Ojos de hielo (16 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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El abuelo bajó del coche sin darle tiempo a retirar la llave del contacto y, cuando Kate le miró indignada, varias personas ya se acercaban a saludarle y, de paso, a echar un vistazo al coche y a la conductora. Justo lo que necesitaba.

Se volvió para coger el bolso del asiento trasero y respiró hondo. Cuando Miguel le había pedido que recogiese al abuelo ya sabía lo que iba a pasar, porque a don Miguel Salas-Santalucía, comisario del valle durante casi veinte años, le conocía todo el mundo. Y también era de dominio público su historia familiar, así que no había forma de escapar a los comentarios. Kate cogió el paraguas del maletero esperando que el abuelo hubiese ido subiendo hacia la iglesia, pero él la esperaba de pie, a unos metros del coche, moviendo el bastón con gesto impaciente. Lo alcanzó y caminaron juntos hacia la escalera del templo. Ella iba con la espalda erguida y la máscara de abogada esculpida en la cara mientras sujetaba el paraguas abierto deseando que no la reconociesen, aunque sabía que eso era imposible. Y él caminaba como si el paraguas flotase en el aire a su lado.

Durante el trayecto, Kate consiguió esquivar las miradas de los presentes. Pero, cuando empezaba a relajarse, ocurrió lo inevitable y algunos de los que se paraban a saludar al abuelo pronunciaron el temido Catalina que la hizo añorar intensamente el anonimato del paseo de Gracia.

Tras un periplo que le pareció interminable, al fin llegaron al pie de la escalinata.

Kate levantó la vista y vio al padre Anselmo entre la gente que se agolpaba ante la puerta principal de la iglesia. Estaba cerrada, y todos debían acceder al templo por la pequeña entrada lateral, con la consiguiente aglomeración. El párroco llevaba una casulla morada de aspecto impoluto. Kate contuvo la sonrisa: seguro que los manchurrones en los que Dana y ella solían fijarse cuando les daba catequesis seguían ahí debajo, en la pechera de la sotana. Le observó pasear de un lado a otro, saludando con expresión compungida y hombros caídos, esbozando alguna que otra tímida mueca de compromiso mientras la gente se amontonaba bajo la lluvia para entrar por la pequeña puertecilla de madera. Hasta que un hombre se acercó y le susurró algo al clérigo al oído. Entonces, el cura dejó que un par de voluntarios abriesen los portalones de la iglesia y extendió teatralmente los brazos para que todos los asistentes entrasen en la casa de Dios.

El padre Anselmo subió al púlpito con diez minutos de retraso. Se hizo el silencio. Se le veía pletórico y, aunque nadie pudo decir que sonreía, a Kate le pareció que iba a estallar de gozo ante tan multitudinaria audiencia. Su expresión le recordó la época en la que los reunía en la sala de actos antes de la catequesis. En cuanto empezaba a hablar, todos sabían que ese día ya no habría tiempo para las clases.

Kate estudió el altar y la pequeña tarima del púlpito donde se apoyaba el micrófono. Luego, con los ojos entornados, observó de soslayo al abuelo. La última vez que había estado allí seguía tan clara en su memoria como si hubiese sido el día anterior. Sólo con pensar en ello comenzaron a molestarle las botas, y encogió con rabia los dedos de los pies. ¡Olvídalo! Desear por enésima vez que aquello no hubiese ocurrido no servía de nada. Alzó la cabeza. Y descubrió a varias personas observándola. Notó la boca seca. Seguro que la recordaban como la niña estúpida de la carta. Basta, no quieres pensar en ello. Kate, céntrate.

Pero el sacerdote se explayaba en destacar las virtudes de Jaime Bernat, y eso no la ayudaba a templarse. Como era de esperar, no mencionó ni los contratos abusivos, ni las manipulaciones en el asunto del agua, ni las concesiones fraudulentas para explotar los recursos naturales que se aprobaban desde el CRC. Tampoco dijo una palabra sobre su obsesiva persecución de las Prats. Estaba claro que, tanto dentro como fuera de la iglesia, en el valle nada había cambiado.

Se alegró de no pertenecer ya a todo aquello, de haber conseguido escapar a Barcelona, donde nadie decidía por ella. Miró al abuelo y lo vio saludar a las dos mujeres que se habían sentado detrás de ella. Les echó un vistazo rápido. Una era Marisa, la panadera de Alp. En cuanto la oyó cuchichear, Kate se puso tensa. Seguro que hablaban de aquello. La mortificaba recordarse a sí misma en el estrado, leyendo la carta dedicada a su padre y ajena por completo a los comentarios burlones de la gente. Esas dos seguro que hablaban de ella.

Cada vez que recordaba el funeral de su padre volvía a revivir la vergüenza y la frustración que había sentido cuando, años más tarde, descubrió la verdad sobre él. La verdad que todos debían de comentar mientras ella lo elogiaba en el púlpito como una idiota. Tal y como estaba haciendo en ese momento el padre Anselmo con el malnacido de Bernat. De repente, todo aquello le pareció una pantomima, y el sacerdote, un predicador comprado. Notó un sabor amargo bajo la lengua y trató de contener las ganas de escapar a cualquier otra parte. ¿Cómo podía haber sido tan confiada, tan ciega y estúpida?

Lanzó una mirada fugaz hacia el otro lado del pasillo donde estaba su abuelo con el resto de los hombres. Cuántas veces lo había maldecido también por no haberle impedido exponerse como lo hizo… Él era quien debía protegerla y haberle contado que su padre, el hombre al que ella idolatraba por encima de todo, era un fraude, una mentira. Un jugador empedernido que los dejó sin herencia y en la calle, y que luego se quitó de en medio como un maldito cobarde. Pero no, en lugar de eso, de afrontar la realidad e ir con la verdad por delante, el ex comisario había conseguido imponer en la familia un pacto de silencio que la puso en el más espantoso de los ridículos. No debíamos ensuciar el recuerdo que tenías de tu padre, le había respondido cuando se encaró con él. Y, desde entonces, empezó a preguntarse si no tendría él la culpa de cómo había salido su hijo.

Kate aspiró aire y lo expulsó por la boca. Ahora llevaba tiempo sin hacerlo, sin preguntarse nada sobre todo aquello, porque en el fondo ya no le importaba ni formaba parte de su vida. Por lo menos, no cuando estaba en Barcelona, lejos de quienes la hacían sentir ridícula y culpable por todo.

Incluso Dana había conseguido sacarla de quicio la semana que habían pasado juntas resolviendo varios asuntos legales tras la muerte de la viuda. Hacía casi un año de aquella conversación y, cuando la recordaba, aún le quemaban las tripas. Piensa en cómo debió de sentirse tu abuelo con un hijo así dentro del cuerpo de policía. Seguro que para él también fue complicado, le dijo. Y ella le respondió lo único que le había permitido la rabia que tenía dentro, que qué le estaba contando, que si acaso tenía ella la culpa de eso, de que su padre fuese un sinvergüenza, porque si era así, entonces ellas dos tenían un problema muy serio.

Intentó respirar hondo de nuevo y, sin querer, suspiró ruidosamente. De inmediato notó el peso de la mirada implacable del abuelo. ¡Dios!

Pero las palabras de Dana continuaban inundando su mente como un enjambre. Pensar en el sufrimiento de los demás. ¿Estaba de broma? ¿Acaso no tenía ya bastante con el suyo, con lo que le pasaba por la cabeza en aquella época cada vez que salía a la calle, con cómo se sentía cuando la gente se la quedaba mirando? Lo que le importaba entonces, a los dieciséis años, era la traición de los suyos y la promesa que se había hecho de largarse en cuanto pudiese y no perdonarlos en la vida. Casi quince años después, en pleno entierro de Jaime Bernat, Kate sabía mejor que nadie que no existían verdades absolutas, ni buenos o malos, y aun así, aquella ocultación seguía pareciéndole absolutamente imperdonable.

Porque lo que ocurría en el resto del planeta no valía en el valle. Allí la memoria era eterna. Pasaba como la tierra, de padres a hijos, hasta que tarde o temprano alguien sacaba de nuevo la porquería a la luz para que todos volvieran a oler su tufo y se regodeasen comentando las miserias de sus vecinos. Por eso se había marchado. Por eso, para no cumplir las órdenes del abuelo, como hacían todos, y para librarse de la vergüenza que le producía el recuerdo de aquel día.

Una mano abierta le rozó el brazo y la devolvió al presente, a la voz del padre Anselmo y a los cuchicheos de las mujeres. Kate estrechó esa y otras manos, deseó la paz a varias personas que la rodeaban e incluso se volvió para ofrecer la suya a las brujas que habían encendido sus recuerdos. Sabía que durante la ceremonia todos fingirían estar atentos y que lo peor vendría luego, a la salida.

La voz del sacerdote empezó a perderse de forma intermitente entre los susurros de las dos mujeres que murmuraban detrás. El párroco, dichoso por tener ante sí una audiencia tan cuantiosa, hablaba sobre la figura del fallecido con el ritmo lento y pausado de los oradores con vocación docente. Kate pensó en Jaime Bernat y en lo que el padre Anselmo estaba contando de él. Hacía años que no le había visto, pero recordaba bien sus ojos pequeños y grises, de mirada fría, y el hoyuelo en el mentón.

Por primera vez se planteó quién lo habría matado. Se le ocurrió que quizá el asesino estaba en aquella iglesia y no pudo evitar el deseo de desenmascararle. Ése podría haber sido un buen golpe de efecto, algo que borrase de un plumazo el recuerdo que de ella tenía la gente desde el entierro de su padre.

Durante el sermón el ambiente empezó a relajarse. Se notaba por los murmullos de fondo y el movimiento en los bancos. Alguien le tocó la espalda, y Kate se volvió. Pensaba en que Miguel aún no había dado señales de vida cuando la panadera de Alp le sonrió con un gesto de disculpa mientras la otra mujer la observaba con curiosidad. Vaya truco más estúpido, pensó con una sonrisa forzada. Pero antes de volverse, algo llamó su atención.

Al fondo de la iglesia, una pareja de desconocidos seguía la ceremonia de pie, separados del resto. La mujer llevaba un abrigo largo de color perla abrochado hasta el cuello. Kate reparó en el pañuelo de seda que le cubría la cabeza como si fuera un pirata y en que el hombre que estaba a su lado llevaba unas pequeñas gafas redondas y oscuras incluso dentro del templo.

Dudó si preguntarle al abuelo por ellos al final de la misa, pero decidió ahorrarse la mirada de desaprobación y la rabia contenida. Se volvió de nuevo.

Ahora se detuvo algo más de tiempo. La mujer del pañuelo llevaba las cejas dibujadas con lápiz, y su acompañante, barba de pocos días y una gabardina oscura. Calculó que ella tendría más o menos su edad, pero él era bastante mayor. No los había visto nunca y no parecían del valle. En ese momento algo le rozó de nuevo el brazo.

La panadera de Alp le hizo un gesto para que se acercase y Kate se agachó ligeramente para escuchar cómo le susurraba que la del abrigo gris era Inés Bernat, la hija del fallecido, que se había marchado a Barcelona con su madre hacía más de veinte años. El hombre era su marido, el cardiólogo extranjero que había tratado a su difunta madre. Así se conocieron, añadió con una sonrisa de suficiencia. Kate evitó mirar a los aludidos mientras la otra mujer los repasaba sin reparos. Acto seguido empezaron a parlotear entre ellas sobre la edad de él y sobre si la diferencia entre ambos era cosa buena o mala en un matrimonio. Kate les dio las gracias y, justo antes de volverse, una de ellas la sujetó del brazo. Quería saber si seguía soltera. Kate asintió y volvió la mirada hacia el cura, justo a tiempo de vislumbrar cómo los labios de su abuelo sonreían. Malditos chismosos.

A la salida de misa la gente se congregó en pequeños grupos que discutían principalmente sobre la muerte de Jaime Bernat y el futuro de sus asuntos. Kate buscó con la mirada a la pareja a la que había estado observando en la iglesia, pero no había ni rastro de ellos. Hizo lo mismo con Santi, el hijo de Bernat, y le encontró en el corrillo del alcalde, al lado de una mujer con el pelo rojo y traje chaqueta claro a la que no conocía.

Desde donde estaba era fácil darse cuenta de que, aunque fingía seguir la conversación, Santi estaba buscando a alguien. La sorprendió el aspecto que tenía con aquella barba. Era como un gigante de cuento y no se parecía en nada a su padre. Tal vez Dana tuviese razón y los problemas hubiesen acabado. Siguió observándole a él, y al grupo que le rodeaba, hasta que Santi volvió la cabeza y sus miradas coincidieron.

Un escalofrío la cruzó como un relámpago, los ojos de Jaime Bernat seguían vivos en su hijo, igual que la frialdad de su mirada y algo más que no sabía definir pero que la obligó a apartar la vista en cuanto fue consciente de que él estaba a punto de reconocerla. Y en ese instante Kate intuyó que los problemas de Dana estaban lejos de acabarse. Intentó localizar a la hija de Bernat y al marido. No los había visto conversar con Santi. Ni siquiera se habían acercado para despedirse. Tal vez no se llevasen bien, las relaciones fraternales podían ser muy complejas, ella lo sabía muy bien. Aun así, puede que fuese a Inés a quien buscaba Santi. Entonces sus miradas se cruzaron de nuevo, y justo en el instante en el que Kate vio que la reconocía, alguien la pellizcó en el brazo y la sobresaltó.

Dispuesta a soltar un improperio a su hermano Miguel, se volvió y lo que encontró fue la sonrisa franca de Chico Masó. Esta vez no llevaba el sombrero y tenía un aspecto tranquilo y saludable. Kate pensó que tener tratos con alguien así era justo lo que Dana necesitaba. Le contó a Chico que Dana había preferido no ir al entierro, y él respondió que había hecho bien. Pues él tampoco hubiese ido de no ser porque quería acompañar a su madre.

Cuando se despedían, Kate vio pasar un deportivo biplaza oscuro. Inés Bernat iba en él y conducía su marido. Él seguía con las mismas gafas redondas y oscuras, pero en lugar de la gabardina vestía una camisa blanca impecable. Su perfil le trajo a la memoria a un actor norteamericano cuyo nombre no consiguió recordar. Kate buscó con la mirada a Santi para confirmar sus sospechas, pero en ese momento un grupo de hombres le rodeaban y no pudo verle la cara.

Poco después, se acercó la madre de Chico. Uno de los policías había quedado en pasar por la finca para hablar con ella sobre el hallazgo del cuerpo de Jaime Bernat y quería irse a casa. Los Masó se despidieron y Kate se quedó al lado del corrillo de su abuelo rodeada de gente con la que no quería hablar. No había rastro de Miguel, así que no podía irse hasta que el abuelo estuviese listo y tampoco quería quedarse allí de pie como un pasmarote. Quiso decirle que le esperaba en el coche, pero pronto comprendió que no habría manera de interrumpirle, así que sacó la BlackBerry y miró al cielo encapotado antes de empezar a revisar los correos, convencida de que lo único que podía acelerar su marcha era un buen chaparrón.

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