—Qué cosa más absurda ¿Quién haría algo así?
—Mucha gente. Pero yo apuesto por Santi. Se ha dado demasiada prisa en buscar una coartada que lo sitúe bien lejos del pueblo.
Dana se encogió de hombros. Con los Bernat todo era posible.
—¿Sabes qué? Me quedaré un par de días más por si a tu sargento se le ocurre volver, aunque con lo de hoy no creo que se atreva. De todos modos, me gustaría ver el lugar en el que te peleaste con Bernat. ¿Dónde fue?
Dana la miró intrigada.
—En la era de Pi, casi en la carretera. ¿Por qué quieres ir? Seguro que está plagado de malas vibraciones, sobre todo si su alma se resiste a dejar el valle.
Kate entornó los ojos.
—No me extrañaría que estuviese aferrada a la tierra con los dientes, como una posesa.
Ambas rieron.
—No, en serio, quiero que me acompañes y me digas lo que ocurrió mientras estuviste allí.
La veterinaria negó con la cabeza.
—Va, quiero que vayamos y me digas dónde estaban exactamente Jaime y Santi —insistió Kate. Y, de repente, se puso de pie—. Vamos, a esta hora aún hay luz.
Dana se levantó resignada. La conocía lo bastante para saber que no la dejaría tranquila hasta haber estado allí. Y mejor sería darse prisa, porque no tenía ningunas ganas de pasearse por la era de los Bernat a la luz de la luna. Mientras Kate cogía las llaves del coche y ella las chaquetas, se le ocurrió algo.
—Entonces, el miércoles aún estarás por aquí…
—¿Por?
—Nada, antes tengo que hablar con alguien. Por cierto, ¿quién te ha telefoneado? —preguntó.
—Luis. Y eso me recuerda que tengo pendientes algunas llamadas urgentes, así que cuando volvamos subiré un rato. Por cierto, tienes la nevera como en un hospicio. Espera un momento, que necesito lavarme las manos. —Le mostró las palmas, sucias de tierra y polvo.
Dana frunció el ceño y Kate lanzó una mirada fugaz al retrato de la viuda.
—Tenías los ciclámenes hechos una pena —susurró—. Y en el lavabo de arriba no queda papel. Tengo hambre y tu despensa está que da pena.
Dana la escuchaba sin emoción y Kate notó de nuevo sus tripas.
—Mira, vamos a comer a Alp, al Bodeguín, me muero por uno de los bocadillos de atún con aceitunas gigantes. Y luego hacemos una buena compra en el súper —propuso animada.
Dana asintió sin convencimiento. ¿Cómo iba a decirle que no quería ir al supermercado, que llevaba semanas sin acercarse a uno? Que ya ni siquiera añoraba las cosas que llevaba tanto sin probar, como los frutos secos o los yogures griegos. Kate cerró la puerta del baño, Dana buscó su móvil y le escribió un
whatsapp
a Miguel. Que ella recordase, en todas las mudanzas faltaban manos.
Comisaría de Puigcerdà
Cuando sonó el teléfono y Montserrat le comunicó que había llegado un informe de la policía científica para ella, Magda sonrió. Desde que algún imbécil inepto había multado al hijo del alcalde por un test de alcoholemia sin importancia, las relaciones con la alcaldía no pasaban por su mejor momento y esperaba que el contenido del informe fuese la excusa perfecta para restaurarlas y que, de nuevo, el poder político y las fuerzas del orden fuesen aliados.
Además, el hijo del alcalde era del mismo equipo de hockey que Álex, y con frecuencia iban juntos a casa a prepararse algo de comer después de los entrenamientos. No era agraciado como su hijo, porque había salido a la familia de Matilde, y tenía los ojos juntos y apagados de una tortuga, igual que la alcaldesa consorte. Pero a Álex le iba de perlas tener a alguien bien relacionado para salir por ahí mientras estuviesen destinados en el valle. Y cualquier cosa era mejor que una pueblerina a la que, en cualquier descuido, le podía dejar un regalito. Sonrió. Había encontrado preservativos de colores en su mesilla de noche y en el cajón de los calzoncillos. Normal, Álex era igual que su abuelo materno, como un armario y con acabados de lujo.
Dos golpes suaves en la puerta, y Montserrat entró para dejarle el informe sobre la mesa y volver a salir sin hacer ruido. Desde luego, la secretaria había resultado mucho mejor de lo que le pareció en un principio. El único problema eran sus aires de Juana de Arco cuando hablaba de los derechos de los agentes, pero la comisaria podía bregar perfectamente con eso. Después de la que le había montado con los turnos, Magda decidió echar un vistazo a su ficha para ver si, en caso de ponerse demasiado pesada, existía la posibilidad de quitarla de en medio. Lo que más la sorprendió fue la edad porque, la verdad, por su aspecto jamás habría imaginado que ambas eran del mismo año. Cogió el sobre que acababa de traerle la secretaria y lo abrió.
El documento arrojaba información inesperada sobre la muerte de Bernat. Lo releyó y pulsó el interfono para ordenarle a Montserrat que avisara a Silva de inmediato. La secretaria le dijo que el sargento había salido y, además, le recordó que faltaban quince minutos para que llegasen los de atestados, que venían a reunirse con ella. Magda repitió la orden en un tono que no dejó lugar a excusas, quería verle en su despacho después de la reunión. Antes de soltar el botón del intercomunicador, dudó si empezar sólo con Desclòs, pero desechó la idea y levantó el dedo. A pesar de su aspecto, Silva era el hombre más preparado que tenía, y el hijo del juez distaba mucho de ser un ingenio de la naturaleza. Con el informe todavía en la mano, se recostó en el respaldo de su butaca y abrió el último cajón con la punta del zapato. Apoyó los pies en él y releyó el informe para cerciorarse de que sus conclusiones eran correctas.
Definitivo y concluyente. En ocasiones, los de la científica empleaban un argot poco claro a la hora de redactar los informes y uno podía dudar de lo que había entendido. Esta vez no. Ella no. La conclusión era clara, cristalina, y cambiaba por completo el caso. De hecho, convertía la muerte de Bernat en un crimen. Magda sonrió satisfecha. Eso significaba la oportunidad de estar en primera línea, de repartir información con cuentagotas según sus conveniencias, y de tener al alcalde y a los del CRC comiendo de su mano si querían averiguar lo que había ocurrido con Bernat.
Miró a través del ventanal del despacho, y el cielo crepuscular de los anocheceres del valle la transportó a sus encuentros con Hans. Había quedado con él en el hotelito y quería pasar por casa para ducharse y ponerse ropa interior sexy. Puede que no fuese un gran profesor de golf, pero su dominio de otras artes compensaba con creces la factura de las clases. Con la cabeza recostada, cerró los ojos y saboreó el recuerdo de su último encuentro. Notó un estremecimiento intenso. El cuerpo del holandés siempre la hacía temblar, y eso no era nada fácil. Su ex, por ejemplo, no lo había conseguido ni una sola vez. Magda estaba convencida de que la diferencia de edad no había tenido nada que ver. Además, se consideraba una mujer práctica, y el cargo de su ex marido, como jefe supremo de la división de delitos financieros, siempre le había parecido más importante que unos temblores que, al fin y al cabo, aprendió a conseguir de otras fuentes. Miró el reloj de la pared y se relajó. Quedaban tres horas para encontrarse con Hans. La reunión con los de atestados no pasaría de media hora, y el encuentro con Silva le llevaría sólo unos minutos. Cerró los ojos y perdió la noción del tiempo.
Era Bernat, Santa Eugènia
Antes de llegar a la era de Pi, Dana leyó la respuesta de Miguel a su
whatsapp
y miró a Kate de reojo. Ahora sólo le faltaba convencerla para que se quedase un día más. Mientras la veterinaria pensaba cómo se las apañaría para conseguirlo, Kate aparcó en el estrecho arcén de la carretera de Pi y bajaron del coche. Dana llevaba puesto el anorak de su abuela como escudo protector, convencida de que no podía quedar nada bueno donde había traspasado, si es que lo había hecho, alguien de la calaña de Jaime Bernat.
El zarzal intermitente que separaba ambos campos comenzaba a pocos metros del coche y se perdía en la arboleda de la parte alta de las eras. Allí donde empezaba el frondoso bosque de abetos que cubría la cima de la montaña de Santa Eugènia. A mitad de la cuesta, una cinta blanca y azul marcaba la zona en la que había aparecido el cuerpo de Jaime Bernat. Kate cerró el coche y observó un momento el trozo de terreno acordonado. Acto seguido saltó la acequia y entró en la era. Cuando se volvió, Dana también miraba hacia arriba. Pero seguía de pie junto al coche, como si éste pudiese protegerla de algún modo. Le preguntó, y Dana empezó a contarle que, mientras discutía con Jaime, Santi les había estado observando desde más arriba. Cuando la vio llevarse los dedos a la boca y empezar a pellizcar los hilos del esparadrapo con los dientes, Kate se sujetó a la alambrada y empezó a subir. Dana la seguía a pocos metros, atenta a cualquier ruido de motor. Empezaba a oscurecer, y temía que si alguien pasaba por allí y las descubría, avisase a la policía y todo acabase complicándose aún más. Cuando llegaron a donde estaba la cinta, Kate se detuvo y volvió a estudiar con atención el terreno acordonado y los alrededores.
—Es decir, que Santi arreglaba la alambrada a la altura del poste grande —aventuró señalándolo con la mano.
—No, un poco más abajo, en el anterior. Y tenía el quad un poco más arriba —matizó Dana en un susurro—. Creo que también llevaba un remolque.
—Y, entonces, tú llegaste y te bajaste del tuyo para matar a Jaime —se burló.
Dana la miró indignada. ¿Cómo podía bromear en un momento así, cuando cualquiera podía pasar y pillarlas husmeando donde no debían?
—Eres idiota. Venga, vamos, ahora ya lo has visto y, si alguien nos descubre, la policía tardará cinco minutos en presentarse.
—No te preocupes, ni siquiera hemos profanado la escena. Aún…
Kate soltó una carcajada al ver la expresión de Dana, y a ésta le dieron ganas de darle un guantazo a su amiga.
Apenas un minuto después, la veterinaria la oyó gritar:
—Ya podemos irnos.
Dana le respondió molesta.
—No tengo ni idea de por qué hemos subido hasta aquí.
—Pues para comprobar algo, y ya he visto lo que necesitaba. Además, si no nos vamos, igual te da un tembleque y tengo que cargar contigo hasta el coche. Que sepas que te bajaría rodando —amenazó.
Dana se dio la vuelta, aliviada, y empezó a bajar la cuesta. Apenas había luz y se le ocurrió que, aunque alguien pasase por la carretera, al cabo de unos minutos sería improbable que las viese. Y, en cuanto al coche, nadie reconocería el A3 de Kate. Esa idea la tranquilizó.
Pero al poco de empezar el descenso advirtió el silencio inesperado que la acompañaba y se volvió. Kate había entrado en la zona acordonada. Dana tuvo ganas de gritarle algo, pero empezó a respirar con dificultad. Se quedó quieta, dudando si volver a subir y echarle la bronca. Pero un segundo después, como si hubiese oído sus pensamientos, Kate empezó a bajar. Lo hacía por la era de los Bernat, y ella le hizo señales para que volviese a sus tierras. Cuando la alcanzaba, se volvió para empezar a bajar y el corazón le dio un vuelco. Había un coche parado detrás del A3 y no se veía a nadie alrededor. Intentó distinguir si el conductor seguía dentro. No fue capaz. A esa altura no había dónde esconderse. Los terrenos estaban despejados desde la carretera hasta la arboleda, así que sólo podía tirarse al suelo y rezar para que no las hubiese visto ni hubiese reconocido el coche. Se volvió buscando a Kate y no la vio por ninguna parte. La oscuridad ya era casi total y estaba sola al lado de la alambrada. Notaba la garganta tan seca que ni siquiera podía gritar el nombre de su amiga. Trató de controlar la respiración, inspirando por la nariz. Pero cuando la contenía para oír las pisadas de Kate, sólo era capaz de escuchar el bombeo furioso de su corazón. Se agachó y volvió a mirar hacia el coche. No podía quedarse allí, agachada toda la noche, era absurdo. Además, en realidad no habían hecho nada. En un alarde de valentía cogió aire y susurró el nombre de Kate. Pero no obtuvo respuesta. Apoyó una mano en la alambrada y se ayudó de ella para levantarse. Con paso inseguro fue bajando con una mano sujeta al alambre de arriba. Notó los primeros cortes y rasguños, pero siguió avanzando. Jamás debían de haber pisado la tierra donde había muerto Jaime Bernat. Cuando llegó abajo sólo encontró el coche de Kate. Ni rastro de ella o del otro vehículo. Miró a ambos lados de la carretera y, en ese instante, se encendieron tenuemente las luces de una granja a la entrada de Pi, a unos trescientos metros de donde se encontraba. Entornó los ojos y buscó angustiada en todas las direcciones, incluso hacia lo alto de la era. A su alrededor todo era oscuridad, apenas se distinguían ya las cintas blancas que acordonaban la zona donde había discutido con Bernat. Empezó a pensar que tal vez su alma se negaba a abandonar la montaña que tanto había deseado en vida, y el cuerpo se le fue encogiendo con la espalda contra la puerta del coche. En seguida notó la náusea, que le subía desde el estómago. Se agachó e intentó contener las ganas de vomitar. Se mantuvo así, agazapada, escuchando el silencio, preparada para lo peor. No había señales de Kate y la oscuridad lo envolvía todo como una telaraña asfixiante. Estaba convencida de que el temblor de las piernas no la dejaría subir hasta el lugar donde había visto a su amiga por última vez. Sólo era capaz de decirse que era una cobarde por no ir en su auxilio. Se acurrucó y cerró fuertemente los ojos para poder pensar. La náusea seguía ahí, amenazadora, cada vez más intensa. Y entonces lo oyó. Era un susurro. Con la piel erizada, abrió los ojos y la vio acercarse por la carretera con la BlackBerry pegada a la oreja.
Comisaría de Puigcerdà
Al llegar al aparcamiento de la comisaría, J. B. vio que tenía varias llamadas perdidas de un móvil desconocido. Pero lo que acababa de decirle Gloria era demasiado importante como para perder el tiempo devolviéndolas. Bajó de la moto y se dirigió al edificio con la sensación de avanzar flotando sobre el suelo. Además, había quedado con la forense para tomar algo en el Insbrük después del trabajo y así poder contarle cómo se había tomado «la doña» la información del correo que acababa de darle. J. B. estaba exultante. Y no sólo porque hubiese caso, que lo había, sino porque su instinto había funcionado una vez más. Y también por el placer que suponía asestar una patada moral en los morros a la comisaria. Lo único que oscurecía su cielo azul era la posibilidad de que le endosasen a Desclòs sí o sí. Pero, aun así, le quedaba la baza del informe. Se lo recordaría a la comisaria, y ella se vería obligada a aceptar de nuevo que él tenía razón. Cuando entró en la comisaría, Montserrat le llamó con la mano.