Vamos, Kate, tienes que contarle todo lo que has visto. Respiró hondo y comenzó a repasar mentalmente lo que había sucedido desde su entrada en la finca Bernat. Pero sus pensamientos dejaban de avanzar en cuanto evocaba la imagen de Santi con el hacha destrozando la casita de muñecas. Sin ser consciente, Kate contenía la respiración hasta que ya no podía más, y vuelta a empezar. Dos golpes en el cristal le abrieron los ojos de inmediato. Miguel la observaba con el ceño fruncido y su primer impulso al verle fue echarse a llorar. Intentó tragarse las lágrimas, pero cuando quiso abrir la boca se le escapó un sollozo entrecortado que la sorprendió.
Kate sabía que debía contenerse o entraría en una espiral de llanto de la que no podría salir. Por suerte, nadie lo había oído. Volvió a tragarse las lágrimas e intentó sonreírle mientras buscaba a tientas el botón para bajar el cristal. Eso hizo que el ceño de su hermano se frunciese aún más. Miguel intentó abrir la puerta desde fuera. El clac de la manecilla rompió el silencio hermético del interior del Audi y la hizo reaccionar.
Al principio, ponerse de pie y caminar fue un suplicio. Miguel le preguntó y ella le respondió que tenía frío, que sólo necesitaba tomar algo caliente y que había quedado con el sargento en el Insbrük. Su hermano la observaba extrañado, pero, por una vez, no dijo nada y la siguió hasta el bar.
Kate caminaba ligeramente encogida. Las rodillas le escocían a cada paso con el roce de la tela del vaquero y le costaba contener el llanto. Pero el mayor problema era el temblor de las manos. En cuanto las sacase de los bolsillos, Miguel se daría cuenta y tendría que contárselo todo. Y lo peor era que el sargento estaba a punto de llegar. Pensó en la poca luz que había en los servicios del Insbrük y en si tenía tiempo de acercarse al Café y Té para echarse un vistazo. Pero daba igual: hiciese lo que hiciese, se darían cuenta de que le pasaba algo.
Llegaron al Insbrük y Miguel le sujetó la puerta. Kate esbozó una mueca, muy mal tendría que verla para cederle el paso. Entró y con la cabeza baja fue directa al servicio.
Casi cinco minutos después oyó dos golpes en la puerta y la voz preocupada de su hermano preguntando si iba todo bien. Le respondió con un dos minutos y se secó la cara con papel de váter. Había conseguido serenarse, retirar los restos de maquillaje y sonreírse varias veces para relajar la musculatura facial. Con la ayuda de las fotos que tenía en la BlackBerry no sería difícil convencer al sargento.
Pero al salir del servicio, con la calidez de la atmósfera y el estruendo de los vídeos musicales de la televisión, tuvo que contener un nuevo sollozo. Permaneció quieta e intentó reprimir las lágrimas sin dejar de mirar a la pantalla del bar. Al final, la silueta de Chris Martin en mitad de un concierto hizo que se centrarse en la letra, y eso la ayudó a templarse. Casi se olvidó de todo hasta que Miguel le empujó la espalda suavemente y la dirigió hacia las mesas del fondo. A medida que avanzaba, Kate empezó a entrar en un estado de relajación casi catatónica, como cuando acababa por fin con uno de esos casos complejos que Paco le confiaba.
Se sentó y miró alrededor. Dos tipos en la barra le estaban mirando las botas. Bajó la vista y sus labios se despegaron de golpe.
—Voy a por dos cafés y me cuentas lo que ha pasado —dijo Miguel soltando las llaves sobre la mesa y señalando el rastro de barro que había dejado desde el baño.
Diez minutos y un americano después, Kate Salas le estaba contando a su hermano mayor lo que había vivido en la finca de los Bernat. Mientras lo hacía, sus manos dejaron progresivamente de temblar y las palabras de Santi fueron acudiendo a su mente como dictadas por un duende de la memoria. Ella las repetía para Miguel, que la escuchaba con atención de cazador. Ninguno se dio cuenta de que el sargento entraba en el bar, ni de que pedía una Moritz en la barra. Sólo cuando J. B. clavó la botella sobre la mesa que compartían, los hermanos Salas levantaron la vista y Miguel le invitó a sentarse. Kate permaneció callada y volvió a buscar refugio en la pantalla y a oír la música de fondo mientras notaba sobre ella la mirada del sargento. Kate era consciente del mal aspecto que debía de tener, con el pelo húmedo, el pantalón roto, las botas embarradas…
Clavó los ojos en el rostro de Chris Martin y cogió aire. Si había vuelto al valle y había entrado en la finca de Santi era únicamente por un motivo: para desvincular a Dana del caso. Y ahora que por fin podía aportar pruebas de que sus argumentos contra Santi tenían fundamento, nada iba a detenerla.
Los de Coldplay saltaban rodeados de cables en la pantalla. Kate se imaginó en una de esas vistas en las que nadie podía con ella, se irguió y decidió que había llegado el momento de emplearse a fondo. No le pasó desapercibida la mirada de sorpresa de su hermano al verla enderezarse y respirar hondo. El sargento se dejó caer en uno de los taburetes y la tentó alisarse el pelo, pero se propuso olvidar el aspecto que debía de tener y reprimió la tentación de ir un momento al servicio a echarse un vistazo rápido, pues temía que las piernas le fallasen de camino al baño. Así que sacó la BlackBerry del bolso, buscó una de las imágenes y la dejó sobre la mesa, delante del sargento, agradecida de que el temblor de manos hubiese remitido. La noche anterior apenas había dormido. Estaba cansada, muy cansada, eso era todo. Inspiró de nuevo antes de hablar.
—Éste es el quad de Santi. Está en su finca, en el almacén que hay al lado del granero. Creo que iba en él el día en el que murió su padre.
Consciente de lo suave que había sonado su voz, carraspeó. Le faltaba energía, pero allí estaba y acabaría el trabajo.
J. B. la miró perplejo y luego miró a Miguel. Kate veía en sus ojos que estaba atando cabos. Bien, a estas alturas ya debía de tener claro que ella no era de las que se quedaban esperando. De repente, al sargento se le frunció el ceño y Kate vio cómo miraba a su hermano con incredulidad.
—¿Ha entrado en la finca de los Bernat? —le preguntó Silva a Miguel.
Su hermano asintió, y J. B. la miró con desaprobación.
—¿Tienes idea de lo que has hecho? —le dijo el sargento—. Has entrado en una propiedad privada, eso es allanamiento. ¡Podría costarte la inhabilitación! Y tú —acusó a Miguel—, ¿cómo puedes ser tan permisivo con algo así? Conoces la gravedad de lo que ha hecho y lo dejas pasar como si nada. Macho, no te reconozco.
J. B. negó con la cabeza y clavó los ojos en Kate mientras ella observaba con pasmo cómo Miguel apoyaba una mano en el hombro del sargento.
—Se nota que no tienes hermanas, tío. —Y señalando la Moritz añadió—: ¿Otra?
Silva volvió a negar, como si aquello no tuviese solución. Cuando Miguel los dejó solos, Kate notó su hostilidad y la atenazaron de nuevo las ganas de llorar.
—¿Tienes idea del compromiso en que me pones? Debería denunciarte ahora mismo, porque si esto sale a la luz y alguien se entera de que yo lo sabía, estoy jodido, ¿entiendes? No soy tu hermano, no esperes permisividad, y mucho menos una palmadita en la espalda por esto —le advirtió señalando la BlackBerry.
¿Se podía ser más imbécil? Kate empezó a encenderse. Y encima se creía con derecho a echarle la bronca después de la tarde que había pasado. Seguro que él había estado relajadito rascándose la panza mientras ella hacía su trabajo. ¿Y Miguel? Su gesto la enervaba. Como de costumbre, su hermano desaparecía en cuanto empezaba la discusión. Estaba claro que al final siempre tenía que sacarse las castañas del fuego ella sola. Ni siquiera sabía por qué se lo había contado. Era una idiota.
El sargento bebió de la botella y a Kate le dieron ganas de hacérsela tragar. Puede que su hermano bajase la cabeza ante cualquiera, pero ella no lo tenía por costumbre, y menos aún cuando sabía que tenía razón. Se olvidó de Miguel y clavó los ojos en el sargento. Se le habían esfumado las ganas de llorar.
—¿Así que estás jodido? —replicó sarcástica—. Pues mira, a lo mejor si alguien hiciese mejor su trabajo yo no tendría que andar escondiéndome como una ladrona en los garajes y almacenes de la gente para conseguir pruebas. Ayer te di la lista, y ahora esto. Y si no te han enseñado a dar las gracias no es mi problema. Pero no me vengas con chorradas de inhabilitaciones cuando el incompetente aquí todos sabemos quién es.
El sargento se incorporó colérico. Quería intimidarla, y Kate se forzó a no retroceder ni un centímetro.
—¡Lo que pasa es que no tienes nada en la cabeza! —la acusó sujetándola por sorpresa del brazo—. ¿No te das cuenta de que ese tipo podía haberte destrozado? Y, entonces, ¿qué? ¿Habría valido la pena? —preguntó con el rostro a un palmo del de la abogada.
Silva dejó de hablar, pero siguió con los ojos fijos en ella hasta que Kate detectó que la mirada rabiosa del sargento se transformaba. Apenas fueron unos segundos: él le apretó el brazo, tiró de ella y cuando estuvieron a pocos centímetros sus ojos descendieron hasta los labios. La mano del sargento le quemaba el brazo, Kate se apartó y el sargento la soltó. Ambos se sostuvieron las miradas hasta que él apoyó los codos en las rodillas, cogió la cerveza y sonrió con sarcasmo.
Kate buscó a su hermano. Pero ¿qué había sido eso?
Quería acabar lo que había ido a hacer y marcharse del Insbrük. Entonces ¿por qué no lo hacía? De hecho, sólo había que convencer al sargento para que investigase el quad de Santi. Miguel le sonrió desde la barra. Había empezado una partida de dardos con tres tipos más. Sin mirarle directamente, Kate advirtió que el sargento dejaba la Moritz sobre la mesa, y se sintió observada. Entonces cogió la BlackBerry, recuperó la imagen del quad y la dejó sobre la mesa, al lado de la botella del sargento.
J. B. cogió la botella e ignoró el aparato.
Kate lo miró directamente, él bajó la vista y dejó la botella.
Bien, seguro que estaba pensando una respuesta, y ella le iba a dar un poco más de tiempo. Al fin y al cabo se trataba de convencerle y necesitaba ganarse su confianza. Sólo que la ponía enferma esa superioridad cada vez que abría la boca. Notó de nuevo sus ojos sobre ella y lamentó su aspecto. Bajó la cabeza y tomó un sorbo del americano que le había pedido Miguel. Estaba helado y amargo, pero consiguió suavizar la sensación de sequedad que tenía en la garganta. Cuando sus miradas coincidieron de nuevo, y le pareció que iba a responderle, el móvil de Miguel empezó a moverse sobre la mesa y ambos lo miraron. J. B. lo cogió y se volvió hacia la barra sosteniéndolo en alto. Miguel se acercó para cogerlo, miró la pantalla y salió del local.
Vamos, Kate, sólo tienes que convencerle.
—Me pregunto por qué no te hiciste policía —ironizó J. B. cogiendo de nuevo el botellín—. Seguro que tu abuelo habría estado feliz. Y a estas alturas ya serías por lo menos comisaria.
Kate asintió con sarcasmo.
—Claro, eso es lo más fácil, echar pelotas fuera.
Él le mostró la botella como si bebiese a su salud y tomó otro trago.
—Tu amiga, la comisaria, quiere un culpable —continuó Kate—, y ha decidido tenerlo aunque no lo sea. Como comprenderás, no voy a permitir que le hagan esta jugada a un inocente, y Dana lo es. Estoy segura de que hasta tú te has dado cuenta de eso —concluyó irónica.
J. B. clavó los ojos en los suyos y se acercó a ella. Kate se sintió intimidada, pero no retrocedió ni un milímetro.
—No tienes ni idea de nada —afirmó él entornando los ojos—. O puede que sí, que estés al tanto de todo y que quieras colarme un gol. A ratos no sé qué pensar. Aunque la verdad es que ninguno de los dos nacimos ayer, así que no entiendo cómo esperas que me trague tu discurso de somos inocentes. Porque a estas alturas es muy poco creíble.
Kate le miraba sin comprender y él sonrió.
—Ahora ya sé demasiado de tu amiga, la de yo-no-mataríauna-mosca. Y todo gracias a ti. Irónico, ¿no?
Ambos estaban inclinados sobre la mesa y ambos miraron a la vez la pantalla de la BlackBerry cuando se iluminó y empezó a moverse. Kate vio que era el número del técnico andorrano. Lo cogió y le dirigió una mirada a Silva advirtiéndole que aquello no había acabado. Él cogió la botella de Moritz y simuló brindar por ella. Kate descolgó y salió del bar. En la puerta se cruzó con su hermano y no le devolvió la sonrisa.
—¡Sí! —soltó al sentir el frío de la calle cortándole la respiración.
—…
—¡Pero qué me estás contando! —gritó rabiosa—. Los bancos tenéis auditorías constantemente y siempre se os avisa, lo sabe todo el mundo. No me vengas con historias y acaba de una vez con tu parte. Me estás agotando la paciencia.
—…
—¿Que ya no puedes hacer nada? ¡Es sábado! Ten un poco de iniciativa, por el amor de Dios… Busca a alguien que te facilite la entrada y págale si es necesario, pero no voy a tolerar ni un retraso más. El plazo que me pediste cumple mañana, así que ¡¡mueve el culo!!
Clic.
—¿Oye?, ¡¡oye!!
Kate miró la pantalla de la BlackBerry. Le ardían las tripas. Pulsó la rellamada y escuchó los tonos mientras una humedad fría le impregnaba la espalda. Colgó y volvió a llamar. Esta vez, el tipo había desconectado el móvil. Se quedó mirando la BlackBerry que aprisionaba con fuerza con la mano en alto mientras pensaba en lo que podía hacer. Enfadarse no le serviría de nada. Respiró hondo y la imagen sonriente de Mario Mendes apareció en su mente. La desechó. Nadie iba a conseguir que fracasara. Ni siquiera el maldito fiscal. El muy cabrón creía que se la iba a jugar, pero de eso nada. Buscó las últimas llamadas y le mandó un mensaje a Luis. Se iban a enterar todos.
Cuando regresó al Insbrük, el sargento estaba de pie hablando con Miguel mientras éste se ponía la chaqueta. Luego encajaron las manos y su hermano se volvió hacia ella. Miguel dijo algo y ambos rieron. Por suerte había llovido mucho desde que era una niña insegura a la que afectaban las bromitas de los amigotes mayores de su hermano. Además, esa noche no pensaba irse sin cumplir su objetivo. Tenía el estómago vacío, pero la rabia por la llamada del técnico y el frío de la calle la habían despejado. Se sentía preparada para batear con el sargento y no quería distracciones. Avanzó hasta la mesa y se sentó.
Miguel, al salir, saludó efusivamente a un par de chicas de la última mesa, como si no hubiese pasado nada, como si no acabase de comportarse como un cobarde al no defenderla delante del sargento y decepcionarla por enésima vez. Se dio cuenta de que las lágrimas volverían si seguía por ahí y se forzó en recordar por qué seguía en el bar.