Odessa (7 page)

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Authors: Frederick Forsyth

BOOK: Odessa
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La mayoría de los que fueron seleccionados aquella tarde de verano fueron conducidos en columna, por los
Kapos,
hasta las puertas del ghetto. Allí se hicieron cargo de ellos los letones que los escoltarían durante los seis kilómetros que había que recorrer hasta llegar al Bosque Alto, donde serían ejecutados.

Pero como quiera que, además, en la puerta había un furgón de gas, se separó del grueso de la columna a un centenar de los más débiles. Yo iba a acompañar a los otros condenados hasta la puerta, cuando el teniente Krause, de la SS, señalando a cuatro o cinco
Kapos,
dijo:

—Vosotros, llevad a éstos al convoy de Dunamunde.

Cuando los demás hubieron salido, nosotros cinco acompañamos a los cien últimos, que cojeaban, se arrastraban o tosían, hasta el furgón. Entre ellos estaba la tuberculosa delgada. Ella sabía adónde iba; lo sabían todos; pero, como los demás, se acercó al furgón tambaleándose, obediente y resignada. La plataforma quedaba bastante alta, y ella no tenía fuerzas para subir. Se volvió hacia mí, buscando apoyo. Entonces nos miramos, asombrados y aturdidos.

Oí unos pasos a mi espalda, y los dos
Kapos
que estaban subidos a la plataforma se cuadraron y se quitaron la gorra. Suponiendo que el que se acercaba debía de ser un oficial de la SS, yo hice otro tanto. Era el capitán Roschmann. Hizo seña a los otros dos
Kapos
de que continuaran con su trabajo, y me miró con aquellos sus ojos azul pálido. Pensé que su mirada sólo podía significar que por la noche se me azotaría por haber tardado en quitarme la gorra.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó suavemente.

—Tauber, mi capitán —respondí, en posición de firmes.

—Bueno, Tauber, me parece que eres un poco lento. ¿No crees que esta noche tendríamos que sacudirte un tanto la pereza?

De nada hubiera servido contestar. La sentencia estaba dictada. Roschmann miró entonces a la mujer y entornó los ojos, como sospechando algo; luego, por su rostro se extendió lentamente su sonrisa de lobo.

—¿Conoces a esta mujer? —preguntó.

—Sí, mi capitán —respondí.

—¿Quién es?

No pude decírselo. Tenía los labios pegados, como si me los hubiesen untado de pegamento.

—¿Es tu mujer? —preguntó entonces. Yo asentí en silencio. Su sonrisa se ensanchó aún más—. Vamos, vamos, mi querido Tauber. ¿Qué modales son ésos? Ayuda a la señora a subir al coche.

Yo seguía paralizado. El acercó entonces su cara a la mía y siseó:

—Tienes diez segundos para subirla. Si no lo haces, tú irás con ella.

Lentamente extendí el brazo, y Esther se apoyó en él y subió al furgón. Los otros dos
Kapos
esperaban para cerrar las puertas. Ella me miró desde arriba, y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. No me dijo nada. No habíamos hablado. Luego, las puertas se cerraron y el furgón se puso en marcha. Lo último que vi fueron sus ojos, que me miraban.

He pasado veinte años tratando de descifrar aquella mirada. ¿Era de amor o de odio, de desprecio o de compasión, de desconcierto o de comprensión? Nunca lo sabré.

Cuando el furgón se alejó, Roschmann se volvió hacia mí sin dejar de sonreír.

—Tú, Tauber, vivirás hasta que a nosotros nos convenga acabar contigo. Pero desde hoy estás muerto.

Tenía razón. Aquel día murió mi alma. Era el 29 de agosto de 1942.

A partir de aquel día, me convertí en un robot. Ya nada importaba: no sentía el frío, ni el dolor, ni nada. Miraba sin pestañear las brutalidades que cometían Roschmann y sus secuaces. Era inmune a todo lo que afecta al espíritu y a casi todo lo que afecta al cuerpo. Me limitaba a tomar nota de todo, hasta del menor detalle, tatuándome la fecha en la piel de las piernas. Los prisioneros llegaban, eran conducidos a la colina de las ejecuciones o a los furgones, morían y eran enterrados. A veces, mientras caminaba a su lado hacia las puertas del ghetto, con mi brazal y mi bastón, los miraba a los ojos y me venía a la memoria un poema inglés, que habla de un viejo marinero condenado a vivir, el cual miraba a los ojos a sus compañeros, que iban muriendo de sed, y en ellos leía la maldición. Mas para mí no había maldición: yo estaba inmunizado contra el sentimiento de culpabilidad. Este llegaría años después. Sólo experimentaba el vacío de la muerte. Era un muerto que andaba.

Peter Miller siguió leyendo hasta muy tarde. El efecto que le producía la narración de aquellas atrocidades era monótono y mesmeriano a la vez. De vez en cuando se echaba hacia atrás en la butaca y respiraba profundamente durante unos minutos, para recobrar la calma. Después seguía leyendo.

A eso de las doce de la noche interrumpió la lectura y se fue a hacer más café. Antes de correr las cortinas, se quedó unos instantes tras los cristales, mirando a la calle. Un poco más abajo, al otro lado del Steindamm, brillaban las luces neón del «Café Chérie».

Una de las muchachas eventuales que lo frecuentaban para obtener un sobresueldo, salió del brazo de un individuo con aspecto de hombre de negocios. La pareja entró en una pensión situada unas puertas más abajo.

Miller corrió las cortinas, apuró su taza y volvió al Diario de Salomón Tauber.

En el otoño de 1943 llegó de Berlín la orden de exhumar las decenas de miles de cadáveres del Bosque Alto y destruirlos con fuego o con cal viva. Pero esto se dice pronto. Además, el invierno estaba al llegar, y el suelo se helaría. Roschmann estuvo furioso durante varios días, pero el trabajo de tipo administrativo que requería la ejecución de la orden le mantuvo ocupado y alejado de nosotros.

Día tras día, las nuevas brigadas de trabajo subían a la colina, armados de picos y palas, y día tras día se elevaban del bosque negras columnas de humo. Como combustible, se utilizaban los pinos del bosque; pero los cadáveres en avanzado estado de descomposición no arden fácilmente, por lo que el trabajo era lento. Al fin, se recurrió a la cal. Con ella se cubrían sucesivas capas de cadáveres, y en la primavera de 1944, cuando la tierra se ablandó, se rellenaron las fosas.
[1]

Las brigadas que hacían este trabajo no pertenecían al ghetto, y las mantenían totalmente aisladas de los demás. Eran judíos internados en uno de los peores campos de los alrededores, Salas Pils, donde después serían exterminados por el procedimiento de no darles de comer, de manera que todos murieron de hambre, a pesar de que muchos recurrieron a la antropofagia…

Cuando, en la primavera de 1944, se dio por terminado el trabajo, el ghetto fue definitivamente liquidado. La mayoría de sus 30 000 habitantes fueron llevados al bosque. Eran las últimas víctimas que recibían aquellos pinares. Unos 5000 fuimos trasladados al campo de Kaiserwald; al salir nosotros, el ghetto fue incendiado, y sus cenizas, apisonadas. De lo que allí hubo no quedaba más que una extensión de varias hectáreas de ceniza.
[2]

Durante las veinte páginas siguientes, Tauber describía la lucha por la supervivencia —en el campo de concentración de Kaiserwald— contra el hambre, las enfermedades, la fatiga y la brutalidad de los guardianes. Durante aquellos meses, nada se supo del capitán Eduard Roschmann, de la 55. Más, al parecer, aún estaba en Riga. Tauber describía cómo a primeros de octubre de 1944, los 55, presa ya de pánico ante la idea de que los rusos pudieran cogerlos vivos y desahogar en ellos su afán de venganza, se preparaban para evacuar Riga por mar, a la desesperada, llevando consigo, a guisa de salvoconducto de regreso al Reich, a un puñado de los últimos prisioneros que quedaban con vida.

La tarde del 11 de octubre, nuestro grupo, compuesto por unas 4000 personas, llegó a la ciudad de Riga. La columna fue conducida directamente al puerto. A lo lejos se oía un extraño fragor, como si tronara. Al principio, aquello nos intrigó, pues nunca habíamos oído el sonido de las bombas ni de la metralla. Luego, la verdad se abrió paso en nuestras mentes, enturbiadas por el hambre y el frío: en los suburbios de Riga estaban cayendo morteros rusos.

La zona del puerto era un hervidero de hombres de la SS de todos los rangos. Nunca había visto tantos juntos. Sin duda eran más que nosotros. Nos hicieron formar delante de unos tinglados, y muchos de los nuestros pensamos que allí moriríamos, frente a las ametralladoras. Pero no fue así.

Al parecer, los SS querían utilizarnos a nosotros, el resto de los cientos de miles de judíos que habían pasado por sus manos, como pretexto para escapar de los rusos. Nosotros seríamos un salvoconducto para volver al Reich. El medio de transporte estaba amarrado en el muelle número 6: era un carguero, el último que quedaba en el reducto. Mientras lo contemplábamos, unos enfermeros empezaron a subir a él a unos centenares de soldados heridos, que aguardaban en camillas en dos de los tinglados del muelle.

Era casi de noche cuando llegó el capitán Roschmann. Al ver que se estaba cargando el barco, se detuvo bruscamente. Cuando se percató de que se embarcaba a soldados heridos, se volvió y gritó a los enfermeros:

—¡Alto! Dejad eso.

Cruzó el muelle rápidamente y dio una bofetada a un enfermero. Luego, volviéndose hacia nosotros, los prisioneros, gritó:

—Vosotros, chusma. Sacad a ésos del barco y bajadlos aquí. Ese buque es nuestro.

Amenazados por las pistolas de los SS que habían llegado con nosotros, empezamos a avanzar hacia la pasarela. Cientos de SS, soldados y oficiales sin destino, que hasta entonces se habían mantenido a la expectativa, empezaron a avanzar, y nos siguieron hacia el barco. Cuando llegamos a cubierta, empezamos a coger las camillas para bajarlas al muelle. Mejor dicho, íbamos a cogerlas cuando otra voz nos obligó a detenernos.

Yo estaba al pie de la pasarela, cuando oí la voz y me volví para ver qué ocurría.

Por el muelle venía corriendo un capitán, que se detuvo muy cerca de la pasarela. Dirigiéndose a los que iban a bajar las camillas, gritó:

—¿Quién ha dado la orden de desembarcar a esos hombres?

Roschmann se le acercó por la espalda y le dijo:

—La he dado yo. Ese barco es nuestro.

El capitán giró sobre sus talones, metió una mano en el bolsillo y sacó un papel.

—Este barco ha sido enviado para recoger a los heridos del Ejército —dijo—. Y va a transportar heridos del Ejército.

Y dirigiéndose a los enfermeros, les ordenó que reanudaran la operación de carga.

Miré a Roschmann. Estaba temblando, supuse que de frío. Luego vi que estaba asustado. Tenía miedo de enfrentarse con los rusos. Ellos, a diferencia de nosotros, estaban armados.

Entonces empezó a gritar a los enfermeros:

—¡Dejad eso! ¡Yo he requisado el barco en nombre del Reich!

Pero ellos no le hicieron el menor caso: obedecían al capitán de la Wehrmacht. Este se hallaba a unos dos metros de mí. Me fijé en su rostro. A causa del cansancio, lo tenía color ceniza, se le marcaban oscuras ojeras y, a cada lado de la boca profundos pliegues. Llevaba una barba de semanas. Al ver que se reanudaba la operación, se fue hacia sus enfermeros. De las camillas alineadas sobre el nevado muelle se alzó una voz que, en el dialecto de Hamburgo, gritó:

—¡Bravo, mi capitán! Deles una lección a esos cerdos.

Cuando el capitán pasó por el lado de Roschmann, éste lo agarró del brazo, le hizo dar media vuelta y lo abofeteó con su enguantada mano. Yo le había visto dar miles de bofetadas, pero ninguna había tenido la respuesta que tuvo aquélla. El capitán encajó el golpe, sacudió la cabeza, y con la mano derecha descargó un puñetazo fenomenal en la mandíbula de Roschmann, que salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas en la nieve, sangrando por la boca. El capitán siguió andando.

Entonces vi a Roschmann sacar su «Lüger» de oficial de la SS, apuntar cuidadosamente y disparar contra el capitán por la espalda. Al sonar el disparo, todo el mundo se quedó quieto. El capitán vaciló y se volvió. Roschmann disparó de nuevo, y el segundo proyectil alcanzó en la garganta al capitán, que giró sobre sí mismo. Antes de llegar al suelo, ya había muerto. Algo que llevaba colgado del cuello saltó al hacer impacto la bala. Yo, que tuve que arrojar el cuerpo al agua, pasé por el lado del objeto y vi que era una condecoración con una cinta: la Cruz de Caballero con Hojas de Roble…

Mientras leía esta página del Diario, Miller fue pasando, sucesivamente, del asombro a la incredulidad, a la duda, al convencimiento y, por último, a una viva indignación. Releyó la página una docena de veces, hasta convencerse de que no había duda posible, y luego siguió adelante.

Después se nos ordenó desembarcar a los heridos de la Wehrmacht y dejarlos en el muelle, donde ya empezaba a acumularse la nieve. Yo, sin saber cómo, me encontré ayudando a un soldado a bajar por la pasarela. Estaba ciego, y llevaba los ojos vendados con un sucio pedazo de tela arrancado del faldón de una camisa. Deliraba y llamaba a su madre. Tendría unos dieciocho años.

Por fin, todos quedaron en el muelle, y a nosotros se nos ordenó subir al barco. Nos metieron a todos en las bodegas, unos a proa y otros a popa, comprimiéndonos de tal modo que apenas podíamos movernos. Luego se fijaron los listones de los encerados de escotilla, y los SS empezaron a subir a bordo. Zarpamos poco antes de medianoche, ya que, seguramente, el capitán quería encontrarse mar adentro, en el golfo de Riga, antes de que amaneciera, para evitar ser descubierto y bombardeado por los «Stormoviks» rusos…

Tardamos tres días en llegar a Danzig, detrás de las líneas alemanas. Tres días de zarandeo en un infierno de bodega, sin agua y sin comida, durante los cuales murió la cuarta parte de los 4000 prisioneros. No teníamos nada que vomitar, pero a causa del mareo, todos sufríamos espasmos secos. Muchos murieron agotados por los espasmos; otros, de hambre, de frío o de asfixia, y otros, al perder la voluntad de vivir, se tumbaban y se dejaban morir. Finalmente, el barco quedó amarrado otra vez, se retiraron los cuarteles de las escotillas, y ráfagas de viento helado entraron en las apestosas bodegas.

Cuando nos desembarcaron en el puerto de Danzig, los muertos fueron alineados al lado de los vivos, para que el número de prisioneros desembarcados cuadrara con el de los que subieron al barco en Riga. Los SS eran muy minuciosos en cuestión de números.

Después nos enteramos de que Riga había sido ocupada por los rusos el 14 de octubre, mientras nosotros navegábamos aún…

La dolorosa odisea de Tauber tocaba a su fin. De Danzig, los supervivientes fueron llevados en barcazas al campo de concentración le Stutthof, en las afueras de la ciudad, y hasta las primeras semanas de 1945 Tauber estuvo trabajando en los diques de submarinos de Burggraben durante el día, y viviendo en el campo de concentración por la noche. En Stutthof murieron de desnutrición varios miles más. El los veía morir y, sin saber como, seguía viviendo.

En enero de 1945, cuando los rusos se acercaban a Danzig, los supervivientes de Stutthof fueron llevados hacia el Oeste, en la terrible «Marcha de la Muerte» hacia Berlín, entre la nieve. Por todo el este de Alemania avanzaban columnas de espectros que sus guardianes SS utilizaban como salvoconducto para alcanzar la seguridad en territorio de los occidentales. Y por el camino, entre la nieve y el hielo, los prisioneros iban muriendo como moscas.

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