Ojos de hielo (20 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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El primer impulso fue volver a entrar y esperar a que se fuese. Pero ya la habría visto y eso la haría quedar aún peor que la tarde anterior en el funeral. La verdad era que había deseado no volver a tropezarse con él después del incidente, pero por lo visto eso no iba a suceder.

Mientras esperaba a que él llegase a la puerta fingió rebuscar en el bolso, sacó la BlackBerry y empezó a revisar los mensajes.

Si venía para hablar con Dana, lo haría sólo bajo su supervisión.

Mientras fingía concentrarse en la pantalla, controlaba de reojo los movimientos del sargento. Él se quitó el casco y los guantes, y lo dejó todo sobre el asiento. No tenía ningún interés en enfrentarse con la policía si no era necesario, pero tanta visita a la finca empezaba a ser irritante.

Empezó a dolerle la bota y se apoyó en la otra pierna. ¿Por qué tardaba tanto? Movió el pulgar sobre la ruedecilla de la BlackBerry y volvió a observar al sargento de soslayo. Ahora él la miraba directamente. Su impertinencia la hizo sentir como cuando los compañeros del equipo de hockey de Miguel iban a casa del abuelo y se metían con ella.

Al final lo vio avanzar hacia la casa. Pisaba con torpeza las piedras del camino. Kate contuvo la sonrisa. El tipo no podía ocultar que era de ciudad, quizá de un barrio marginal donde habría pasado la adolescencia sobre una moto y buscando problemas. Un perla que ahora tenía en sus manos meter a Dana en un buen lío. Por suerte ella estaba allí para dejarle bien claro que no pisaba territorio amigo y que se cuidase bien de no meter la pata.

Su voz sonó cortés y a Kate no le pasó desapercibido el esfuerzo que le costaba.

—Hola, vengo a ver a la veterinaria. ¿Está en casa?

Kate le miró un instante.

—En los establos.

Y volvió a concentrarse en la pantalla de la BlackBerry.

El sargento permanecía quieto al pie de la escalera. ¿Qué hacía allí parado? Entonces Kate comprendió que no tenía ni idea de dónde estaban los establos y contuvo una sonrisa mientras se recogía el pelo detrás de la oreja para controlar mejor sus movimientos.

Continuó atenta al teléfono hasta que su voz sonó con irritación:

—¿Me vas a decir dónde están o tengo que adivinarlo?

Kate fingió escribir algo y tardó un momento en mirarle. Cuando lo hizo no sonrió. Ni siquiera intentó ser amable con el nuevo protegido de su familia. Viendo su aspecto, no podía entender por qué a Miguel y a su abuelo les resultaba tan fascinante cuando a ella más bien le parecía un pandillero con ínfulas por la placa. Bien, alguien tendría que demostrarle que lo de andar impresionando a los miembros de su familia se había terminado.

—¿Para qué quieres hablar con Dana? ¿Ya has encontrado al que atropelló a Bernat?

La sorpresa en el rostro del sargento dio paso al arrepentimiento por haber hablado de más en el funeral y, casi al instante, Kate detectó la irritación en su gesto.

—Si vienes a disculparte por haber molestado a Dana, puedo aceptar las excusas en su nombre. Y si no quieres nada más… —le apremió con indiferencia.

Él forzó una sonrisa y metió las manos en los bolsillos del vaquero.

¿Le había dado en su pequeño ego? Lástima, pero ahora por lo menos sabía que no sería bien recibido hasta que dejase de considerar sospechosa a Dana. Se preguntó si debía decírselo clarito, como a los niños, pero en su mirada intuyó que no era necesario.

El sargento miró al suelo y luego alzó los ojos hacia ella. Kate advirtió cómo tragaba saliva y le sostuvo la mirada desde lo alto de la escalera, esperando su siguiente paso. Notaba las teclas resbaladizas de la BlackBerry entre los dedos y sacó la mano del bolsillo para que el frío la secase. Había que reconocer que los ojos del sargento eran de un azul poco común y que el contraste con su piel oscura le daba un aspecto de pirata urbano nada convencional. Seguro que en sus círculos tenía éxito, hasta puede que fuese popular entre las chicas de su barrio.

—Mira, si me dices cómo llegar a los establos no te molesto más. Incluso voy a hacerte un regalito como muestra de buena voluntad —ofreció.

De repente, Kate vio cómo le lanzaba algo y cogió el proyectil al vuelo. Era un caramelo. El muy imbécil esperaba sorprenderla. ¿Es que no sabía que tenía dos hermanos?

Pero cuando le miró, el sargento lucía una sonrisa extraña en la cara que la hizo sentir como cuando Miguel le tomaba el pelo de pequeña. Kate lanzó con fuerza el caramelo y lo encestó en uno de los tiestos, justo delante de él.

—Vamos, sólo quiero comentar con ella algunos detalles de su declaración —pidió él en tono conciliador.

¿Declaración? ¡Lo que faltaba!

—No sabía que a unas preguntas de rutina las llamasen ahora declaración.

Él miró al cielo como pidiendo paciencia, y a Kate le recordó en el gesto a Miguel. Eran todos iguales.

—Que yo sepa, Dana sólo te respondió por cortesía a unas preguntas sobre sus actividades del día en que encontraron a Bernat. Además, ¿qué detalles son los que quieres confirmar?

Kate notó que Silva empezaba a impacientarse y, cuando éste le lanzó una mirada cargada de mala leche, ella se la sostuvo sin pestañear. El sargento llevaba un jersey de cuello cisne que cubría el tatuaje y le observó holgarlo con el dedo índice. Se notaba que no estaba acostumbrado a responder preguntas, y también que se estaba conteniendo. Bien, a ver hasta dónde.

J. B. sacó la mano del bolsillo y se apoyó sobre una pierna. Antes de oírle, Kate supo que su tono no iba a ser agradable.

—Mira, guapa, ya he tenido bastante paciencia contigo. No creo que te incumba lo que tengo que hablar con la veterinaria, la verdad. Si ella quiere, ya te contará lo que sea. Y no te preocupes, ya encontraré los establos sin tu ayuda.

J. B. se volvió y empezó a andar hacia la moto. Eso la dejó sin interlocutor. Quería gritarle que era su abogada y que no iba a dejar que hablasen con ella sin estar presente. Pero en lugar de eso le observó alejarse. Seguía caminando con dificultad sobre las piedrecillas, pero se le veía más seguro que cuando había llegado, sin duda gracias a la rabia que llevaba encima por tener que buscar solo las cuadras. En fin, ahora únicamente había que llamar a Dana y advertirle que no hablase con él. Esperaría a que se fuese para ocuparse de encargar el catering de la fiesta e ir al supermercado. Siguió observándole; todos los amigos de Miguel eran iguales, una panda de chulitos. Aunque había que reconocer que algunos estaban mejor que otros.

De repente, el sargento se dio la vuelta. Kate detectó el instante en el que aparecía la expresión burlona en su cara y notó que se le encendía la cara. Lamentó no haberse metido en el coche, a saber lo que se estaría imaginando.

—Saluda a tu abuelo de mi parte —le oyó.

El ruido del Wrangler de Dana entrando en la finca captó la atención de ambos. Kate se volvió y le descubrió saludando con la mano levantada. ¿Ahora iba a hacerse el simpático? Imbécil. Pero lo que la dejó pasmada fue que Dana le devolviese el saludo.

Cinco minutos más tarde, en el salón de la viuda Prats, ambas escuchaban sorprendidas cómo desaparecían las coartadas de Dana para la tarde en la que había muerto Jaime Bernat. El viejo Masó no confirmaba cuánto tiempo había pasado la veterinaria en su finca con el ganado, sólo atestiguaba haberla visto por la mañana. Chico no estaba allí para corroborar nada y Santi tenía testigos que afirmaban haberle visto esa misma tarde en Llívia, a más de cincuenta kilómetros de la escena. Aunque Dana mantuviese que eso era imposible, era su testimonio contra el de los demás testigos. Además, el vecino que aseguraba haberla visto discutir con Jaime se ratificaba en ello, e incluso reconocía haberlos visto forcejear.

Kate permanecía en silencio, apoyada en el marco de la puerta de la sala. Quería ver hasta dónde era capaz de presionar el sargento y cuáles eran sus verdaderas intenciones con tanta visita a la finca. Cuando J. B. le dijo a Dana que sólo quería saber por qué había mentido y que, si la muerte de Bernat había sido un accidente, lo comprenderían, Kate decidió que ya había esperado bastante. Se dirigió hacia ella, dándole deliberadamente la espalda al sargento, y le aseguró que no comprendía cómo habían asignado un caso como aquél a un recién llegado que no tenía ni idea de lo que se cocía en el valle. Mientras hablaba, agarró una de las sillas con decisión y se sentó delante de la veterinaria ignorando por completo al sargento. Casi le ordenó que no respondiese a ninguna de sus preguntas porque estaba usando con ella una técnica estudiada para llevarla a su terreno; hacerla dudar y obtener las respuestas que él mismo dirigía con sus preguntas. Le acusó de manipulador, incompetente y rastrero por intentar sacarle algo presionándola con saña, y sugirió con firmeza acabar de una vez con el buen talante con que se recibía a la policía en la finca, porque no eran de fiar. Y, dicho fuera de paso, tampoco parecían demasiado competentes, porque si lo fuesen estarían buscando al verdadero culpable en lugar de perder el tiempo con alguien inocente como ella.

Dana la miraba aturdida. Sus manos perjudicadas se removían temblorosas en el regazo hasta que Kate las cubrió con las suyas y se acercó para hablarle en un tono más afectuoso.

—No puedes fiarte de ellos, Dan, sólo quieren cerrar el caso y no tienen culpable. Por eso vienen a molestarte, para ver si sacan algo que te incrimine.

Dana la escuchaba como a una visión y Kate continuó con autoridad:

—No vas a dejar que te hagan eso, ¿lo entiendes?

La BlackBerry interrumpió el monólogo y Kate la sacó del bolsillo para estudiar la pantalla. Aquello significaba que ya tenían juez definitivo para el caso de Mario. Miró a Dana y enarcó las cejas como advertencia para que siguiera sus órdenes.

—Tengo que cogerlo —pareció disculparse. Y luego se levantó para desaparecer con paso firme en dirección al porche de la cocina.

La marcha de Kate dejó un silencio denso en la sala y una mezcla de desconcierto e indignación en la cara del sargento. Dana agradeció que no fuese ira, ya que eso la hubiese puesto en una situación aún más incómoda.

—Lo siento, a veces se olvida de que el mundo no es un juicio, ni toda la gente, enemigos. —Y tras un silencio tenso justificó—: Lleva un caso muy importante en Barcelona y está nerviosa por tener que quedarse aquí.

J. B. asintió con gesto irritado. Era evidente que ya había tenido bastante. Dana intuyó que iba a levantarse e hizo lo propio. Le acompañó a la puerta y la sujetó mientras le cedía el paso. Al cruzar el marco, él se volvió hacia ella.

—Mándela a Barcelona si no quiere que le complique la vida —sugirió señalando con la cabeza hacia donde estaba Kate—. Su actitud no la favorece. Lo sabe, ¿verdad? Y si anda con tanto tiento me cuesta más creer en lo que me dice.

—Yo no miento, y menos en algo así. Cuando me fui de la era, Jaime estaba vivo, como le dije, y Santi estaba con él. Pasé el resto de la mañana en las cuadras de los Masó. Hable con Chico, él le dirá que estuve en su finca, ya le dije que su padre no se lleva bien con mi familia y también por qué le llevo los animales. En cuanto a Santi, no tengo ni idea de quién pudo haberle visto tan lejos de donde estaba, pero asegúrese de que el testigo no tenga tierras arrendadas a los Bernat.

Y, haciendo caso omiso de las evidentes dudas del sargento, añadió:

—Ya le dije lo que pienso de la muerte de Jaime Bernat. Era una mala persona que intentó hundirnos por todos los medios para quedarse con nuestras tierras. Pero matar a alguien no es algo que yo pueda planear, se lo aseguro.

J. B. asintió.

—Entonces ¿me está diciendo que fue un accidente?

Kate le acababa de decir que tuviese cuidado con él, y esa pregunta le daba la razón. Cuidado, Dan.

—Yo no estaba allí cuando murió. Es lo que le dije la primera vez y lo que sostengo ahora.

J. B. asintió.

—De acuerdo. Ya hablaremos —prometió, y empezó a bajar los escalones de la entrada.

Al verle llegar abajo, Dana temió que el enfado del sargento por lo que había ocurrido con Kate la situase aún más en su punto de mira. No podía dejar que se fuese así.

—No se lo tenga en cuenta —le pidió—, está preocupada por el caso que lleva y la mata tener que estar aquí. Es sólo eso, no es nada personal.

J. B. la miró sin convencimiento. Y ya iba a marcharse, pero no se contuvo.

—En todas las familias hay una oveja borde.

Dana sonrió. Nadie conocía mejor que ella los desplantes de su amiga, lo borde que podía llegar a ser y el desprecio con el que era capaz de dirigirse a los demás. Y con frecuencia sin ser ni siquiera consciente del efecto que provocaban sus palabras. Lo había visto muchas veces, y desde siempre. Pero también cómo se encaraba a las injusticias y luchaba contra ellas como una fuerza de la naturaleza.

—No se deje engañar, la gente no suele ser lo que parece. Si llega a conocerla verá que es la mejor de todos los Salas. Ella por lo menos siempre va de frente.

El sargento entornó los ojos y Dana se alegró de haberle dado que pensar. Pero el tono del móvil le hizo dar un respingo y buscó la pantalla con el ánimo encogido, consciente de que el sargento no le quitaba un ojo de encima. No tuvo que contarlos para saber que eran trece dígitos. Avanzó el pulgar y silenció la llamada. Él seguía parado en la escalera, atento a sus movimientos. Dana se metió el móvil en el bolsillo y le sonrió.

—No me gustan los números ocultos. Se habrán equivocado.

Esperaba que su voz hubiese sonado indiferente y que el móvil permaneciese mudo hasta que el sargento estuviese lejos.

Deseó que no le preguntase nada más y que se fuese cuanto antes. Pero él no se movió.

—Por cierto, no mencionó nada sobre sus «negocios» con los arrendatarios de Bernat.

Dana notó el instante preciso en el que la sonrisa se le congelaba en la cara. ¿Cómo sabía eso?

El sargento esperaba una respuesta con un pie en las piedras del camino y el otro sobre el primer escalón. Dana trató de discurrir si había algo malo en lo que había intentado hacer y decidió que él lo averiguaría de todos modos.

—Jaime Bernat arrendaba tierras propiedad de otras personas. Y estoy convencida de que engañaba a sus arrendatarios y también a los propietarios en nombre de los que intercedía. Así que, cuando lo confirmé, le advertí que si no me dejaba en paz contaría sus tejemanejes a ambas partes.

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