Authors: Dan Simmons
—Aquí, hermano, dejo por ahora tus huesos —dijo Héctor delante de los hombres que lo habían seguido—, permitiendo que la tierra te abrace hasta que yo mismo te abrace en los oscuros salones del Hades. Cuando termine esta guerra, te construiremos a ti y a nuestra madre y a todos los otros que caigan (y posiblemente, a mí también) una tumba mayor, de la Casa de la Muerte misma. Hasta entonces, hermano, adiós.
Luego Héctor y sus hombres salieron y un centenar de héroes troyanos que esperaban cubrieron la tumba temporal de piedra con tierra y apilaron más escombros y rocas sobre ella.
Y luego Héctor, que no había dormido desde hacía dos noches, fue en busca de Aquiles, ansioso ahora por reemprender el combate con los dioses y más ansioso aún por derramar su dorada sangre.
Casandra despertó al amanecer y descubrió que iba desnuda, con la túnica rasgada y en desorden. Tenía las muñecas y tobillos atados con cuerdas de seda a los postes de una cama extraña. «¿Qué broma es ésta?», se preguntó, intentando recordar si, una vez más
,
se había emborrachado y perdido la conciencia en brazos de algún soldado dispuesto.
Entonces recordó la pira funeraria y haberse desmayado en brazos de Andrómaca y Helena.
«Maldita sea —pensó Casandra—. Mi bocaza me ha vuelto a meter en un lío.» Contempló la habitación: ninguna ventana, grandes bloques de piedra, sensación de humedad subterránea. Bien podía hallarse en la cámara de torturas subterránea de alguien. Casandra se debatió contra las cuerdas de seda. Eran suaves, pero estaban tensas y bien anudadas y permanecieron firmes.
«Maldita sea», volvió a pensar Casandra.
Andrómaca, la esposa de Héctor, entró en la habitación y contempló a la sibila. No llevaba nada en las manos, pero a Casandra no le costó imaginar la daga oculta en la manga de la túnica de la otra mujer. Durante un largo instante, ninguna de las dos habló. Finalmente, Casandra dijo:
—Vieja amiga, por favor, libérame.
—Vieja amiga, debería cortarte la garganta —respondió Andrómaca.
—Entonces hazlo, perra. No hables.
Casandra no tenía miedo, ya que incluso dentro del caleidoscopio de visiones cambiantes sobre el futuro de los últimos ocho meses transcurridos desde que los antiguos futuros habían cambiado, nunca había previsto que Andrómaca la matara.
—Casandra, ¿por qué dijiste eso de la muerte de mi bebé? Sabes que Palas Atenea y Afrodita entraron en la cámara de mi hijito hace ocho meses y lo mataron a él y a su ama de cría, diciendo que su sacrificio era una advertencia, que los dioses del Olimpo no se encontraban satisfechos por el fracaso de mi esposo en la quema de las naves argivas y que el pequeño Astianacte, a quien su padre y yo llamábamos Escamandro, iba a ser el cordero elegido para el sacrificio.
—Mentiras —dijo Casandra—. Desátame.
Le dolía la cabeza. Siempre tenía resaca después de las profecías más vívidas.
—No hasta que me digas por qué dijiste que yo había sustituido a un bebé esclavo por Astianacte en esa habitación ensangrentada —dijo Andrómaca, la mirada helada. Ahora sostenía la daga en la mano—. ¿Cómo pude hacer eso? ¿Cómo pude saber que las diosas iban a venir?
¿Por qué haría eso?
Casandra suspiró y cerró los ojos.
—No hubo ninguna diosa —dijo, cansada pero con desdén. Volvió a abrir los ojos—. Cuando oíste la noticia de que Palas Atenea había matado a Patroclo, el amado amigo de Aquiles, noticia que también puede ser otra mentira más, decidiste matar, o conspiraste con Hécuba y Helena para matar al hijo del ama de cría, que tenía la misma edad que Astianacte, y luego matasteis también al ama. Le dijiste a Héctor y a Aquiles y a todos los que acudieron al oír tus gritos que habían sido las diosas quienes habían matado a tu hijo.
Los ojos almendrados de Andrómaca eran tan fríos y azules y duros como el hielo en la superficie de un arroyo de montaña en primavera.
—¿Por qué iba yo a hacer eso?
—Viste la oportunidad de llevar a cabo el plan de las mujeres troyanas —dijo Casandra—. Nuestro plan de todos estos años. Apartar de algún modo a nuestros hombres de la guerra contra los argivos... una guerra que yo había profetizado que terminaría con la muerte de todos nosotros y nuestra destrucción. Fue brillante, Andrómaca. Aplaudo tu coraje.
—Excepto que, si lo que dices es cierto, he ayudado a hundirnos a todos en una guerra aún más desesperada contra los dioses —dijo Andrómaca—. Al menos en tus primeras visiones algunas mujeres sobrevivían... como esclavas, pero todavía entre los vivos.
Casandra se encogió de hombros, un movimiento torpe con los brazos extendidos y atados a los postes de la cama.
—Sólo pensaste en salvar a tu hijo, que sabíamos que iba a ser vilmente asesinado si el antiguo pasado se hubiera convertido en el presente actual. Lo comprendo, Andrómaca.
Andrómaca acercó el cuchillo.
—Sería la muerte de mi familia, incluso la de Héctor, si vuelves a hablar de esto y si la turba, troyanos y aqueos por igual, te cree. Mi única seguridad es tu muerte.
Casandra miró a la otra mujer a los ojos.
—Mi don de la visión todavía puede servirte, vieja amiga. Puede incluso salvaros... a ti y a Héctor y a vuestro oculto Astianacte dondequiera que esté. Sabes que cuando me encuentro sumida en mis visiones no puedo controlar lo que grito. Helena y tú y quien esté en esta conspiración... quedaos conmigo, o asignad a esclavas asesinas para que se queden conmigo, y hacedme callar si empiezo a farfullar de nuevo esa verdad. Si lo revelo a los demás, matadme entonces.
Andrómaca vaciló, se mordió levemente el labio inferior y luego se inclinó hacia delante y cortó el cordón de seda que ataba la muñeca derecha de Casandra a la cama. Mientras estaba cortando los otros cordones, dijo:
—Han llegado las amazonas.
Menelao se pasó la noche escuchando y luego conversando con su hermano y, cuando la Aurora extendió sus rosáceos dedos, estaba decidido a actuar.
Toda la noche se había movido de un campamento aqueo y argivo a otro por la bahía y la costa, escuchando a Agamenón contar la aterradora historia de sus ciudades vacías, sus campos vacíos, sus bahías abandonadas... de naves griegas sin nombre flotando ancladas en Maratón, Eretria, Calcis, Áulide, Hermíone, Tirinto, Helos y otra docena de ciudades costeras. Escuchó a Agamenón contar a los horrorizados aqueos, argivos, cretenses, itaquenses, lacedemones, calidneos, buprasianos, dulicones, pilosianos, farenses, espartanos, micénicos, tracios, ocáleos (todos los cientos de grupos aliados de diversos griegos del continente, de las rocosas islas, del Peloponeso mismo) que sus ciudades estaban vacías, sus hogares abandonados como por voluntad de los dioses: las comidas se pudrían en las mesas, la ropa estaba dispuesta en los triclinios, los baños y las termas templados estaban cubiertos de algas, las armas envainadas. En el Egeo, describió Agamenón con su voz fuerte y vibrante, los barcos vacíos se mecían en las olas, las velas desplegadas pero no hechas jirones, sin ningún signo de haber sido arriadas ni de tormenta. Los cielos eran azules y los mares estaban calmos a la ida y a la vuelta de su viaje de un mes, explicó Agamenón, pero los barcos estaban vacíos: naves atenienses cargadas y aún resplandecientes con sus filas de remos sin tripulación; grandes veleros persas vacíos de sus torpes tripulaciones y sus emplumados lanceros; graciosas naves egipcias que transportaban grano a las islas de casa.
—El mundo se ha vaciado de hombres, mujeres y niños —gritaba Agamenón en cada campamento aqueo—, excepto aquí, donde quedamos los astutos troyanos y nosotros. Hemos dado la espalda a los dioses, peor aún, hemos vuelto nuestras manos y corazones contra ellos, y los dioses se han llevado la esperanza de nuestros corazones: a nuestras esposas y familias y padres y esclavos.
—¿Están muertos? —exclamaba hombre tras hombre en un campamento tras otro. Los gritos siempre se abrían paso entre gemidos de dolor. Los lamentos llenaban la noche de invierno a lo largo de la línea de hogueras argivas.
Agamenón siempre respondía alzando las manos y pidiendo silencio durante un terrible minuto.
—No había signos de pelea —decía por fin—. No había sangre. Ni cuerpos ensangrentados alimentando a los perros hambrientos ni a las aves carroñeras.
Y siempre, en todos los campamentos, las valientes tripulaciones argivas y los guardaespaldas y los soldados de infantería y los capitanes que habían acompañado a Agamenón a casa tenían sus propias conversaciones privadas con otros de su rango. Al amanecer, todos se habían enterado de la terrible noticia, y el terror daba paso a la ira impotente.
Menelao sabía que esto era perfecto para sus propósitos: para que los atridas volvieran a los aqueos no sólo contra los troyanos una vez más y pusieran fin a esa guerra, sino que derrocaran la dictadura de Aquiles, el de los pies alados. En cuestión de días, si no de horas, Agamenón sería una vez más comandante en jefe.
Al amanecer, Agamenón había cumplido con su deber de informar a todos los griegos. Los grandes capitanes se habían marchado (Diomedes y el gran Áyax Telamonio, que había llorado como un niño cuando se enteró de que Salamina estaba tan vacía como las otras tierras, y Odiseo, Idomeneo y Áyax
el Menor
, que había llorado de dolor por todos sus hombres de Lócride cuando Agamenón les contaba la noticia, e incluso el viejo charlatán Néstor), todos se habían retirado al amanecer a sus tiendas en busca de unas cuantas horas de inquieto sueño.
—Cuéntame las noticias de la guerra con los dioses —le dijo Agamenón a Menelao cuando los dos hermanos se encontraron solos en el centro del campamento lacedemonio, rodeados de capitanes leales, guardaespaldas y lanceros. Los hombres se encontraban lo bastante lejos para que sus señores conversaran en privado.
El pelirrojo Menelao le contó a su hermano las noticias que había: las innobles batallas diarias entre la magia moravec y las divinas armas de los dioses, el ocasional combate singular (la muerte de Paris y un centenar de nombres menores, tanto troyanos como aqueos) y el funeral recién concluido. El humo de la pira había dejado de elevarse y las llamas sobre la muralla de Troya habían desaparecido de la vista apenas una hora antes.
—Bien —dijo el regio Agamenón, arrancando con sus fuertes dientes blancos una tira del lechón que habían asado para su desayuno—. Sólo lamento que Apolo matara a Paris... hubiese querido hacerlo yo mismo.
Menelao se echó a reír, comió un poco de lechón también y lo regó con vino. Le contó luego a su querido hermano cómo la primera esposa de Paris, Oneone, surgida de ninguna parte, había acabado autoinmolándose.
Agamenón se echó a reír.
—Ojalá hubiera sido esa puta de tu esposa, Helena, quien se hubiera arrojado a las llamas, hermano.
Menelao asintió, pero sintió que el corazón le daba un vuelco al oír el nombre de Helena. Le contó a Agamenón los delirios de Oenone acerca de que había sido Filoctetes, y no Apolo, el causante de la muerte de Paris, y la furia que había barrido las filas troyanas y obligado al pequeño contingente de aqueos a retirarse apresuradamente de la ciudad.
Agamenón se dio una palmada en el muslo.
—¡Maravilloso! Es la penúltima piedra que encaja en su sitio. Dentro de cuarenta y ocho horas convertiré este descontento en acción en las filas aqueas. Entraremos de nuevo en guerra con los troyanos antes de que termine la semana, hermano. Lo juro sobre las piedras y la tierra del túmulo de nuestro padre.
—Pero los dioses... —empezó a decir Menelao.
—Los dioses serán tal como eran —respondió con completa confianza—. Zeus neutral. Algunos ayudarán a los débiles y malditos troyanos. La mayoría se aliará con nosotros. Pero esta vez terminaremos el trabajo. Ilión será escombros dentro de quince días... tan seguro como que Paris no es más que huesos y cenizas esta mañana.
Menelao asintió. Sabía que debía preguntarle a su hermano cómo esperaba volver a hacer las paces con los dioses, además de derrocar al invencible Aquiles, pero necesitaba discutir con él un asunto mucho más acuciante.
—Vi a Helena —dijo, oyendo su propia voz tartamudear con el nombre de su esposa—. Estuve a punto de matarla.
Agamenón se limpió la grasa de la boca y la barba, bebió de una copa de plata y alzó una ceja para demostrar que estaba escuchando.
Menelao describió su firme resolución y su oportunidad para desquitarse con Helena... y cómo se habían ido al traste ambas con la súbita aparición de Oenone y sus acusaciones contra Filoctetes antes de morir.
—Tuvimos suerte de escapar con vida de la ciudad —repitió.
Agamenón contempló las distantes murallas. En algún lugar una sirena moravec ululaba y los misiles volaban hacia algún invisible objetivo olímpico en el cielo. El campo de fuerza sobre el campamento principal aqueo zumbaba en un tono más grave.
—Deberías matarla ahora —dijo el hermano mayor y más sabio de Menelao—. Ahora. Esta mañana.
—¿Esta mañana? —Menelao se lamió los labios. A pesar de la grasa de cerdo, los tenía secos.
—Esta mañana —repitió el antiguo y futuro comandante en jefe de todos los ejércitos griegos reunidos para saquear Troya—. Dentro de un día o dos, la división entre nuestros hombres y esos perros babosos troyanos será tan grande que los cobardes echarán de nuevo el cerrojo a sus malditas puertas Esceas.
Menelao miró la ciudad. Sus murallas eran de color rosáceo a la luz del amanecer de invierno. Se sentía muy confundido.
—No me permitirán entrar solo... —empezó a decir.
—Ve disfrazado —interrumpió Agamenón. El rey bebió de nuevo y eructó—. Piensa como pensaría Odiseo... como pensaría una comadreja ingeniosa.
Menelao, un hombre a su modo tan orgulloso como su hermano o cualquier otro héroe aqueo, no estaba seguro de si tomarse bien esa comparación.
—¿Cómo puedo disfrazarme?
Agamenón señaló su tienda real, cuya seda escarlata se hinchaba no demasiado lejos.
—Tengo la piel del león y el viejo casco de colmillos de jabalí que Diomedes llevaba cuando Odiseo y él intentaron robar el Paladión de Troya el año pasado —dijo—. Con el pelo rojo oculto por ese extraño casco y la barba disimulada por los colmillos, por no mencionar la piel de león que cubrirá tu gloriosa armadura aquea, los guardias muertos de sueño de las puertas pensarán que eres otro de sus bárbaros aliados y te dejarán pasar sin molestarte. Pero ve rápido: antes de que cambie la guardia y antes de que las puertas se cierren para todos nosotros mientras dure la existencia condenada de Ilión.