—Entonces, ¿por qué la contrata?
Ella enarcó una ceja y J. B. intuyó una respuesta interesante.
—Pues porque en su balanza particular pesa más lo que le gusta el dinero que lo que le disgusto yo. Así que ya ve, todo se reduce al vil metal. —concluyó con sarcasmo.
—Ya… —asintió J. B., pensativo.
Parecía que la veterinaria quería mostrar que llevaba con más deportividad que resignación la animadversión de sus vecinos.
—De todos modos, creo que la madre de Chico sí me vio.
J. B. se la quedó mirando y, tras un corto silencio, reparó en que su nuez volvía a moverse.
—Agente, ¿tengo de qué preocuparme?
La veterinaria mostraba el ceño ligeramente fruncido y llevaba el pelo recogido en un moño cobrizo medio deshecho. J. B. no sabía la respuesta.
—¿Lo tiene?
Ella heló la expresión.
—No juegue conmigo. Ya le habrán dicho que por aquí no me sobran los apoyos, así que si debo preocuparme por algo le agradeceré que me lo diga.
Su mirada era serena, sin victimismos…, y J. B. casi deseó que no hubiese sido ella. Cuidado, macho.
Hizo amago de ponerse el casco.
—Por el momento creo que no. Pero alguien afirma que la vio discutir con el muerto, y eso no es bueno —le advirtió, atento a su reacción.
Esa vez sí percibió cómo le cambiaba la expresión y supo que había tocado nervio. Esperó en silencio su respuesta.
—Ayer me encontré con Bernat, y es verdad que discutimos. Cuando quiso atacarme tuve que defenderme. Pero eso ya lo sabe, Santi estaba allí y se lo habrá contado todo. Cuando me fui los dejé a los dos en la era.
—Sin embargo, Santi afirma que estuvo en Llívia toda la tarde. Hay testigos que así lo confirman —mintió.
La veterinaria arqueó las cejas sorprendida.
—Eso es imposible. Cuando estuve en la era eran más de las seis y él estaba allí con su padre, estoy segura. Esos testigos se confundieron de día o puede que lo viesen mucho más tarde. Yo le digo la verdad: que él me vio marchar después de la discusión.
—¿Y sobre qué discutían usted y el fallecido?
Era evidente que la veterinaria no esperaba esa pregunta. Le evitó y jugueteó con las llaves del quad. J. B. siguió en silencio.
—Hablábamos de algo que hicieron en mis tierras y que…, bueno, no tiene importancia. Quiero decir que sólo la tiene para mí. Da igual.
—Se equivoca. Si quiere que la crea, para mí también es importante.
Sus ojos coincidieron y J. B. supo que ella dudaba si confiar en él. Bajó los hombros y se mantuvo atento, sin moverse. Quería que lo hiciese, que confiase. Relajó los músculos de la cara para mostrar una actitud neutra. Y, poco después, distinguió claramente el instante en el que ella decidía ceder.
—Talaron un árbol centenario en mis tierras. Un magnífico roble. Y fueron ellos.
—¿Tiene pruebas?
—No me hacen falta. Nadie más sería capaz de cortar el árbol bajo el que está enterrada toda mi familia. Ese tipo de maldad sólo es propia de los Bernat.
J. B. advirtió el instante en el que ella comprendía que acababa de darle un móvil y también cómo cambiaba la expresión de su rostro.
—Pero yo no mataría a nadie por eso —se apresuró a aclarar—, ni por nada. Discutí con él porque quería que se diera cuenta de que yo lo sabía. Le dije que pagaría por sus maldades, pero no pensaba en acabar literalmente con él, sino en la justicia divina, ¿entiende?
—Bueno, parece que hicieron algo malo y tenían que pagarlo, ¿no? —tanteó J. B. con calma.
Ella levantó la barbilla con actitud desafiante y J. B. lamentó haber sido tan torpe. La veterinaria endureció el tono.
—Sí, así es como actúa la justicia divina. Los pecados y las malas acciones se pagan aquí, en esta vida y antes de irnos. Estoy convencida de que el mal engendra maldad, igual que el bien da lugar a cosas buenas. Eso es lo que yo creo —zanjó con convencimiento.
Una idealista naíf o una buena actriz. J. B. decidió seguir investigando.
—Pero a veces nos ponen en situaciones en las que perdemos el control. A veces, una discusión puede acabar en un accidente desafortunado…
Ella arqueó los labios.
—Oiga, si quiere que le diga la verdad, no lamento que haya muerto, porque este mundo será mejor sin Jaime Bernat. Pero yo no he sido, no mataría nada que respirase. Mis principios y mi forma de ser no me lo permiten.
—Pero pudo ser un accidente…
—Pero no lo fue —zanjó sarcástica.
Se le había quebrado la voz. Eso era bueno, la gente comete errores con más frecuencia cuando su estado de ánimo está alterado. Pero a J. B. el instinto le decía que no era el momento de seguir pinchando. La vio ponerse las gafas con sus dedos encapuchados. Estaba perdiendo su aplomo y evitaba mirarlo. De nuevo, su nuez la delató. J. B. se puso el casco y empezó a abrochárselo, atento a los esfuerzos de la veterinaria por simular tranquilidad.
—Bueno, estaremos en contacto.
—Ya sabe dónde encontrarme —respondió ella señalando a la finca.
J. B. asintió y ambos pusieron en marcha sus vehículos.
Era obvio que aquella mujer no estaba bien. Habría que ver el informe de la autopsia para saber la causa de la muerte; sin embargo, esa fragilidad no parecía ocultar culpabilidad, sino algo muy distinto. Puede que en el fondo no llevase tan bien la soledad del proscrito. Antes de arrancar se volvió. Ella había detenido el quad antes de llegar a la entrada y hablaba por el móvil.
Cuando llegó a la comisaría, a Silva le apenó no encontrar la sonrisa reconfortante de Montserrat detrás del mostrador. Pero era sábado por la tarde y la gente tenía vida más allá del trabajo. Recordó su propia tarea pendiente: pasar por el supermercado. Pero antes necesitaba averiguar algo. Entró en su despacho y buscó en la agenda negra del primer cajón el teléfono del laboratorio.
Túnel del Cadí
Llevaba todo el camino intentando pasar por alto los retortijones que le atormentaban el estómago. La barrita que se había comido al salir del gimnasio ahora le parecía un chiste. Miró el botellín azulón de agua y lo levantó del posavasos del coche sin apartar la vista de la carretera. Por el peso, debían de quedarle un par de tragos. Esperó hasta llegar a los dos carriles que inician la subida al túnel del Cadí y se situó en el de la derecha para abrir el agua. Con ella en el estómago podría aguantar bien hasta Santa Eugènia.
La llamada de Dana la había pillado saliendo de la ducha después del
spinning
. Al oír el tono de su voz se había envuelto apresuradamente en una toalla y se había sentado sobre uno de los bancos de madera del vestuario. Cuando colgó, tenía el pelo completamente seco, el ceño fruncido y nuevos planes para el resto del fin de semana.
Le había dicho que llegaría para la cena, pero cuando lo hizo aún tenía que pasar por casa para recoger algo de ropa y el portátil. Kate encajó el botellín de nuevo en el soporte, miró por el retrovisor y se colocó en el carril izquierdo. Tenía ganas de llegar a la finca.
Notar esa congoja en la voz de Dana después de haber estado tantos meses separadas la hizo ser consciente de lo desprotegida que la había dejado. Eso, y la inquietud con la que le había hablado de las dos visitas de la policía a la finca tras la muerte de Jaime Bernat. Estaba convencida de que no sería nada y de que todo se quedaría en una anécdota, como solía ocurrir con todas las llamadas de auxilio de Dana. Sin embargo, no podía dejar que pasase sola por aquel trance, sobre todo porque era de las que se ahogaban en un vaso de agua, y porque subir al valle y consolarla sólo era cuestión de veinticuatro horas.
De camino a casa había hecho cábalas sobre los dos días siguientes. El lunes era festivo y su nuevo despacho no estaría listo hasta el miércoles. Después del ascenso había decidido no pasar por su antiguo despacho en la sexta y quedarse trabajando en casa hasta que el nuevo estuviese preparado. La llamada de Dana le ofrecía la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro: trabajar en la finca mientras le hacía compañía, y de paso estar alejada del bufete. Incluso podía volver el martes por la noche, justo para empezar en la octava el miércoles a primera hora.
Al entrar en el túnel del Cadí la asaltó de nuevo el desasosiego que la dominaba en cada regreso al valle. Volvió a recorrer los cinco kilómetros oscuros del túnel con los abdominales encogidos y la espalda erguida, mientras trataba de convencerse de que había vencido a sus fantasmas y de que ni siquiera aquel túnel del tiempo la haría retroceder hasta la etapa de su vida que se esforzaba en olvidar. Cuando llegó al peaje fue directa al carril con VIA-T.
El cielo del valle estaba sembrado de nubes grisáceas y rosadas, tras las que aún asomaba la claridad luminosa del sol. Miró la hora. Siendo finales de noviembre, al cabo de unos minutos oscurecería y no podría llegar a Santa Eugènia con luz de día. En cuanto oyó el pitido del VIA-T, Kate aceleró. Pasó de largo el indicador de Alp, casi sin mirar, con la cabeza alta y la mente en la casa del abuelo. Como de costumbre, al cruzar el túnel era imposible no pensar en ellos. Se preguntó si Dana los habría llamado, al abuelo o a Miguel, por lo de la policía. Tampoco hubiese sido tan extraño, al fin y al cabo ellas dos llevaban meses sin verse. Lo negó, y se alegró al poder desechar esa idea mientras hundía el pie en el pedal para enfilar la recta de Baltarga.
Esperaba de verdad que Dana no le hubiese hablado a nadie de su visita. Quería estar con ella, hacerle compañía y tranquilizarla. Asegurarse de que todo lo demás iba bien en la finca y en su vida. Además, pensaba dedicar el resto del tiempo a trabajar en el caso Mendes y no quería que la distrajesen con tonterías. Ambas conocían la legendaria afición de los Salas por meterse en su vida y mantenerla ocupada todo el tiempo con encargos absurdos que podía hacer cualquiera. El domingo siguiente, cuando los viese en la fiesta, les contaría lo de su ascenso y puede que entonces todos, y en especial el abuelo, por fin asumieran que no iba a volver. Incluso puede que dejasen de presionarla para ello y, en un mundo del revés, tal vez hasta comprendiesen lo lejos que había llegado.
En una de las rotondas de Bellver, el maletín que llevaba en el asiento del copiloto resbaló. Kate extendió la mano para devolverlo a su lugar y repasó mentalmente el contenido. Quería volver a revisar todos los detalles del caso Mendes, ahora que ya sabían qué juzgados podían asignarles. Eran tres, y todos solían fijar las fechas de las vistas en plazos cortos, así que necesitaría pedir un aplazamiento. Además, dada la importancia del caso para el bufete —y en especial para Paco—, y la ventaja que les llevaba el fiscal, lo que más los beneficiaba era ampliar el plazo. Eso la llevó a pensar en Bassols. El fiscal al que iba a enfrentarse gozaba de una reputación impecable y se decía de él que, en los juicios, era el más solvente de toda la Fiscalía.
Lejos de las apariencias, a Jan Bassols, hijo, nieto y bisnieto de abogados, su aspecto de dandi no lo había ayudado al llegar a la Fiscalía. Ni tampoco su flequillo, que tan a menudo se echaba hacia atrás con un gesto estudiado de actor norteamericano. Lo que sí había jugado a su favor era la solidez de sus alegatos y el trabajo bien hecho. Además, todos sabían que los Bassols eran casi una estirpe y los propietarios de uno de los bufetes más antiguos y renombrados de la ciudad. Jan, no obstante, había preferido desmarcarse de la familia y optar por la Fiscalía y el turno de oficio. Kate lo conocía de la facultad, sólo de vista; él era tres años mayor, así que no era extraño que no hubiesen tenido trato. Pero con su metro noventa y esa melena negra tan bien cuidada, Jan no pasaba desapercibido. Se sabía que estaba soltero, y Luis aseguraba con verdadera aflicción que no era gay. Kate le había visto en el gimnasio, en alguna de las clases de
spinning
de las diez de la noche. Entre las féminas que frecuentaban el juzgado era vox pópuli su afición a la escalada, y en invierno aparecía a menudo en los juicios con un moreno de búho en la cara. Kate aún no había coincidido en los juzgados contra Superbassols, como lo llamaba Luis con ojitos de cordero degollado, pero su currículum no la tranquilizaba en absoluto. Además, hacía algunas semanas había ocurrido algo muy raro. Coincidió con él en un seminario en el colegio de abogados cuando aún no sabían nada del caso Mendes, y le pilló varias veces mirándola de reojo. En una de las ocasiones, él incluso le había sonreído. Cuando se lo contase a Dana, seguro que le diría que no le habría descubierto mirándola si ella no hubiese estado haciendo lo mismo. Y tendría razón. Ese día se había sentido observada e incómoda. Ahora que sabía que sería su rival, necesitaba prepararse para que en el juicio no sucediese lo mismo.
Llegó a la rotonda de Pi y torció a la derecha hacia Santa Eugènia. Los muros y la verja de entrada a la finca Prats le produjeron el mismo efecto de siempre: la lujosa e íntima sensación de pertenecer a un reducido grupo de privilegiados. Y lo mismo le ocurría con el edificio del bufete. De pequeña, la finca y su escuela hípica habían sido un referente de riqueza y porte cosmopolita en el valle, y Santa Eugènia, la zona más glamurosa. Kate inspeccionó el muro y la reconfortó esa vieja sensación que la embargaba desde pequeña: nada había cambiado, ni podría cambiar jamás, tras esa fortaleza.
Dana y ella en seguida se habían hecho amigas. A esa edad la sensación de tener vidas paralelas las acercó más que cualquier otra cosa. Que ambas hubiesen perdido a sus madres las hacía sentir diferentes y únicas, casi como hermanas. El carácter noble de Dana y su escasa pericia por defenderse de los ataques de sus compañeros fueron los que propiciaron que Kate adoptase el papel de defensora, que aún mantenía casi veinte años después.
El A3 entró en el camino de la finca. Kate lo aparcó bajo el sauce, al lado del Wrangler de Dana, y cogió la BlackBerry para revisar el correo. Bajo su pulgar, la ruedecilla transparente rodaba a una velocidad de vértigo, casi sin pausa, hasta que sus ojos se clavaron en uno de los e-mails y sonrió. Cotilla, pensó. Presionó la flecha para volver al menú de inicio y metió el móvil en el bolsillo interior del bolso. No sabía lo que ocurriría cuando volviese a encontrarse con Paco, ni el efecto que tendría en su relación profesional lo que había ocurrido en el Arts, pero aquello no iba a salir a la luz por más mensajitos sutiles que le mandase su estiloso adjunto.