Ojos de hielo (4 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Todos los presentes querían saber cómo había muerto Jaime Bernat. Comentaban lo curioso que era que los animales le hubiesen respetado toda la noche, y cada cual decía la suya. Así fue como J. B. se enteró de que uno de los coches de la carretera, el Ford Fiesta, pertenecía al fallecido y de que la tierra en la que yacía también era suya. Entonces alguien quiso saber de qué había muerto. Ante su silencio, una mujer apuntó que el cuerpo estaba al lado de la era de la veterinaria. J. B. detectó que varios de los presentes asentían y empezaban a murmurar por lo bajo. Era de esperar que ocurriese algo así, comentaban. Cuando uno de ellos aseguró que había visto discutir a la veterinaria con Jaime Bernat la tarde anterior, J. B. anotó el nombre del testigo y el de la albéitar. Luego se dirigió hacia el lugar donde Gloria hablaba con los de la ambulancia.

La forense le había sorprendido, y la pareja de la ambulancia, también. Beth Boix era una veinteañera que le sacaba dos palmos a Gloria, con la piel más oscura y los ojos grandes y verdes como aceitunas gigantes. Llevaba unas rastas negras agrupadas bajo una especie de diadema de tela con listas de colores chillones que se ajustaba impaciente cada pocos minutos. Mientras hablaba, sus manos largas y huesudas se movían como las astas de un ventilador. A su lado, quieto como una estatua y con ojos de recién levantado, un chico de edad indefinida con un corte de pelo antiguo y un uniforme muy blanco la escuchaba como si la suya fuese la única voz de la Tierra. Cuando por fin levantaron el cuerpo de Bernat, Gloria se dirigió a J. B. para despedirse y le ofreció una tarjeta.

—Mañana a media tarde tendré el informe. Llámame si quieres.

J. B. asintió, y repitió el gesto cuando Arnau le preguntó si ampliaba la zona acordonada.

Gloria esperó a recuperar la atención del sargento.

—¿Qué te ha parecido?

Él frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—A mi ayudante, Beth, ella es mi auxiliar en las autopsias, pero en realidad es necropintora —aclaró mientras los dos chicos metían el cuerpo en la ambulancia.

J. B. se encogió de hombros. Era evidente que esos dos tenían algo, que la muchacha llevaba la voz cantante y que él adoraba el suelo que ella pisaba. Aparte de eso, las rastas siempre le habían parecido algo extravagante. Prefería lo convencional.

Observó cómo Gloria recogía el maletín. Era mejor no mezclar trabajo y placer, pero nunca había estado con una mujer tan pequeña. Además, intuía que lo de antes, bajo su jersey, no había sido sólo cuestión de frío. Cuando resolviesen el caso, igual la llamaría para quedar. Aunque esas cosas no solían acabar amistosamente y el valle era un lugar pequeño. Tal vez lo más sensato fuese olvidarse del asunto. Sí, seguro. Empezó a desviar la vista con disimulo para ver cómo iban las cosas bajo el jersey de Gloria, pero la voz de la forense le detuvo.

—Bueno, yo ya he acabado —sentenció la joven empezando a quitarse los guantes—. Ahora sí te acepto el caramelo.

J. B. retiró la vista justo a tiempo de evitar otra metedura de pata. Se hizo el silencio, Gloria se libró del segundo guante, los lanzó al interior de su maletín, y se frotó suavemente las palmas de las manos con la mirada perdida en el suelo, donde minutos antes yacía el cadáver. Era evidente que a la pequeña forense le costaba despedirse. J. B. sonrió. Tendría que ayudarla. Se metió la mano en el bolsillo del vaquero y le ofreció el Solano. Ella empezó a desenvolverlo mientras sonreía al suelo. J. B., a su vez, sonrió con la vista fija en el horizonte. La puerta estaba abierta, y la pelota, en su propio tejado. Sólo tenía que cerrar lo del tal Bernat y marcar el número de la tarjeta que aún sujetaba en la mano.

5

Bufete M&M, Edificio Paseo de Gracia, planta octava

La vista desde su nuevo despacho era una maravilla. Kate dejó sobre la mesa el maletín con el portátil y se acercó a la ventana. En ese momento no tenía la sensación de que le hubiese costado tanto llegar hasta allí. Al fin y al cabo, ¿qué eran seis o siete años en la vida de alguien? Y estaba satisfecha con el resultado. Puede que en algún momento, en esos días o un domingo por la tarde, al salir del gimnasio, la asaltase una especie de sensación de soledad, de carencia profunda. Pero eso no le ocurría con frecuencia, no como para tener que preocuparse. Y siempre podía llamar a Dana, aunque hiciese mucho que no hablaban.

Cerró los ojos y suspiró. Sabía que no había sido una buena amiga ese año, y eso aún le hacía más difícil marcar su número. De hecho, lo había ido posponiendo y ahora ya casi era mejor encontrarse en la fiesta del abuelo y ver cómo transcurría todo. De nuevo notó en la boca del estómago la sensación angustiosa de los compromisos pendientes que solía tener cuando pensaba en Dana.

Y Kate sabía de sobra la razón. Había sido rencorosa y egoísta por no haber subido más a verla. Sobre todo, ahora que Dana se había quedado sola tras la muerte de la viuda. Se acercó al termostato del aire acondicionado y lo bajó a dieciséis grados. Sin embargo, no todo había sido culpa suya… Aparecieron entre sus ojos unos pequeños surcos mientras recordaba la discusión que habían tenido el último día. El causante había sido él una vez más, con su sibilina forma de esparcir la semilla de la discordia y sus comentarios reprobatorios. Además Dana sabía que los comentarios del abuelo siempre la molestaban y, aun así, se había puesto de parte de él. De hecho, durante los últimos meses, ella también podría haber llamado, ¿no? Al fin y al cabo, las líneas telefónicas iban en dos direcciones y en la finca tenían un horario más flexible que en el bufete. Si Dana no había dado señales era porque estaba bien y no la necesitaba.

Las luces del paseo de Gràcia se encendieron con la timidez habitual, y Kate cogió aire. Ya iba siendo hora de que dejase de preocuparse por Dana, de protegerla como había hecho siempre, y de que ésta empezase a espabilarse por su cuenta. Sacó la BlackBerry del bolsillo e hizo una foto de la vista para enviársela. Eso rompería el hielo, y a lo mejor conseguía que Dana la llamase. A los demás ya se lo diría el domingo en la fiesta, aunque no esperaba enhorabuenas sinceras. Seguro que sus hermanos bromearían, y el abuelo puede que ni siquiera la felicitase o que fingiese no haberlo oído, como solía hacer cuando algo no le convenía.

Pero Dana sí se iba a alegrar, aunque no le gustase ni Barcelona, ni las aglomeraciones, ni el tráfico. Hay demasiadas almas angustiadas, gente dañada que sufre, afirmaba siempre que hablaban de la ciudad. Kate estudió la foto un instante y la guardó en la memoria del móvil. Lamentó que pareciese tan impersonal. Tal vez podría tomar una del despacho cuando hubiera trasladado todas sus cosas. Buscó la hora en la pantalla. Seguro que Dana estaba en los establos. Ya podía imaginársela, con su melena pelirroja sujeta en un moño desmarañado y la ropa de montar, asomando en uno de los boxes tras un caballo de dos metros. Sonrió. Ahora que sabía cuándo resolverían lo suyo, pensar en ella y en la finca le fortalecía el ánimo. El domingo estarían todos agasajando al abuelo, al ex comisario Salas-Santalucía. Todos excepto ella, que pensaba aprovechar el tiempo para ponerse al día con Dana.

Contempló el despacho vacío con mirada crítica. Quedarse en Barcelona era lo mejor que había hecho. Aquí, nadie conocía su pasado. La respetaban por lo que era, por lo que había conseguido, y se sentía segura de sí misma, como si estuviese en el camino correcto. Además, era la dueña absoluta de su propia vida, justo lo que quería, en lugar de vivir siempre sujeta a los dictados del abuelo, como sus hermanos. Reparó en que el modelo del archivador era idéntico al de Paco. Le satisfacía que los muebles fuesen tan regios, pero le había tocado el despacho más alejado de los ascensores. Y eso tendría que cambiar. Con la plaza de aparcamiento había sido fácil: un par de insinuaciones y Marcos le había cedido la suya a cambio de dos clientes que ella había recuperado en unos meses. Ahora, su plaza se encontraba a tres coches de la de Paco, justo donde debía estar, al lado de quien la había rescatado de su anodino cubículo en la sala de los novatos. Esa sala que, en cuanto la ascendieron, evitaba mirar cada vez que las puertas del ascensor se abrían en la tercera para soltar a alguien en medio de aquella plantación de mesas idénticas. Ahora ya no le importaba. Incluso, a veces echaba un vistazo fugaz para detectar admiración en los ojos de algún novato que la hubiese reconocido. Sabía que era el ejemplo que todos querían seguir, un ídolo, la mano derecha del gran Paco Mendes. Y, por fin, tenía un despacho en la octava, la planta noble que ocupaban los socios. Kate reparó en que había empezado de nuevo a rascarse el antebrazo y se detuvo. Tendría que volver a pedir hora al dermatólogo. Los eccemas habían vuelto a brotar y con el jabón que usaba ya no notaba mejora. Odiaba la idea de acudir al médico: sólo le hacía perder tiempo entre semana y sentirse como una tarada. Suspiró molesta. Aquello no estaba funcionando, puede que hubiese llegado la hora de cambiar de especialista. La BlackBerry vibró sobre la mesa y Kate observó la pantalla con desdén.

—Mario —respondió con sequedad clavando sus ojos en las cruces romas de la Sagrada Familia.

—…

—Pues no, todavía no hemos hablado con él. Por el momento nos estamos asegurando de que disponemos de los recursos suficientes para que no pueda fallarnos.

Parecía que tenía para rato… Kate pasó el índice por el alféizar de la ventana y se sentó en él.

—…

—Lo sé y, créeme, te lo agradezco, pero sin duda comprenderás que no podemos obviar los protocolos de seguridad del bufete aunque seas tú mismo quien nos proporcione el contacto. Nuestra obligación es velar por la empresa.

Luis entreabrió la puerta del despacho y sin mediar palabra le preguntó con quién hablaba. Ella negó con la cabeza.

—…

—Naturalmente, también por los clientes. No te preocupes, cuando sea el momento me pondré en contacto con él. Déjalo en mis manos —zanjó—. Y ahora, si no necesitas nada más, tengo a una persona esperando para hablar conmigo.

Le hizo un gesto a Luis para que pasara y puso los ojos en blanco. El becario sonrió.

—…

—No, es mejor que te mantengas al margen. Aún no sabemos si la Fiscalía ha contactado con el banco y tu llamada podría complicar las cosas. Pensaba que Paco había hablado contigo sobre la estrategia que vamos a seguir, pero veo que no —añadió contrariada.

—…

—Entonces no comprendo el objetivo de tu llamada —afirmó con sequedad.

—…

—Te lo agradezco, pero no lo necesitamos. Créeme, es mejor que te mantengas alejado de cualquier contacto que pueda relacionarte con el caso. Déjalo en mis manos, como te dijo Paco. Ya sabes que tu hermano es el mejor.

A esas alturas Luis sabía con quién hablaba su jefa y le hizo un gesto de aburrimiento. Kate se volvió y le dio la espalda.

—…

—Mira, no quiero mentirte. No tengo por costumbre llamar a mis clientes para informarlos cada dos por tres, así que no creo que pueda hacer lo que me pides. Habla con Paco y te pondrá al corriente de nuestros avances cuando lo crea conveniente —le aconsejó tajante.

—…

—Te equivocas, y lamento que estés tan confundido. Mi función es sacarte del lío en el que estás metido —le anunció—. Más allá de eso, no tengo ninguna obligación de hablarlo contigo. Ni de eso ni del modo en el que decidamos hacerlo. A no ser que la orden venga de Paco. Y, aun así, tendríamos que discutirlo.

La arrogancia de Mario era asombrosa teniendo en cuenta que aquel imbécil dependía de ella para salvar el cuello.

—…

—No, siempre hablo igual de claro y, además, no acostumbro a cambiar de opinión. Y ahora, si me disculpas, me traen un informe importante.

—…

—Naturalmente, con los cinco sentidos.

—…

Miró a su adjunto mientras soltaba la BlackBerry en el bolsillo de la americana y, al extender la mano para recibir el portafolios, resopló.

—Aquí tienes todo lo del andorrano —dijo Luis con su cadencia afectada—. ¿Y se puede saber qué le ocurre al hermanísimo? ¿Ha sufrido un ataque de mando y ordeno?

Kate asintió y cogió la carpeta.

—Ve con cuidado —le advirtió Luis—, no me fío ni un pelo de los tipos que se creen con derecho a dar órdenes a todo el mundo. Tanta necesidad de autoridad sólo puede revelar alguna carencia —sentenció con malicia. Y, al ver que su jefa no respondía, continuó—: Bueno, si no deseas nada más me voy al gimnasio. Nos vemos el lunes aquí, en el Olimpo.

Kate sonrió ante tal ocurrencia. No era la primera vez que la oía. Abrió el portafolios y empezó a leer. Cuando Luis abandonó el despacho, ella ni siquiera se dio cuenta de que se había quedado sola.

6

Comisaría de Puigcerdà

—Entonces era cierto. Es el cuerpo de Jaime Bernat. —Magda hablaba consigo misma, pero era plenamente consciente de la presencia del hombre que tenía sentado enfrente. Lo miró directamente a los ojos.

»Mañana quiero que se ocupe de conseguir una copia del informe de la autopsia.

J. B. asintió, y la comisaria se levantó de su butaca, caminó despacio hasta el ventanal y se apoyó en el alféizar.

—¿Qué sabemos hasta ahora, sargento?

J. B. Silva le contó con claridad y concisión lo que había recabado en la escena, le relató su conversación con la forense y la informó de que había quedado en llamarla la tarde siguiente para conocer el resultado de la autopsia. Mientras, la comisaria había vuelto a sentarse y empezaba a escribir en un papel con la furia de los que se ven arrastrados por la inspiración. Cuando se quedaron en silencio, Magda levantó el bolígrafo y clavó sus ojos en los de Silva.

—No sabremos hasta mañana si se trata de muerte natural o de otra cosa. Le voy a poner al cargo del caso. Si es necesaria una investigación, deberá resolverla de forma rápida y eficaz.

La comisaria hizo una pequeña pausa con una clara intención dramática y J. B. asintió para que pudiese continuar.

—Jaime Bernat era un hombre muy importante. Su muerte debe aclararse de inmediato, no sólo por su relevancia como ciudadano, sino para demostrar nuestra pericia. ¿Lo entiende? —preguntó, y arrastró por la mesa el papel que había llenado hasta que el sargento lo tuvo delante.

J. B. leyó fugazmente la primera línea y miró a la comisaria, perplejo.

En un primer momento ni siquiera fue capaz de sentirse ofendido. Luego sí, hasta que comprendió que lo había confundido con Desclòs. Entonces se relajó. Quizá nunca había tenido a sus órdenes a alguien como él y sólo había que aclararle con quién estaba hablando.

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