Ojos de hielo (2 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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En eso pensaba cuando el sonido de su BlackBerry la devolvió al presente. En seguida pensó en Paco. Seguro que llamaba para disculparse por haberla dejado sola. Decidió ser amable, aunque le dejaría entrever que no le había gustado nada su espantada. Todavía sobrecogida por la visión del tatuaje, miró la pantalla y soltó un bufido. Su abdomen se destensó al instante.

—Hola, Miguel.

—…

—No, no voy a poder ir este fin de semana. Tengo mucho trabajo. Estoy llevando un caso importante y me va a ser imposible —respondió mientras se examinaba minuciosamente la piel de la cara en un pequeño espejo.

—…

—Ya, pero quien tenía interés en dar una fiesta en honor del abuelo eras tú. Yo sólo dije que vendría. Tú ya sabías que no podía ocuparme de nada.

Con un pie sobre el mármol, Kate inspeccionó la piel de su pierna con detenimiento en busca de irregularidades y, mientras escuchaba a su hermano, se encogió de hombros.

—…

—Lo único que puedo hacer, si quieres, es adelantarme y llegar el viernes por la tarde —concedió sin ilusión.

—…

—Pues calcula sobre las ocho.

—…

—Ya, pero no va a poder ser. Tengo una cita para comer con un cliente y ya la he pospuesto una vez. Además, sólo se trata de hacer una lista con lo que quieres y en La Múrgula se ocuparán de todo.

—…

Kate frunció el ceño.

—Claro que es mi última palabra, ¿qué quieres que te diga? Es una fiesta absurda que os habéis sacado de la manga, y no voy a perder ni un día por algo así. Además, espero por tu bien que se lo hayas dicho porque las sorpresas no le gustan, ya lo sabes —sentenció.

—…

—Pues pídele ayuda a Dana. Que te haga la lista, y llamas a la tienda o la envías por e-mail —exclamó irritada.

Tras una breve pausa cogió aire y bajó el tono.

—Oye, tengo que colgar, que llego tarde al despacho.

—…

—Sí, ya la tengo, para todo el año, tal como quedamos —respondió impacientándose.

—…

—No, a mí me daba igual. Fuiste tú quien dijo que él la lee en castellano. Yo sólo me limité a obedecer tus órdenes. Y, además, ya me han cargado la suscripción en la tarjeta de crédito, así que no vamos a cambiar nada. El sábado ajustaremos las cuentas. Ahora tengo que colgar.

—…

—No, no me ha pasado nada. Y, además, borde lo estarás tú. Idiota… —Y pulsó la tecla roja para colgar.

Como de costumbre, su hermano ya estaba intentando cargarle el muerto. Él organizaba una fiesta absurda, y daba por supuesto que ella se ocuparía de todo y que él se llevaría la gloria, como siempre. Tantos años y aún se creían con derecho a organizarle la vida. ¿Es que nadie veía lo absurdo que resultaba celebrar los setenta y cinco años? ¿Dónde se había visto tal celebración? Por el amor de Dios, si ni siquiera era un número redondo. Y, para colmo, ahora pretendían que ella lo dejase todo para ocuparse de encargar la comida, cuando ni tan sólo se habían dignado pedirle su opinión antes de convocar a todo el mundo. Ella, que se encontraba a doscientos kilómetros del valle y que precisamente ahora estaba llevando un caso capital para el bufete, ¿se suponía que debía ocuparse también del catering? ¿Es que nadie en esa familia era consciente de quién era, de la importancia de su trabajo? Naturalmente que podía abarcarlo todo perfectamente y, como siempre, conseguir que todo fuese como la seda. Pero no le daba la gana. Esta vez tendrían que espabilarse solos. Además, hacer una lista y entregarla a la tienda de las comidas preparadas de Alp no era tan difícil.

De repente, notó un vacío en el estómago y miró de nuevo a la mesa. Pensó en los
steps
del gimnasio y se acercó para levantar las tapas de los platos. Paco le había pedido un completo, y eso podía tener varias interpretaciones en las que era mejor no profundizar. Sobre todo, si no quería pasarse el día dándole vueltas al asunto, como hacía siempre. Cuando se disponía a sentarse, le resbaló una gota por la frente y recordó que aún tenía el pelo mojado. ¡Dios! Echó una última ojeada a la comida y, pensando en su hermano, arrancó una de las patas del croissant de mantequilla antes de volver al baño.

No iba a dejar que la hicieran sentir culpable por nada. Ni hablar. Se había marchado para vivir su propia vida lejos del dominio controlador del abuelo para olvidarse de las cosas que la hacían sentir pequeña, de las manipulaciones y de los pactos de silencio, de las miradas enjuiciadoras y de la atmósfera asfixiante del valle.

Acabó de secarse frotándose el cuerpo con el albornoz y se lo desabrochó con suavidad ante el espejo. Volvió a pensar en las recepciones y en las fiestas a las que debería acudir en el futuro. Buscó el perfume en el bolso, se echó un poco detrás de las orejas y en el escote. Puede que Paco la llevase de acompañante, incluso que lo de la noche anterior se repitiese con regularidad. Kate respiró hondo, sorprendida por sentir tanta indiferencia ante esa idea. Después de haber fantaseado con ello desde la primera entrevista, era una reacción inesperada. Ahora que es una realidad, ¿te estás encogiendo? Se miró a los ojos. Vamos, Kate, es lo que quieres, poder y sofisticación, y Mendes es el lote completo.

Dejó resbalar el albornoz hasta el suelo y se observó en el espejo. Puede que le sobrasen un par de kilos justo ahí. Las manos se le pegaron al vientre como lapas, como siempre que permanecía desnuda ante un espejo. De perfil, esa curva suave, pero terca, que aumentaba al menor descuido apareció para mortificarla, y Kate encogió el estómago hasta que le dolió, igual que hacían de pequeñas, y no pudo evitar pensar en Dana y en que el domingo se verían en la fiesta después de casi diez meses.

Empezó a vestirse, y antes de ponerse las medias revisó sus uñas con atención. Manicura transparente e impecable en las manos y doble capa de Black Silk en los pies: el contraste entre su imagen formal y la pequeña irreverencia que en privado le recordaba a su adolescencia salvaje. Se preguntó si Paco habría advertido el detalle, y miró el tatuaje que llevaba años condicionando qué tipo de zapatos se compraba. Alguna vez incluso había imaginado lo que pensarían sus clientes del bufete si le vieran los pies. Cogió el secador y lo enchufó para alisarse el pelo. Seguro que Dana sería la única en alegrarse de su ascenso. Pero pensar en el momento del encuentro le secó la boca, y necesitó tragar saliva. Porque contarle lo que había hecho no sería fácil. Ya podía imaginar su mirada cuando supiera lo de Mendes.

3

Comisaría de Puigcerdà

Antes de colgar el teléfono, las conexiones nerviosas de Magda Arderiu, máxima autoridad en la comisaría de Puigcerdà, ya funcionaban a pleno rendimiento. Jaime Bernat era amigo del alcalde. Tenían negocios juntos y atesoraba una de las mayores fortunas del valle. Magda acababa de coincidir con él apenas hacía dos semanas en la barbacoa anual que solía ofrecer el político, y nada le hizo presagiar lo que acababa de oír. Recordó su comentario sibilino sobre la reciente decisión del CRC, el Consejo Regulador de la Cerdaña, de talar el cortafuego de Santa Eugènia en las tierras de la finca Prats. Teniendo en cuenta que la otra opción para ubicarlo eran sus propias tierras, y que una instalación de tal calado mermaba notablemente el valor de las fincas, no era de extrañar su satisfacción. Ese hombre era un malaje, y ella lo sabía.

Como la mayoría de los propietarios importantes de la zona, Bernat hacía y deshacía a su antojo desde su silla en el CRC. Sus miembros eran los principales terratenientes del valle. En sus reuniones acordaban favores mutuos, y al menor contratiempo se invitaba a los pequeños propietarios a venderles sus tierras. En el valle nadie vendía más de doscientas hectáreas de terreno a los foráneos. Allí se jugaban las verdaderas partidas del valle, y Magda, aficionada a pasear sus galones por actos sociales y comités, se cuidaba bien de estar a buenas con el poder local que actuaba en la sombra. Respiró hondo. Sólo esperaba que se tratase de una muerte natural porque, de no ser así, la lista de sospechosos del asesinato de Bernat podía ser muy larga.

La comisaria se apoyó en el respaldo de su butaca. Interesante jornada la que tenía por delante… La muerte de Jaime le proporcionaba un protagonismo inesperado que, desde luego, iba a aprovechar. Se balanceó en la butaca, con los antebrazos sobre los soportes del asiento y las manos colgadas a ambos lados, mientras ordenaba mentalmente las llamadas que debía hacer. Primero, convenía ocuparse de la autopsia y de recibir la primera copia de ésta para controlar la información. Después, el funeral. Seguro que iría todo el mundo, así que se pondría el traje negro con el ribete crudo, ese que le daba una imagen sobria y elegante. Con suerte, Matilde, la mujer del alcalde, se quedaría en casa y ella podría acaparar a Vicente sin tener que hacerle ningún parabién a esa irritante bruja que se empeñaba en tratarla como una vulgar subordinada de su marido. El simple hecho de pensarlo la sulfuraba. Algún día la pondría en su lugar. De hecho, lo único que se lo había impedido hasta entonces era la posibilidad de que las relaciones entre la alcaldía y las fuerzas del orden, de las que como comisaria era la máxima representante, se viesen enturbiadas. Y también la amistad entre Pepe, el hijo del alcalde, y su hijo Álex. Magda se preguntaba qué había visto en ella un hombre como Vicente. Sería el dinero, y las tierras de su padre. O puede que ella se hubiese quedado embarazada y él, todo un caballero, hubiese cumplido con su deber. Chasqueó la lengua y miró a través de la ventana hacia la cumbre del Puigmal. Todo eso no eran más que elucubraciones que no la llevaban a ninguna parte. Especialmente, en un momento en el que era de vital importancia estar centrado y aprovechar la situación.

Al levantarse de la butaca, notó el sujetador más prieto que de costumbre y decidió saltarse las pastas. Hasta el entierro, sólo café. No quería que el traje le marcase demasiado las curvas y, aunque sabía que su atractivo no radicaba únicamente en eso, era importante cuidarse.

Pulsó el botón de secretaría. Mientras ordenaba a Montserrat que avisara al sargento Silva, observó satisfecha la impecable manicura francesa de su índice. Lo quería en su despacho de inmediato. Se apartó el pelo de la frente con el anular y el meñique, y le rugieron las tripas.

Volvió a pulsar el botón y le pidió un americano bien cargado.

4

Santa Eugènia, era de los Bernat

J. B. Silva bajó la ventanilla del coche patrulla ignorando la mirada incrédula de su compañero, el caporal Arnau Desclòs. A finales de noviembre, el valle más extenso de los Pirineos pasaba la mayor parte del día con temperaturas cercanas a los cero grados, así que viajar a primera hora de la mañana con el cristal bajado era, cuando menos, una temeridad. Pero el sargento Silva estaba harto de aguantar el olor que desprendía el maldito caporal. Ni siquiera el aroma dulzón del Solano que intentaba comerse lo neutralizaba. Era increíble que alguien pudiese no darse cuenta de que apestaba como un oso después de la hibernación.

Cuando unas semanas atrás le asignaron a Desclòs como compañero para el caso de los inmigrantes de Urús, J. B. llevaba tan sólo unos días en el valle, pero ya había oído hablar de él. Arnau era hijo y hermano de jueces, y lo apodaban el Zorrillo. Montserrat, la secretaria de la comisaría, le había contado al sargento que el sobrenombre se lo había puesto el agente Marcos, un caporal de origen mexicano, porque en su tierra era así como llamaban a las mofetas.

Ahora volvían a encontrarse. El sargento esperaba que fuese una colaboración esporádica, pues cada vez que el caporal abría la boca, mostraba una actitud tan racista y soberbia que J. B. tenía que esforzarse por no perder el control y acabar a guantazos con él.

—¿Quién es ese Bernat? —preguntó J. B. subiéndose la cremallera de la chaqueta hasta arriba.

Desclòs lo miró, incrédulo, y casi de inmediato apareció en él ese gesto de arrogancia que J. B. había visto tantas veces desde su llegada al valle. El caporal continuó en silencio, y eso le irritó.

—Tómate tu tiempo —soltó J. B., sarcástico—, con tanta gente por metro cuadrado seguro que es difícil acordarse de todo el mundo.

Arnau fingió ignorar el comentario y puso el intermitente. Pero tras un silencio denso se irguió incómodo en su asiento y respondió:

—Jaime Bernat es uno de los propietarios más importantes del valle. Posee tierras desde Llívia hasta La Seu. Es un hombre muy respetado incluso por sus arrendatarios, una persona muy apreciada.

Por el tono que había empleado Desclòs, y conociendo su talante, J. B. dedujo que el muerto era un payés rico con un montón de arrendados que probablemente dependían de su voluntad. Si era necesario iniciar una investigación, no iban a ser de mucha ayuda.

—La mujer que le ha encontrado dice que el cuerpo estaba rígido. Es raro que nadie denunciase su desaparición. ¿Qué sabemos de la familia del muerto?

Una pequeña arruga apareció en el entrecejo del caporal. Sin perderle de vista, J. B. apartó con la mano la gota que empezaba a cosquillearle la nariz y la metió otra vez en el bolsillo. Joder, el aire frío le estaba dejando la oreja derecha como el cartón.

—Vive con su hijo Santi en la masía de la familia —respondió Desclòs al fin.

J. B. se preguntó por qué había tardado tanto en contestar.

—¿Y su mujer? ¿No tienen más hijos?

El caporal se tomó de nuevo su tiempo.

—No. Bueno, sí…

J. B., irritado, sacó la mano del bolsillo y pulsó con fuerza el interruptor para subir la ventanilla, pero lo soltó al recibir una nueva oleada del aroma que desprendía su compañero. Dio por hecho que no sacaría nada en claro del caporal. Y, encima, del resfriado ya no se libraba. Pero entonces Desclòs pareció darse cuenta de su incoherencia y continuó:

—Es una historia familiar complicada. No conozco los detalles, pero su mujer y su hija no viven aquí. Estaban solos.

Era evidente que el asunto le incomodaba y J. B., con la vista fija en la luna delantera, que empezaba a mojarse, decidió hurgar un poco más.

—Es raro que su hijo no lo echase en falta anoche. Si viven juntos debió de percatarse en algún momento de que su padre no había llegado —apuntó.

J. B. notó el temblor en su propia voz y contuvo el castañeteo de los dientes. Sobre la manga derecha de su cazadora empezaba a formarse una fina película de minúsculas motas blanquecinas que entraban por el hueco de la ventanilla. J. B. subió un poco más el cristal y se ajustó el cuello de la cazadora.

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