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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (11 page)

BOOK: Odessa
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Dinero. ¿De dónde sacaba Tauber el dinero? No trabajaba, ni había querido aceptar compensación alguna del Estado alemán. Sin embargo, pagaba puntualmente el alquiler, y además debía quedarle algo para comer. Tenía cincuenta y seis años, de manera que no podía cobrar pensión de vejez; pero una pensión de invalidez, tal vez sí.

Eso tenía que ser.

Miller se guardó el cambio, puso en marcha el «Jaguar» y se fue a la oficina de Correos de Altona. Se dirigió a la ventanilla de «Pensiones».

—¿Podría decirme cuándo cobran los pensionistas? —preguntó a la gruesa señora sentada detrás de la ventanilla.

—El último día del mes, naturalmente.

—¿Entonces, el sábado?

—Menos cuando coincide con el final de semana. Este mes cobrarán el viernes, pasado mañana.

—¿También los que cobran pensión de invalidez? —preguntó.

—Absolutamente todos los pensionistas cobran el último día del mes.

—¿Aquí, en esta ventanilla?

—Si residen en Altona, sí —respondió la mujer.

—¿A qué hora?

—Desde que abrimos.

—Gracias.

El viernes por la mañana volvió Miller a Correos y se puso a observar a los hombres y mujeres que hacían cola a la puerta cuando se abrieron las oficinas. Se situó en la pared de enfrente, para ver qué dirección tomaban al salir. Había muchos con el pelo blanco, pero la mayoría llevaban sombrero a causa del frío. El tiempo se había puesto otra vez seco, soleado pero frío. Poco antes de las once, un hombre con una mata de pelo blanco que parecía caramelo hilado salió de la oficina de Correos, contó su dinero para asegurarse de que no le faltaba nada, lo guardó en el bolsillo interior y miró a derecha e izquierda, como buscando a alguien. Al cabo de unos minutos, dio media vuelta y echó a andar lentamente. En la esquina, miró otra vez arriba y abajo y torció por la calle del Museo, en dirección al río. Miller se despegó de la pared y lo siguió.

El viejo tardó veinte minutos en recorrer los ochocientos metros que faltaban para llegar a la Elbe Chaussee, giró hacia la margen del río, cruzó sobre la hierba y se sentó en un banco. Miller se le acercó lentamente por la espalda.

—¿Herr Marx?

El viejo se volvió en el momento en que Miller rodeaba al extremo del banco. No parecía sorprendido, como si estuviese acostumbrado a ser abordado por desconocidos.

—Sí —dijo gravemente— ¡yo soy Marx!.

—Me llamo Miller.

Marx inclinó la cabeza, dándose por enterado.

—¿Espera usted a… Herr Tauber?

—Sí —respondió el hombre, sin demostrar sorpresa.

—¿Puedo sentarme?

—Encantado.

Miller se sentó a su lado. Los dos estaban de cara al Elba. Río abajo, aprovechando la marea, navegaba un gran mercante, el
Kota Maru
, de Yokohama.

—Siento decirle que Herr Tauber ha muerto.

El viejo miró fijamente el barco. No exteriorizó dolor ni sorpresa, como si recibiese a menudo noticias como aquélla. Tal vez así era.

—Ya —dijo.

Miller le refirió brevemente los sucesos de la noche del viernes anterior.

—No parece usted sorprendido. Quiero decir, de que se matara.

—No —dijo Marx—. Era muy desgraciado.

—Ha dejado un Diario, ¿sabe?

—Sí, me habló de él.

—¿Lo ha leído usted? —preguntó Miller.

—No; no lo dejaba leer a nadie. Pero me habló de él.

—Explica lo que tuvo que pasar en Riga durante la guerra.

—Sí, él me dijo que había estado en Riga.

—¿Usted también estuvo allí?

El hombre se volvió y le miró con ojos tristes y cansados.

—No. Yo estuve en Dachau.

—Necesito que usted me ayude, Herr Marx. Su amigo habla en su Diario de un hombre, un oficial de la SS llamado Roschmann, el capitán Eduard Roschmann. ¿Se lo mencionó a usted alguna vez?

—¡Oh, si! Me habló de Roschmann. En realidad, lo que le hacía seguir viviendo era la esperanza de poder testificar contra Roschmann algún día.

—Eso dice en su Diario. Lo he leído después de su muerte. Soy periodista. Quiero tratar de encontrar a Roschmann y llevarlo a juicio, ¿me entiende?

—Sí.

—Pero de nada serviría intentarlo si Roschmann hubiera muerto. ¿Recuerda usted si Herr Tauber llegó a averiguar si Roschmann vive y está libre?

Marx estuvo contemplando unos minutos la popa del
Kota Maru
, que se alejaba.

—El capitán Roschmann vive —respondió con sencillez—. Y está libre.

Miller se inclinó con ansiedad.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque Tauber lo vio.

—Si; eso ya lo leí. Fue a principios de abril de mil novecientos cuarenta y cinco.

Marx sacudió lentamente la cabeza.

—No; fue el mes pasado.

Durante varios minutos más, permanecieron en silencio, Miller mirando al viejo, y Marx, al agua.

—¿El mes pasado? —repitió Miller al fin—. ¿Y dijo cómo lo había visto?

Marx suspiró y se volvió hacia Miller.

—Sí. Una noche estaba paseando por la ciudad, como acostumbraba hacer cuando no podía dormir. Al pasar por delante del Teatro de la Opera, de regreso a su casa, vio que empezaba a salir el público. Se detuvo en el momento en que un grupo cruzaba la acera. Dijo que eran gente rica; los hombres, de smoking, y ellas, con pieles y joyas. Junto al bordillo había tres taxis esperándolos. El portero cortó el paso a los transeúntes para que sus clientes, pudieran subir a los coches. Y entonces Tauber vio a Roschmann.

—¿Entre los que salían de la Opera?

—Sí. Subió a un taxi con otras dos personas.

—Bueno, Herr Marx, atienda, por favor, que esto es importante. ¿Estaba seguro de que era Roschmann?

—Sí, dijo que estaba seguro.

—Sin embargo, hacía diecinueve años que no lo veía. Debe de haber cambiado mucho. ¿Cómo podía estar tan seguro?

—Dijo que le vio sonreír.

—¿Que le vio qué?

—Sonreír. Que vio sonreír a Roschmann.

—¿Y eso tiene algo de particular?

Marx asintió varias veces.

—Decía que el que hubiera visto sonreír a Roschmann de aquel modo, nunca podría olvidarlo. No supo describirme esa sonrisa, pero estaba seguro de reconocerla entre un millón, y en cualquier lugar del mundo.

—Ya. ¿Y usted lo creyó?

—Sí. Estoy seguro de que vio a Roschmann.

—Está bien. Supongamos que yo lo creo también. ¿Tomó el número del taxi?

—No. Me dijo que se quedó tan aturdido, que no supo hacer más que mirar cómo se alejaba.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Miller—. Seguramente los conduciría a algún hotel. Si tuviésemos el número, podría preguntar al taxista adónde los llevó. ¿Cuándo le contó esto Herr Tauber?

—El mes pasado, cuando cobramos la pensión. Aquí mismo, en este banco.

Miller se levantó y suspiró.

—¿Se da usted cuenta de que nadie creería esa historia?

Marx apartó la mirada del río y se volvió hacia el periodista.

—¡Oh, sí! —exclamó en voz baja—. Y él lo sabía también. Ya lo ve usted: por eso se suicidó.

Aquella noche, Peter Miller hizo a su madre su acostumbrada visita del fin de semana y, como de costumbre, ella lo acribilló a preguntas: que si comía lo suficiente; que cuántos cigarrillos fumaba al día; que cómo le lavaban la ropa…

Era una mujercita metida en carnes, de unos cincuenta años, que no acababa de resignarse a la idea de que su único hijo se conformara con ser un simple reportero.

Durante la cena le preguntó qué estaba haciendo en aquellos momentos. El se lo explicó brevemente, y aludió a su propósito de intentar descubrir el paradero del desaparecido Eduard Roschmann. La mujer se quedó horrorizada.

Peter siguió comiendo estoicamente, ante el alud de reproches y recriminaciones.

—Como si no fuese bastante que siempre tengas que ocuparte en las gentes del hampa, ahora quieres meterte con los nazis. No sé qué hubiera pensado tu pobre padre. Yo, verdaderamente, no…

Peter tuvo una idea.

—Mamá…

—Dime, hijo.

—Todas esas cosas que la SS le hacía a la gente durante la guerra… ¿Sospechaste alguna vez…? ¿Tú imaginabas lo que ocurría?

Ella se puso afanosamente a quitar la mesa. Al cabo de unos segundos, respondió:

—Cosas horribles. Espantosas. Los ingleses nos hicieron ver las películas después de la guerra. No quiero oír hablar más de eso.

Salió precipitadamente. Peter se levantó y la siguió a la cocina.

—¿Recuerdas que en mil novecientos cincuenta, cuando tenía dieciséis años, fui a París con un grupo de la escuela?

Ella se interrumpió, mientras llenaba el fregadero.

—Sí, lo recuerdo.

—Nos llevaron a visitar una iglesia llamada el Sacré Coeur. Estaban acabando un oficio, un funeral en memoria de un hombre que se llamaba Jean Moulin. De la iglesia salía un grupo. Al oírme hablar en alemán con un compañero, uno de los que salían se volvió y me escupió. Recuerdo cómo me corría la saliva por la chaqueta. Cuando regresé a casa y te lo conté, ¿te acuerdas de lo que me dijiste?

La señora Miller restregaba furiosamente los platos de la cena.

—Dijiste que los franceses eran así. Que tenían hábitos sucios.

—Y los tienen. A mí nunca me han sido simpáticos.

—Mamá, ¿tú sabes lo que le hicimos a Jean Moulin antes de que muriera? No tú, ni papá, ni yo, sino nosotros, los alemanes, mejor dicho, la Gestapo, que para millones de extranjeros viene a ser lo mismo.

—No, no quiero saberlo. Y dejemos eso.

—No puedo decírtelo, porque no lo sé. Sin duda consta en algún sitio. Pero lo cierto es que a mí me escupieron no por ser de la Gestapo, sino por ser alemán.

—Y deberías sentirte orgulloso de serlo.

—Y me siento orgulloso, créeme. Pero eso no quiere decir que deba sentirme orgulloso de los nazis, de la SS, ni de la Gestapo.

—Ni tú ni nadie; pero hablar de ello no remedia nada.

Estaba acalorada, como siempre que discutía con su hijo. Se secó las manos con el paño de la vajilla y salió a la sala. Peter se fue tras ella.

—Oye, mamá, trata de comprenderlo. Hasta que leí ese Diario, ni siquiera se me ocurría preguntarme qué era exactamente lo que se presumía que habíamos hecho. Ahora, por lo menos, empiezo a comprender. Por ello quiero encontrar a ese hombre, ese monstruo, si aún vive. Hay que llevarlo ante los tribunales.

Ella se sentó en el canapé, a punto de echarse a llorar.

—Te lo ruego, Peterkin, no te mezcles en eso. No sigas hurgando en el pasado. No servirá de nada. Todo acabó ya. Es mejor olvidarlo.

Peter Miller estaba de cara a la chimenea. En la repisa, al lado del reloj, estaba el retrato de su padre. Llevaba su uniforme de capitán del Ejército, y tenía aquella sonrisa cariñosa y un tanto triste que Miller recordaba. Se había hecho la foto durante su último permiso, poco antes de volver al frente.

Diecinueve años después, al mirar aquella fotografía, mientras su madre le pedía que abandonara la búsqueda de Roschmann, Peter recordaba a su padre con una claridad asombrosa. Se acordaba de antes de la guerra, cuando él tenía cinco años y su padre lo llevaba al zoo de Hagenbeck, le enseñaba todos los animales, uno a uno, y con gran paciencia leía la placa de cada jaula, para responder a la interminable retahíla de preguntas del niño.

Se acordaba del día en que se alistó, en 1940, de cómo lloraba su madre, y de que él pensó que las mujeres eran bobas al llorar por algo tan estupendo como tener un padre vestido de uniforme. Y se acordaba del día de 1944 —él tenía once años— en que un oficial del Ejército se presentó en la casa y le dijo a su madre que su heroico esposo había caído en el frente del Este.

—Además, nadie quiere ya más denuncias. Ni más juicios horribles de esos que hay cada dos por tres en los que salen a relucir semejantes atrocidades. Nadie va a darte las gracias, aunque lo encuentres. Sólo conseguirás llamar la atención. Nadie quiere más juicios ya. Es demasiado tarde. Por favor, Peter, déjalo. Hazlo por mí.

El recordaba la lista de nombres que aparecía con una orla negra en el periódico. Todos los días tenía la misma longitud, pero aquel día de fines de octubre era diferente, porque hacia la mitad se leía:

«Caído por el Fuhrer y por la Patria. Miller, Erwin, capitán, el 11 de octubre. En Ostland.»

Y nada más. Ni el menor indicio de dónde, ni cuándo, ni por qué. Uno más entre las decenas de miles de nombres que eran comunicados desde el Este y publicados en aquellas largas listas orladas de negro; hasta que el Gobierno decidió suspender la publicación, porque minaba la moral.

—Por lo menos —decía la madre a su espalda—, podrías pensar en la memoria de tu padre. ¿Crees que él querría que su único hijo se dedicara a remover el pasado para provocar otro juicio por crímenes de guerra? ¿Crees que le gustaría?

Miller giró rápidamente sobre sus talones, se acercó a su madre y, poniéndole las manos en los hombros, miró sus asustadas pupilas azul porcelana. Se inclinó y la besó suavemente en la frente.

—Sí, Mutti —dijo—. Creo que esto es precisamente lo que él querría que hiciera.

Salió de la casa, subió a su coche y, lleno de ira, emprendió el regreso a Hamburgo.

Todos los que le conocían, y muchos que no le conocían, estaban de acuerdo en que Hans Hoffmann parecía hecho a la medida para el cargo. Frisaba los cincuenta años, tenía apostura juvenil, el cabello gris cortado a la última moda y las uñas bien cuidadas. Su traje era de «Savile Row», y su corbata, de gruesa seda, de «Cardin». Tenía una elegancia depurada y muy cara.

Pero si su prestancia personal hubiera sido su única cualidad, Hoffmann no habría llegado a ser uno de los más prósperos editores de revistas de Alemania Occidental. Al terminar la guerra imprimía carteles para las autoridades británicas de ocupación, en una prensa manual, y en 1949 fundó uno de los primeros semanarios ilustrados del país. Su fórmula era simple: decirlo con palabras, crudamente, y respaldarlo con unas fotografías que dejasen a la competencia como unos novatos con su primera «Brownie». Y era una fórmula eficaz. Su cadena de ocho revistas, que abarcaba desde novelas de amor para jovencitas hasta las relumbrantes crónicas de las andanzas de los ricos y los guapos, lo había hecho multimillonario; pero su favorita era
Komet
, una revista de actualidades.

El dinero le había proporcionado una lujosa casa estilo rancho en Othmarschen, un chalet en las montañas, una torre en la costa, un «Rolls-Royce» y un «Ferrari». Además, se había hecho con una esposa hermosísima, que se vestía en París, y dos hijos encantadores, a los cuales no veía casi nunca. Hans Hoffmann era el único millonario de Alemania cuyas amiguitas, que mantenía con discreción y sustituía con frecuencia, nunca aparecían retratadas en su revista de chismorreos. Y era hombre sagaz.

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