El sargento se sentó y cogió de nuevo la botella. Un Agua de Moritz sin alcohol, curioso. Kate volvió a donde lo habían dejado antes de la interrupción:
—Has dicho que sabías cosas de Dana. Si son malas, seguro que son mentira. Si la conocieses, lo sabrías.
J. B. dibujó una sonrisa ladeada que dejó el diente roto al descubierto y puso la botella sobre la mesa. Ella insistió:
—Así que deja ya de hablar por hablar. Estoy segura de que ni siquiera te has molestado en mirar la lista que te di —le acusó.
Él rascó con la uña del pulgar la etiqueta estampada de la cerveza y Kate pensó que no sabía qué decir. Pero J. B. respondió en seguida.
—No sólo la he mirado, sino que me han bastado cinco minutos al teléfono con el primer tipo que aparecía para tener más claro que nunca hacia dónde hay que apuntar. Créeme, esa lista ha sido reveladora.
Ella le miró sorprendida y también algo intrigada.
—¿Has hablado con alguien?
J. B. asintió.
—Y yo tenía razón, ¿no?
El sargento señaló con la Moritz hacia la puerta por donde acababa de salir Miguel.
—Mira, le he prometido a tu hermano que te escucharía cinco minutos más, pero no voy a contarte nada del caso.
—Pero ¡si esa lista te la di yo!
—No la necesito. Ayer encontramos el bastón de Jaime Bernat en la finca de tu amiga y, si sus huellas están en él, no habrá nada que impida una citación del juez. Así que en cuanto aportemos el móvil que tiene estará todo dicho.
—¿El móvil? ¿Qué móvil? Todo el mundo tiene derecho a defenderse cuando le atacan.
—Sí, pero sin matar a nadie. Tu amiga tendría que haberse limitado a lo de los arrendatarios.
—¿Qué arrendatarios?
Su mirada de desconcierto la hizo sentir como una ingenua.
—Pues los que intentó poner en contra de Bernat hace unos meses. ¿Tampoco lo sabías?
La voz de Silva mezclaba sarcasmo con incredulidad.
—No me lo creo. Dana es la mejor persona que conozco. Puede que sea quejica o demasiado blanda, pero se dejaría matar antes de hacer daño a alguien. Y es incapaz de maquinaciones como ésas.
J. B. sonrió. Esta vez no hubo sarcasmo en sus palabras.
—Tantos aires de superabogada y al final eres una ingenua incapaz de ver la realidad aunque esté ante tus narices.
Silva bebió otro trago de la botella y Kate tuvo que contener las ganas de partirle la cara. El muy imbécil intentaba sacarla de quicio, pero no iba a conseguirlo. Se preguntó si de verdad se le estaba escapando algo o si sencillamente él se estaba marcando un farol. Se preguntó, incluso, si Miguel se habría ido de la lengua con la historia de su padre y ahora el sargento pretendía humillarla. Le observó pedir otra Moritz y buscar monedas en el bolsillo del pantalón. Luego las dejó sobre la mesa y la miró entornando los ojos, como si quisiese saber lo que pensaba. Kate notó que se ruborizaba y buscó la BlackBerry. Luego la mantuvo apretada en la mano, incapaz de pensar en algo que decir. Céntrate, sólo quiere confundirte y no te conoce. ¿Qué puede importarte un colega de Miguel? Lo importante es Dana, y el caso, y quemar vivo al maldito andorrano en cuanto cumpla su cometido. Vamos, ponte las pilas, Kate.
—Que no te preocupe mi ingenuidad, sargento. Lo que debería mantenerte en vilo es dejar que culpen a un inocente por tu desidia. Dana no le mató, y si tuvieras la más mínima idea de por qué discutió con él, comprenderías en seguida que es buena persona.
Su respuesta la desconcertó.
—¿No te referirás a lo del árbol?
Pero ¿cómo narices…?
De repente, Miguel se sentó de nuevo con ellos. Ninguno le había visto entrar porque estaban inclinados sobre la mesa, atentos el uno al otro. Ambos se volvieron hacia él al mismo tiempo, y Miguel les dijo que el coche no había querido arrancar y que la grúa aún tardaría media hora. Kate volvió a la carga con Silva.
—¿A qué te refieres con lo de que no veo?
J. B. la miró directamente y se acercó aún más. Kate retrocedió un poco.
—No tienes ni idea de los problemas de tu amiga, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir? Dana no tiene problemas, o yo lo sabría.
Empezaba a impacientarse. La conversación no avanzaba. El sargento se echó hacia atrás y miró a Miguel. Luego, de nuevo a ella.
—Entonces, ya sabes que está a punto de perder la finca y que Jaime Bernat tenía un poder para hacerse con ella en cuanto venciesen cierto número de cuotas sin pagar y el banco la ejecutase. Eso me lo dijo el primer tipo de tu lista, mira por dónde. Y sabrás que ni siquiera paga a los proveedores y que algunos ya no le sirven género, que lleva meses acumulando cuotas impagadas y, por lo que parece, están a punto de embargarle la propiedad.
Kate lo miraba incrédula. ¿Quién podía haber difundido esas barbaridades?
El sargento continuó:
—Bueno, pues la muerte de Bernat digamos que deja algunos asuntos en espera hasta que se resuelva la herencia. Eso le da tiempo a la buena persona de tu amiga para conseguir el dinero.
Aquello no era verdad. Imposible. La gente es imbécil y se cree cualquier rumor. Llevaban una semana viviendo en la misma casa, por el amor de Dios… Dana estaba bien. Si no, se lo hubiese dicho y ella la habría ayudado, como siempre, como le había prometido a la viuda.
Pero de repente recordó la despensa y los armarios vacíos de la casona, y se preguntó cómo podía haber estado tan ciega.
El sargento puso la mano en el hombro de Miguel. Y el gesto le recordó a Kate al abuelo el día del funeral.
—Macho, creo que tu hermana tiene que hablar largo y tendido con su cliente y ver dónde se mete.
Kate buscó su mirada, pero Miguel tenía los ojos clavados en la cerveza.
—Oye, tío, lo siento, sé lo que tienes con la veterinaria, pero alguien tenía que decírselo —siguió hablando el sargento.
J. B. había hablado como si ella no estuviese allí mientras la señalaba con la cabeza. Kate no podía apartar la atención de su hermano y, cuando Miguel levantó la cabeza, comprendió que se la habían vuelto a jugar.
Veinte años después volvía a ser la última en enterarse de todo. Esta vez, incluso la propia Dana la había dejado al margen. Eso dejaba claro que todo seguía igual, que nadie la tenía en cuenta. Y, de repente, necesitó salir de allí. Buscó el bolso y se puso la chaqueta. En el valle sólo le quedaba hablar con Dana, recoger sus cosas y largarse.
Cogió la BlackBerry y, mientras la guardaba en el bolso, reparó en la chica que se acercaba por detrás al sargento. Kate la miró sin atención, pero ella le guiñó el ojo con un dedo sobre los labios y entonces la abogada se fijó en ella. Era difícil no verla, con sus vaqueros ajustados y la minicazadora acolchada en plata brillante que apenas le llegaba a la cintura. Mientras la observaba frotarse las palmas de las manos, Kate empezó a comprender y miró fugazmente la mano de Silva sobre el hombro de Miguel. Su hermano aún asentía a las explicaciones del sargento. Cuando quiso darse cuenta, la joven le había tapado a Silva los ojos con las manos y Miguel la contemplaba embobado. Los labios del sargento sonreían, pero mantenía el ceño fruncido. La chica de la bomber plateada le rodeó y con las manos sobre sus ojos se le sentó en las rodillas. Cuando le dio el beso a lo Gilda, él respondió levantando los brazos, como si le estuviesen atracando.
Sencillamente, Kate no tenía tiempo para eso.
Cuando Tania lo soltó y él la buscó con la mirada, la letrada ya iba camino del coche.
Finca Prats
La casa estaba a oscuras. Al entrar, se secó las lágrimas y escuchó atenta si Dana había llegado. No sabía si querría quedarse a dormir cuando tuviese las respuestas que había ido a buscar. Pasar la noche en casa del abuelo estaba descartado, pero volver a Barcelona era física y mentalmente imposible cuando a la mañana siguiente tendría que volver para ocuparse de la fiesta. Cerró la puerta y se quitó la chaqueta. Aún estaba húmeda, igual que su espalda y sus hombros. La experiencia en la finca de Santi le parecía ya de otro siglo.
La casa estaba en silencio, igual que un escenario sin actores. A Kate, helada por dentro y por fuera, le escocían las rodillas con cada movimiento. Avanzó unos pasos dispuesta a esperarla en la sala y entonces vio su silueta ante la tenue luz de la chimenea.
Dana permanecía sentada en el suelo, al lado de
Gimle
, con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros. Mantenía los ojos clavados en el fuego. Kate apretó los labios. Esta vez no iba a dejarse engañar por su fragilidad. Le pediría explicaciones por su traición y, una vez confirmada, todo habría acabado. Kate buscó los ojos de la viuda. Dana la había excluido deliberadamente durante meses de sus problemas más graves y era evidente que en realidad no quería su ayuda. Así que probablemente lo mejor fuese desentenderse. Entró en la sala y se sentó en el Chester, detrás de Dana. La veterinaria ni siquiera se movió. Permanecieron unos segundos en silencio. Kate decidiendo cómo preguntarle, pero Dana se le adelantó.
—¿Qué tal te ha ido el día? Aún te espero para ir a Cal No…
—¿Cuándo se supone que ibas a decírmelo? —la interrumpió Kate.
Esta vez no estaba dispuesta a dejarlo pasar, no podía haber clemencia para tan alta traición. Y encima le dolía el estómago como si tuviese dentro el maldito cráter del Poás.
Dana se volvió y dejó la taza en el suelo. Kate vio las lágrimas en sus mejillas, pero se obligó a recordar su propia ofensa, cómo se había sentido al escuchar la verdad de labios de un extraño y ratificarla en la mirada de Miguel. Dana se mostraba abatida, pero Kate no podía dejar de pensar en si le dolía más la falta de sinceridad de su amiga o que Miguel estuviese al tanto de todo. Incluso se preguntó fugazmente si el abuelo estaría también al corriente.
—¿A qué te refieres? —pidió Dana.
—Acabo de pasar la tarde escondida en un almacén helado en la finca Bernat, buscando pruebas que inculpen a Santi. Y, créeme, tal como estaba cuando ha entrado en el almacén, si llega a descubrirme, no sé lo que me hubiese podido hacer. —Hizo una pausa—. Y luego he quedado con el sargento para convencerle de que eras inocente, de que no matarías una mosca y de que serías incapaz de cargarte a nadie.
Kate la vio encogerse bajo la manta.
—¿Y lo has conseguido?
—Me ha respondido que era difícil creerse algo de eso cuando estuviste manipulando a los arrendatarios de Bernat a sus espaldas para ponerlos en su contra y que cuando uno ve peligrar lo suyo es capaz de cualquier cosa.
Kate hizo una pausa para que Dana se explicase, pero la veterinaria permaneció en silencio.
—¿Y sabes lo que le he contestado? Pues que tú no tenías nada que temer de Bernat, que todo iba bien en la finca y que, si esos rumores de que estás arruinada no fuesen falsos, ¡yo habría sido la primera en saberlo!
Kate había levantado la voz sin ser consciente, y Dana cogió aire y dejó caer los hombros casi de inmediato. Sus ojos miraban al suelo. Kate negó con ironía.
—Y entonces ha sido cuando me lo ha dicho. Y ha disfrutado haciéndolo, créeme, se han divertido mucho dejándome como una gran imbécil. ¡Ah!, porque Miguel también estaba…
Y sin darle tiempo a replicar añadió:
—¿No tienes nada que decir?
Y esa vez tampoco esperó a la respuesta.
—Pues ya te lo diré yo. Resulta que todo el mundo sabe que mi mejor amiga lleva meses sin pagar la hipoteca y a los proveedores, que Bernat poseía un poder sobre sus tierras y que, con su muerte, la finca Prats ha ganado algo de tiempo. Lo sabía todo el mundo menos yo. Hasta ese maldito poli que no lleva aquí ni dos días. ¿Te dice algo todo eso? ¡Porque al sargento le parece un móvil de lo más convincente…!
Dana la escuchaba gritar en silencio, con las mejillas mojadas. Cuando bajó la cabeza, dos nuevas lágrimas resbalaron hasta caer sobre la manta que mantenía cruzada sobre el pecho.
Kate supo que no iba a hablar. Esa costumbre tan Prats de pasar de puntillas por los enfrentamientos sin rozar siquiera la línea de fuego, esa forma de esconder la cabeza bajo el ala, de pensar que Dios proveerá, la ponían enferma. Se levantó y fue a sentarse en la butaca al lado de la chimenea. Necesitaba estar más erguida, más alejada, y verle la cara.
—Creo que merezco una explicación… antes de irme.
Dana negó con la cabeza y Kate se forzó a no sentir lástima. Su amiga permanecía en esa posición encorvada, casi fetal, que le había visto tantas veces cuando la viuda estaba en las últimas, esa que le hacía desear abrazarla.
Pero esta vez la ofensa era demasiado grande y ocupaba incluso el espacio de la compasión.
Cuando ya no lo esperaba, Dana respondió con un hilo de voz.
—No quería meterte en problemas. Sabía que el caso Bernat se iba a complicar y no quería salpicarte.
—¡¿Salpicarme?! Pero ¿qué sandeces son ésas?
Kate no podía creer lo que estaba oyendo. Algo la hizo mirar al cuadro de la viuda y negó con la cabeza, como si ella pudiese verla y comprender su terrible enojo. Inspiró y Dana continuó hablando.
—Mira, tú estás muy liada con tus casos. No puedes estar en todas partes. Yo no quiero molestarte. Ya buscaré a alguien que me ayude.
Era eso: le recriminaba no estar al ciento por ciento por ella. Había que joderse. Tener que oír eso cuando aún le sangraban las rodillas de estar tanto tiempo encogida bajo la lona del tractor de Santi… Kate contempló sus pantalones rotos y manchados, las botas sucias, y se sintió vacía y cansada. Se había roto el último vínculo que la mantenía conectada al valle. No tenía necesidad de soportar tanta ofensa ni de ser la última en la lista de nadie. Dana había elegido sus apoyos, y su lugar lo había ocupado Miguel. Comprensible. Ella estaba lejos, y él, al lado. La contempló. Sentada en el suelo, Dana continuaba ausente. Era irritante que no fuese capaz de reconocer y valorar sus verdaderos apoyos. Miguel la dejaría tirada cuando más lo necesitase, él siempre había hecho lo mismo, y ambas lo sabían.
—Si eso es lo que crees no hay más que hablar. Soy una mala persona porque he desatendido tus asuntos, una mala amiga que no merece ni un voto de confianza. Sólo espero que te des cuenta de lo que estás despreciando. —Kate se puso de pie—. Veo que no me vas a decir nada. Dejarás que me vaya sin ayudarte sólo porque no eres capaz de contármelo.
La veterinaria se encogió sobre sí misma.