Júpiter, medía unos cinco metros de longitud y más de dos de altura; parecía un cangrejo herradura equipado con patas extra, paquetes sensores, cápsulas impulsoras, manipuladoras que casi podían servir de manos (pero no del todo) y un viejo caparazón cascado, agrietado y reparado tantas veces que parecía enyesado.
—¿Sigue girando Marte ahí arriba, viejo amigo? —bramó Orphu. Mahnmut volvió la cabeza hacia el cielo.
—Sigue. Todavía gira como un enorme escudo rojo. Veo el monte Olimpo recién salido del límite de iluminación.
—Ah, qué hermoso —rugió Orphu—. Hermoso. Mahnmut vaciló un instante.
—Lamento el resultado de la reciente operación —dijo por fin—. Lamento que no pudieran arreglarlo.
Orphu encogió cuatro brazos-patas articulados.
—No importa, viejo amigo. ¿Quién necesita ojos orgánicos cuando tiene imágenes termales, espectrómetros cromatográficos de gas en las rodillas, radar, profundo y de fase, sonar y un trazador láser? Son sólo esas cosas lejanas e inútiles como las estrellas y Marte las que no distingo con todos esos hermosos órganos sensores.
—Ya —dijo Mahnmut—. Pero lo siento.
Su amigo había perdido su nervio óptico orgánico al ser casi destruido durante su primer encuentro con un dios olímpico en la órbita de Marte; el mismo dios que había convertido a su nave y a dos camaradas en gas y escombros. Mahnmut sabía que Orphu tenía suerte de seguir con vida y haber podido ser reparado en otros aspectos, pero de todas formas...
—¿Traes a Hockenberry? —bramó Orphu.
—Sí. Los principales integradores lo están poniendo al corriente.
—Burócratas —desdeñó el gran ioniano—. ¿Quieres que te lleve a la nave?
—Claro.
Mahnmut saltó al caparazón de Orphu, agarró un asidero con su pinza más fuerte y se sostuvo mientras el moravec de durovac se soltaba de la viga, subía hasta la nave y luego daba la vuelta. Se encontraban casi a un kilómetro por encima del suelo del cráter y el verdadero tamaño de la nave (sujeta al armazón como un globo de helio elíptico) se hizo visible por primera vez. Su tamaño era por lo menos cinco veces mayor que el de la nave que había traído a los cuatro moravecs a Marte desde el espacio de Júpiter hacía más de un año estándar.
—Es impresionante, ¿verdad? —dijo Orphu. Llevaba más de dos meses trabajando en la nave con los ingenieros del Cinturón y las Cinco Lunas.
—Es enorme —respondió Mahnmut. Y luego, al notar la decepción de Orphu, añadió—: Y bastante bonita, a su modo bulboso, negro, achaparrado y siniestro.
Orphu dejó escapar su grave risa, que siempre hacía pensar a Mahnmut en las ondas de choque de un terremoto de hielo europano o en las olas que siguen a un tsunami.
—Demasiados adjetivos para un astronauta ansioso —dijo.
Mahnmut se encogió de hombros y se sintió incómodo un segundo porque su amigo no podía ver su gesto. Pero entonces advirtió que Orphu sí que lo había visto. El nuevo radar del gran moravec era un instrumento muy preciso que sólo carecía de capacidad para detectar los colores. Orphu le había dicho que podía distinguir cambios sutiles en un rostro humano con el radar-cercano. «Útil si Hockenberry participa en esta misión», pensó Mahnmut.
Como si leyera su mente y sus bancos de datos, Orphu dijo:
—He estado pensando mucho en la tristeza humana y en qué se parece a nuestro modo moravec de enfrentarnos a la pérdida.
—Oh, no —dijo Mahnmut—, has vuelto a leer a ese francés.
—Proust —le contestó Orphu—. El nombre de «ese francés» es Proust.