La Cerdanya
, mes de noviembre. Llueve de madrugada y una niebla densa cubre el fondo del valle. El cuerpo de Jaime Bernat, el terrateniente más poderoso de la comarca, yace inerte sobre la tierra gélida de una era. Entre los vecinos, todas las sospechas apuntan a Dana Prats, cuya familia mantiene un litigio generacional con la familia Bernat por un asunto tierras. Acechada, Dana pide ayuda a su amiga de infancia, la abogada Kate Salas, quien regresará a su pueblo natal dispuesta a demostrar la inocencia de su amiga.
Ojos de hielo
es una historia de familias que nos invita a reflexionar sobre la ambición y sus límites, sobre el modo en que la niñez condiciona la vida adulta, sobre las ofensas que el tiempo y la memoria convierten en agravios imperdonables… Y sobre la inexcusable necesidad de perdonar.
Carolina Solé
Ojos de hielo
ePUB v1.0
Crubiera18.04.13
Carolina Solé, 2013.
Diseño portada: P. Hierro / Planeta
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
A mi padre, y a la abuela Anita, sin duda
los más sorprendidos del cielo por todo esto.
Y a ti, lector, por confiar en esta historia.
Noviembre de 2011,
Santa Eugènia, era de los Bernat
Los ojos pequeños e inquietos del cuervo se apartaban para acabar volviendo a su objetivo una y otra vez. Desde lo alto de la estaca, vigilaba a un tiempo los movimientos de su compañera y el nuevo receptáculo para insectos que había descubierto. Era el cuerpo de un hombre, que yacía inmóvil sobre la tierra removida de una era. Hacía horas que estaba allí. Las moscas y algunos escarabajos se habían adueñado de él para poner sus huevos y empezar a succionar. Ya no era más que parte de la cadena trófica.
Mientras tanto, la incesante actividad de la fauna del estercolero, donde su compañera trabajaba sin descanso subiendo y bajando el pico rítmicamente, a intervalos breves, contrastaba con la quietud del amanecer invernal. De vez en cuando, el cuervo levantaba una de las alas y hurgaba bajo ella con interés para volver a la posición erguida y solemne del vigía.
Pero, tras un primer destello, sus ojos se clavaron sin remedio en un brillo arrebatador que acababa de descubrir. Con el segundo fulgor, desplegó las alas y tomó impulso para hacerse con el botín. Revoloteó sobre el cuerpo inerte y aterrizó a un par de metros. Entonces empezó a avanzar hacia él con movimientos cortos y bruscos, curiosos y desconfiados, pero sin dudas. La pequeña cabeza del cuervo se movía espasmódica mientras sus ojos negros, divididos entre el estercolero y su tesoro, no permanecían quietos ni un segundo.
Casi rozaba ya la chaqueta del hombre cuando, de un salto, sus patas se posaron con poderío sobre el cadáver. No era la primera vez. Miró a su alrededor y de nuevo al anillo. Erguido, empezó a avanzar despacio sobre la ropa escarchada y, cuando una de las patas se le enredó, desplegó un tanto las alas para ayudarse a avanzar con otro pequeño salto. Ni siquiera ese potente aleteo consiguió apartar a las robustas moscas grises que hurgaban en los orificios y las partes expuestas del cuerpo.
Hacía horas que el rigor mortis había comenzado, y el frío de la noche mantuvo lo que había sido un cuerpo vivo, con células y glóbulos activos, igual que una roca. No como la tarde anterior, cuando el cuervo había estado allí para llevarse el primer botín y proporcionar a las moscas un par de cavernas sanguinolentas en las que hundir sus trompas. Ahora, el líquido viscoso que entonces había resbalado hasta formar una mancha viva en la tierra no era más que una sombra oscura y reseca.
El pájaro avanzó por la espalda del hombre hasta su cana cabeza y, de un salto, se situó frente al objeto de su deseo. La mano humana, aferrada a la tierra como una garra, volvió a emitir un destello. El animal mantuvo un instante los ojos, hechizados, en ese punto. Casi de inmediato, llegó el primer picotazo. Tras un instante, con una serie de punzadas bruscas, intentó arrancar el codiciado tesoro del dedo. Pero, aun ayudándose con la lengua, su pico duro y letal apenas consiguió deformar el anillo y destripar la carne cerúlea de la mano. Al fin, un chasquido seco se mezcló débilmente con el aleteo cuando el enésimo picotazo rompió el hueso.
La noche anterior, aquello hubiese sido una carnicería sangrienta, como ocurrió con los ojos. Pero, ahora, la escena era grisácea y fría como la mañana de noviembre.
El cuervo voló hasta recuperar su posición sobre la estaca de madera, al lado del estercolero, y empezó a emitir sonidos. Parecía conversar consigo mismo, graznando y parloteando sin parar. Era como el ruido de un líquido gorgoteando en una cañería. Cuando su compañera se detuvo para mirarle, el gorjeo se transformó en un traqueteo. Y, entonces, ambos emprendieron el vuelo hacia el tesoro.
Hotel Arts, planta 38
La abogada Kate Salas se balanceaba suavemente para no quemarse con el agua de la ducha. Lo que había hecho tendría consecuencias, y la inquietaba desconocer su alcance. Porque sentirse vulnerable, o dar un paso en falso, no eran cosas que la abogada Salas encajase bien. Despertar sola en la enorme cama de una suite del hotel Arts ya no parecía un buen augurio. Además, que ella recordase, era la primera vez desde que estaba en el equipo de Mendes que éste no le había hablado del caso que estaba llevando. Eso dejaba claro que las cosas habían empezado a cambiar, y no para mejor.
Mientras se dejaba castigar por el agua, cerró los ojos. Por un instante deseó volver atrás, que todo fuese una fantasía y continuar siendo tan sólo la mano derecha de Paco Mendes, el mítico fundador y principal accionista del bufete.
Pero Kate deseaba ese ascenso más que nada en el mundo. Llevaba años soñando con él y sabía que lo merecía más que cualquiera de sus adversarios. Ese nombramiento era el fruto de los cinco años sin vacaciones, sin fines de semana y sin vida social que había dedicado a su objetivo, mientras sus compañeros disfrutaban de la vida, se casaban y formaban sus familias.
Se balanceó fuera del chorro de agua para coger aire, y respiró hondo. Eso no era para ella… Tampoco unos hijos a quienes dejaría abandonados si alguna vez le ocurría algo. Ya sabía lo que significaba eso, y no iba a hacerles lo mismo. Además, era el peor momento para plantearse algo así. Con la crisis económica y la incertidumbre sobre el futuro, no era el momento de traer a alguien al mundo… Y, en cuanto al padre, ¿dónde iba a encontrar a alguien que estuviera a la altura?
Cerró la ducha y se enroscó el pelo con las manos para escurrir el agua mientras sus ojos vagaban por la ciudad. Observarla desde casi cuarenta pisos de altura era un lujo que pocos se podían permitir, y se preguntó si alguien con unos prismáticos estaría observándola, desnuda, en la lujosa ducha de la suite del Arts.
Al fin, tiró del albornoz y se lo puso. El tacto áspero y el olor aséptico, químico, de la prenda no le gustaron. Como apareciese un sarpullido o una alergia en su piel atópica les pondría una demanda que no olvidarían. Negó con la cabeza. Se anudó el cinturón y extendió una toalla ante la ducha para no pisar el suelo… Aquel color tan claro del mármol le recordaba las lápidas grabadas del cementerio de Das.
En el espejo, su imagen la contemplaba con atención. Se acercó y observó con ojos de detective el nacimiento del cabello alrededor de la cara, buscando una vez más la primera señal. Y, una vez más, no la encontró. Bien, pero para cuando empezasen a asomar ya sabía incluso el tono con el que las borraría del mapa. Miró el cesto de las
amenities
del hotel y se decidió por la crema hidratante. Últimamente, examinar la composición de lo que comía o de cualquier cosa que tocara su cuerpo se había convertido en un hábito que la tranquilizaba. Desenroscó el tapón e inspiró. El olor a lavanda le recordó a Dana y a la finca Prats. Apartó ese recuerdo. Pero se echó un poco de hidratante en la palma de la mano, y empezó a extenderla en la parte interna del brazo para mantener ese aroma en la piel.
Mientras lo hacía, se le ocurrió que, con toda probabilidad, el ascenso no cambiaría mucho su vida. Sólo tendría que asistir de forma regular a las reuniones del consejo y quizá la invitarían a algunas cenas o eventos sociales. Si había que llevar acompañante, Luis era su mejor opción: una pareja atractiva y sin compromiso con la que representaría perfectamente al bufete. Su adjunto sabría contener sus modos amanerados cuando la ocasión lo requiriese. Además, con Luis no existía la amenaza de una escenita de enamorados, porque compartían intereses: a ambos les gustaban altos, morenos y guapos. En definitiva, usar a su adjunto de comodín le permitiría seguir dedicando todo su tiempo al bufete, y el poco que le quedaba, a sí misma, como hasta entonces.
Tan sumergida estaba en sus pensamientos que el par de golpes en la puerta casi le paralizaron el corazón. Clavó los ojos en la imagen que le devolvía el espejo y buscó el peine. Probablemente era él. No podía abrir la puerta con ese aspecto. Se ciñó mejor el cinturón, se arregló el escote y salió del baño atusándose el pelo con las manos. Cuando llegó a la puerta de la habitación, el corazón le latía con fuerza.
El chico del servicio de habitaciones le sonrió y entró para dejar la bandeja sobre la mesa. Kate vio un papel doblado con su nombre escrito. Era la letra de Paco. Lo cogió y contuvo el impulso de leerlo mientras lo deslizaba en el interior del bolsillo. El joven le aseguró que las rosas eran un detalle que había encargado especialmente el señor Mendes, igual que el chófer que Kate tenía a su disposición en el hall del hotel.
El camarero se dispuso a servirle el desayuno. Era un joven alto y rubio, de aspecto nórdico y con acento extranjero. Se movía con la elegancia de los esbeltos, que nunca parecen tener prisa, mientras con sus manos, grandes y cuidadas, pasaba la comida de la bandeja a la mesa. Kate seguía esos movimientos sin poder apartar la vista del relieve venoso de su dorso. Los senderos de la vida… Esas manos marcadas hacían que se fijase siempre en el hombre que las poseía. En ese instante, sus miradas coincidieron, y Kate tuvo la sensación de que la habían pillado en falta. Por primera vez fue consciente de lo desnuda que estaba bajo el albornoz, y se volvió para buscar el bolso. De repente, tenía prisa por echarle.
Cuando se volvió, él ya esperaba en la puerta con la bandeja vacía. Kate intuyó que sonreía cuando tuvo que sujetarse el albornoz para recoger el billete que se le había caído. Molesta, llegó en tres zancadas hasta donde él esperaba, abrió la puerta con fuerza y dejó la propina sobre la bandeja con la vista clavada en la moqueta. Él se inclinó para darle las gracias. Entonces Kate retrocedió y descubrió la marca.
El pequeño tatuaje, en el nacimiento del cabello, detrás de la oreja del chico, la dejó helada. Sus colores y el tamaño eran los mismos. Basculó hacia adelante para asegurarse. No debería haberlo hecho. Él lo advirtió, se detuvo un instante y se volvió hacia ella. Kate seguía sin poder apartar la vista del pequeño dibujo. Cuando lo consiguió, sólo pudo entrever un segundo la sonrisa de suficiencia en los labios del joven.
Por fin cerró la puerta, deslizó el seguro y se apoyó en el marco. Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo la pequeña
wuivre
verde dentro del círculo dorado, de apenas dos centímetros, y la mirada burlona del extranjero. El símbolo celta de las dos serpientes que se tatuaban los oscuros del valle, como solían llamarlos Dana y ella, era la marca de los Kaun, el grupo de adolescentes que se ocupaban de distribuir hierba y otras sustancias entre sus iguales. Kate había conocido bien a uno de ellos, pero jamás había creído eso de que el origen de la organización estuviese en Europa central y que, diseminados por todo el continente, decenas de jóvenes formasen un ejército casi invisible que iba calando en el tejido adolescente de una forma lenta pero firme e inexorable. De repente afloraron en ella muchas dudas sobre esa historia. De hecho, pronto se cumplirían quince años desde la última vez que había visto un tatuaje como ése, y quien lo llevaba en aquella ocasión estaba muerto.