Odessa (2 page)

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Authors: Frederick Forsyth

BOOK: Odessa
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El hombre que estaba apoyado en la ventanilla del coche advirtió que Miller no le prestaba atención, y supuso que era por el dolor que le había causado la muerte del presidente. De modo que interrumpió su charla sobre guerra mundial y adoptó una compungida expresión.


Ja, ja, ja
—suspiró, con aire de entendido, como si él ya lo hubiese previsto—. Gente violenta esos americanos… Tienen un fondo de violencia que nosotros, los de aquí, nunca comprenderemos.

—Sin duda —admitió Miller, aún distraído.

Finalmente, el desconocido se desanimó.

—Bueno, tengo que irme a casa —dijo, enderezándose—.
Grus Gott.

Echó a andar hacia su automóvil. Miller advirtió entonces que el otro se alejaba.


Ja, gute Nacht
—le gritó a través de la ventanilla, y subió el cristal, a fin de resguardarse del aguanieve que las ráfagas del viento del Elba lanzaban contra el coche. La radio transmitía ahora una marcha lenta. El locutor acababa de anunciar que aquella noche no habría más música ligera; sólo boletines de noticias, que se alternarían con melodías adecuadas.

Miller se arrellanó en el cómodo asiento de piel de su «Jaguar» y encendió un «Roth-Handl», cigarrillo de tabaco negro, sin filtro, que olía de un modo espantoso, otra de las cosas que reprochaba su madre a aquel hijo que tantos desengaños le deparaba.

Es difícil no caer en la tentación de preguntar qué habría ocurrido si uno hubiese hecho o dejado de hacer… Ello suele ser una especulación inútil, pues lo que hubiera podido ser y no ha sido constituye el mayor de los misterios. Pero tal vez se pueda decir que si aquella noche no hubiera escuchado Miller la radio, no habría parado el coche ni pasado media hora a un lado de la carretera. Tampoco habría visto la ambulancia ni oído hablar de Salomón Tauber ni de Eduard Roschmann. Y, probablemente, cuarenta meses después hubiera dejado de existir la República de Israel.

Miller terminó el cigarrillo mientras seguía escuchando la radio; bajó el cristal y tiró la colilla. Apenas accionó el contacto, el motor de 3,8 litros situado bajo el largo y aerodinámico capó del «Jaguar XK 150 S» dio un rugido y en seguida ajustó la voz a su leve gruñido habitual, cual el de la fiera que trata de escapar de la jaula.

Miller encendió las luces de cruce, miró atrás y se incorporó al creciente aluvión de coches que circulaban por la carretera de Osdorf.

Se hallaba detenido en el semáforo de la calle Stresemann, cuando oyó acercarse la ambulancia. Esta pasó por su izquierda haciendo sonar acompasadamente la sirena en dos tonos, agudo y grave; aminoró la marcha antes de rebasar la luz roja y entrar en el cruce; torció hacia la derecha, por delante de Miller, y tomó por la calle Daimler abajo. Miller actuó movido sólo por reflejos. Soltó el embrague, y el «Jaguar» salió disparado detrás de la ambulancia, a unos veinte metros.

Casi inmediatamente, Miller se arrepintió de su impulso y pensó que hubiera sido mejor seguir hacia su casa. Seguramente allí no habría nada; aunque nunca se sabe. Las ambulancias sugieren una perturbación, y en según qué perturbaciones podía haber un reportaje, sobre todo si uno acudía el primero y la cosa se arreglaba antes de la llegada de los reporteros de plantilla. Podía tratarse de un grave accidente de tráfico, de un incendio en los muelles o de una casa de vecinos envuelta en llamas, con niños dentro. Podía ser cualquier cosa. El llevaba siempre en la guantera del coche una pequeña «Yashica» con equipo de flash, ya que nunca sabía uno lo que podía ocurrir ante sus ojos.

Miller conocía a un hombre que el 6 de febrero de 1958 se encontraba en el aeropuerto de Múnich, esperando subir a un avión, cuando a unos cientos de metros de donde él estaba se estrelló el aparato en que viajaba el equipo de fútbol del Manchester United. El hombre ni siquiera era fotógrafo profesional, pero inmediatamente se echó a la cara la cámara que llevaba para sus vacaciones en la nieve, y tomó las primeras fotos exclusivas del avión incendiado. Las revistas ilustradas le pagaron por ellas más de cinco mil libras.

La ambulancia se metió por el laberinto de calles estrechas y sórdidas de Altona, dejando a la izquierda la estación del ferrocarril y manteniéndose siempre en dirección al río. El conductor del vehículo —una furgoneta «Mercedes» alta y achatada— conocía bien su ciudad, y maniobraba con pericia. A pesar de que el «Jaguar» tenía mayor potencia de aceleración y una suspensión muy dura, Miller sentía patinar las ruedas traseras sobre los adoquines mojados.

Observó que pasaban por delante del almacén «Menck», de repuestos de automóviles, y dos calles más allá supo ya cuál era su destino. La ambulancia se detuvo en una mísera y oscura calle, de casas de vecinos y pensiones, que, bajo la oblicua cortina de aguanieve, presentaba un aspecto sombrío y tétrico. La ambulancia se había parado delante de una pensión, cerca de un coche de la Policía, en cuyo techo giraba una luz azul que ponía un tinte macabro en el rostro de los curiosos que estaban congregados frente al portal.

Un fornido sargento de Policía gritó a la gente que abriera paso a la ambulancia. Se hizo un hueco, y en él entró suavemente el vehículo. El conductor y su ayudante saltaron a tierra, abrieron la puerta trasera y sacaron una camilla. Después de hablar brevemente con el sargento, ambos hombres entraron con paso rápido en el portal.

Miller estacionó el «Jaguar» en el lado opuesto de la calle, unos quince metros más abajo, y arqueó las cejas. Ni choque, ni fuego, ni niños en peligro. Probablemente, un simple ataque al corazón. Se acercó al grupo que el sargento mantenía a distancia formando un semicírculo, para dejar paso libre desde el portal hasta la parte trasera de la ambulancia.

—¿Se puede subir?

—No se puede. No es asunto suyo.

—Prensa —dijo entonces Miller, sacando su carnet.

—Y yo policía —dijo el sargento—. No se sube. La escalera es estrecha y, además, insegura. Los de la ambulancia bajarán en seguida.

Era un tipo corpulento, como cumple a un buen sargento de Policía de uno de los distritos más difíciles de Hamburgo. Con su metro noventa de estatura, su capa impermeable y los brazos extendidos para contener a la gente, parecía tan sólido e inamovible como una muralla.

—¿Qué ha ocurrido?

—No puedo decírselo. Pregunte en la Comisaria.

Del portal salió un hombre vestido de paisano. La luz giratoria del techo del «Volkswagen» de la Policía le iluminó la cara, y Miller lo reconoció. Habían estudiado juntos en el Instituto Central de Hamburgo. Ahora era detective inspector de la Policía de esta ciudad y se hallaba destinado en la central de Altona.

—¡Eh, Karl!

Al oír su nombre, el joven inspector se volvió y miró al grupo que estaba detrás del sargento. Al siguiente destello azul descubrió a Miller, que tenía la mano levantada. Le sonrió, entre afable y resignado. Hizo al sargento una seña con la cabeza.

—Déjele pasar, sargento. Es casi inofensivo.

El policía bajó el brazo, y Miller se adelantó rápidamente. El y Karl Brandt se estrecharon la mano.

—¿Qué haces tú aquí?

—Vine siguiendo la ambulancia.

—Eres un buitre sanguinario. ¿A qué te dedicas ahora?

—A lo de siempre. Trabajo por mi cuenta.

—Y, por lo visto, te estás forrando. Siempre veo tu firma en las revistas.

—Me defiendo. ¿Te has enterado de lo de Kennedy?

—Sí. Horroroso. Esta noche estarán revolviendo todo Dallas. Me alegro de que no esté en mi sector.

Miller señaló, con un movimiento de cabeza, el portal de la casa de huéspedes, en el que una bombilla de pocos vatios proyectaba su luz amarilla sobre el deteriorado papel de la pared.

—Un suicidio —dijo Karl—. Con gas. Los vecinos notaron el olor que salía por debajo de la puerta, y nos avisaron. Menos mal que a nadie se le ocurrió encender un fósforo. Toda la casa apestaba.

—¿No se tratará, por casualidad, de alguna estrella de cine? —preguntó Miller.

—¡Seguro! Como siempre viven en sitios así… No; ha sido un viejo. De todos modos, parece que, en realidad, llevaba ya años muerto. Todas las noches se mata alguien.

—Bueno, adondequiera que haya ido, no será peor que esto.

El inspector esbozó una sonrisa y volvió la cabeza hacia la casa. Los dos enfermeros, con su carga, acababan de bajar la escalera y cruzaban el portal.

—Abran paso —dijo Brandt.

El sargento se apresuró a repetir la orden e hizo retroceder a la gente un poco más. Los de la ambulancia salieron a la acera y se acercaron a la parte trasera del «Mercedes». Brandt los siguió, y Miller se fue tras él. No es que quisiera ver al muerto; ni siquiera se le había ocurrido. Se limitaba a seguir a Brandt. Cuando el primero de los enfermeros enganchó las varas de la camilla en las guías y el otro se preparaba ya para empujarla, dijo Brandt:

—Esperen un momento. —Levantó una punta de la manta y miró la cara del muerto. —Es puro formulismo —comentó, por encima del hombro—. Tengo que escribir en mi informe que acompañé el cadáver a la ambulancia y al depósito.

Las luces interiores de la furgoneta eran potentes, y durante dos segundos pudo Miller ver el rostro del suicida. Su primera y única impresión fue que nunca había visto a un hombre tan feo y arrugado. Aun dejando aparte los efectos de la intoxicación por gas —manchas en la piel y labios amoratados—, aquel hombre tampoco debió de ser muy guapo en vida. Unos mechones de pelo pegados al cráneo; los ojos cerrados, y las mejillas, sin la dentadura postiza, tan hundidas que parecían tocarse, le daban aspecto de vampiro de película. Casi no tenía labios, y la piel, alrededor de su boca, formaba unos frunces profundos que recordaron a Miller una cabeza que vio tiempo atrás, procedente de la cuenca del Amazonas, a la cual los indígenas le habían cosido los labios. Para acabar de rematar el efecto, el hombre presentaba a cada lado de la cara dos cicatrices pálidas y rugosas que le surcaban la mejilla desde la sien hasta las comisuras de la boca.

Tras un rápido vistazo, Brandt volvió a taparlo con la manta, hizo una seña al enfermero que estaba detrás de él y se apartó a un lado en tanto éste encajaba la camilla en su anclaje, cerraba las puertas y subía a la cabina, donde estaba ya su compañero. La ambulancia se alejó rápidamente, y la multitud empezó a dispersarse, mientras el sargento gruñía a media voz:

—Vamos, circulen, ya pasó todo. No hay más que ver. ¿Es que no tienen casa?

Miller miró a Brandt, arqueando las cejas.

—Muy bonito.

—Sí. Pobre hombre. Pero en este caso no hay nada para ti.

Miller hizo un gesto de contrariedad.

—En absoluto. Como tú dices, hay uno cada noche. En este momento, en todo el mundo está muriendo gente, y nadie demuestra el menor interés por esas muertes. Como Kennedy ha sido asesinado…

El inspector Brandt rió burlonamente.

—Estos periodistas sanguinarios…

—Hay que reconocerlo: la gente quiere leer lo de Kennedy. Para eso compra el periódico.

—Cierto. Bueno, tengo que volver a la Comisaría. Adiós, Peter.

Se estrecharon nuevamente la mano y se separaron. Miller tomó la dirección de la estación de Altona, entró en la avenida principal, camino del centro, y veinte minutos después estaba guardando su «Jaguar» en el garaje subterráneo de la plaza Hansa, situado a unos ciento cincuenta metros de la casa en cuyo ático vivía.

Dejar el coche todo el invierno en un garaje subterráneo resultaba caro; pero éste era uno de los lujos que él se permitía. También el piso era caso; mas a Peter le gustaba porque era alto y tenía vistas al bullicioso bulevar de Steindamm. A su atuendo y comida no dedicaba mucha atención, y a la edad de veintinueve años, con su casi metro noventa de estatura, su cabello castaño y sus ojos pardos, no necesitaba gastar mucho en vestir para tener éxito con las mujeres. Un amigo le dijo una vez, con envidia:

—Tú harías estragos hasta en un convento.

El se echó a reír, halagado, pues pensaba que su amigo tenía razón.

Sus grandes pasiones eran los coches deportivos, el periodismo y Sigrid, aunque, a veces, no sin cierto sonrojo, pensaba que si tuviese que escoger entre Sigi y el «Jaguar», Sigi habría de buscarse otra pareja.

Una vez hubo colocado el «Jaguar» en su sitio, se quedó contemplándolo a las luces del garaje. No se cansaba de mirarlo. Incluso cuando se acercaba a él en la calle, tenía que pararse a admirarlo. A veces, algún transeúnte, sin saber que el coche fuera suyo, se detenía y comentaba:

—¡Eso es un motor!

Los jóvenes reporteros independientes no acostumbran tener un «Jaguar XK 150 S». Por cierto que en Hamburgo casi no se encontraban repuestos, ya que la serie «XK», de la cual el modelo «S» había sido el último, dejó de fabricarse en 1960. Peter lo cuidaba personalmente, y el domingo pasaba horas enteras, en mono, metido bajo el chasis o revolviendo en el motor. La gasolina que se necesitaba para alimentar sus tres carburadores «SU», al precio a que había que pagarla en Alemania, era un gran agobio para su economía; mas Peter se sacrificaba gustoso. Se sentía recompensado al oír el brioso rugido de los tubos de escape, cuando pisaba el acelerador por la autopista, y el brío con que tomaba los virajes en las carreteras de montaña. Incluso había tensado la suspensión independiente de las ruedas delanteras, y como el coche poseía suspensión rígida en las de atrás, tomaba las curvas firme como una roca, mientras los otros conductores que trataban de desafiarlo empezaban a brincar furiosamente sobre sus muelles y ballestas. Poco después de comprarlo, lo hizo repintar de negro, con una franja amarillo avispa a cada lado. Como el coche había sido fabricado en Coventry (Inglaterra) y no estaba destinado a la exportación, tenía el volante a la derecha, lo cual era un inconveniente en los adelantamientos, pero, en cambio, le permitía cambiar la marcha con la mano izquierda y sostener el tembloroso volante con la derecha, y ello era una gran ventaja.

Nada más pensar en las circunstancias que le habían permitido comprarlo, se maravillaba de su suerte. El verano anterior, mientras esperaba su turno en la peluquería, se puso a hojear una revista pop. Generalmente, no leía los chismes sobre las celebridades del mundo pop; pero allí no había nada más que leer. El reportaje de la página central trataba de la meteórica ascensión a la fama y al estrellato internacional de cuatro jovencitos ingleses con flequillo. El que aparecía a la derecha de la foto, con una nariz bastante grande, no le decía nada; pero las otras tres caras despertaron un eco en su memoria, que era una especie de archivo.

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