Authors: Frederick Forsyth
»Entre ellos estará el encargado de contratar a los científicos. No se preocupe: lo encontraremos y averiguaremos el nombre de los científicos que piensa mandar a El Cairo.
En Bayreuth, Miller miraba por la ventana la nieve que iba cayendo. No tenía la menor intención de llamar por teléfono ni de buscar a hombres de ciencia especializados en cohetes. Seguía teniendo un solo objetivo: Eduard Roschmann.
Hasta la tarde del miércoles, 19 de febrero, no se despidió Peter Miller de Alfred Oster, en su casa de las afueras de Bayreuth. En la puerta, el antiguo oficial de la SS le estrechó la mano.
—Buena suerte, Kolb. Le he enseñado todo lo que sé. Un último consejo: ignoro cuánto pueda durar esa identidad. Probablemente, no mucho. Si alguna vez le parece que alguien le ha descubierto, no se entretenga en discutir. Escape y recupere su verdadero nombre.
Mientras el periodista se alejaba por el sendero del jardín, Oster murmuró entre dientes:
—La idea más absurda que he tenido en mi vida.
Luego cerró la puerta y volvió junto al fuego.
Miller recorrió a pie el kilómetro y medio que había hasta la estación, siempre cuesta abajo. Poco antes de llegar, pasó por delante del aparcamiento público. En la pequeña estación, de estilo típicamente bávaro, con grandes aleros y vigas, sacó billete para Nuremberg. Pero cuando iba a salir al andén, barrido por el viento, el empleado le advirtió:
—Va a tener que esperar mucho rato, señor. El tren de Nuremberg lleva mucho retraso.
Miller le miró, sorprendido. Los ferrocarriles alemanes hacen de la puntualidad una cuestión de honor.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
El hombre movió la cabeza en dirección a las montañas, por las que desaparecían los raíles, y al valle cubierto por una capa de nieve reciente.
—La vía ha quedado cortada por la nieve. Ahora nos han comunicado que iba la máquina quitanieves. Los técnicos están trabajando para abrir paso.
Sus años de periodista habían creado en Miller una profunda aversión a las salas de espera. Hubo de pasar en ellas tantas horas de frío, cansancio e incomodidad… Mientras tomaba café en la pequeña cantina de la estación, contempló su billete. Ya estaba perforado. Luego pensó en su coche, que estaba en el aparcamiento.
Con dejarlo en el otro extremo de Nuremberg, a varios kilómetros de distancia de las señas que le habían dado… Y si, después de la entrevista, lo enviaban a algún nuevo sitio y tenía que utilizar otro medio de transporte, siempre podría dejar el «Jaguar» en Múnich. Incluso podría meterlo en algún garaje, fuera de la vista. Nadie lo encontraría. Por lo menos, antes de que él terminara su trabajo. Además —reflexionó—, no estaría de más disponer de un medio rápido para marcharse, si la ocasión lo requería. No tenía por qué imaginar que hubiera alguien en Baviera que hubiera oído hablar de él ni de su coche.
Recordó la advertencia de
Motti
, en el sentido de que era un coche demasiado llamativo; pero también recordó lo que dijera Oster hacía apenas una hora acerca de la necesidad de tener que huir a toda prisa. Era peligroso llevárselo, pero también lo era quedar varado sin un medio de transporte. Lo pensó durante cinco minutos más. Luego salió del café y de la estación y empezó a subir la cuesta.
Diez minutos después, salía de la ciudad, sentado tras el volante de su a «Jaguar».
El viaje hasta Nuremberg era corto. Miller se inscribió en un pequeño hotel situado cerca de la estación central, dejó el coche en un callejón lateral dos manzanas más abajo y, por la Puerta del Rey, entró en la antigua ciudad medieval amurallada, cuna de Alberto
Durero.
Ya era de noche; pero las luces de la calle iluminaban los inclinados tejados y los aleros pintados de las casas. Casi podía uno imaginarse en la Edad Media, cuando los reyes de Franconia gobernaban Nuremberg, una de las más ricas ciudades mercantiles de los Estados germánicos. Costaba trabajo recordar que casi hasta el último ladrillo de aquellas casas se había colocado después de 1945, en una minuciosa reconstrucción llevada a cabo de acuerdo con los planos originales de la ciudad, arrasada en 1943 por las bombas aliadas.
Encontró la casa que buscaba dos calles más allá de la plaza del Mercado, casi debajo de las dos torres gemelas de San Sebald. El nombre del rótulo de la puerta coincidía con el mecanografiado en el sobre que contenía la falsa carta de presentación supuestamente firmada por el antiguo coronel de la SS Joachim Eberhardt, de Bremen. Como Miller no conocía a Eberhardt, no podía menos de desear que tampoco lo conociera el dueño de aquella casa de Nuremberg.
Volvió a la plaza del Mercado, en busca de un lugar donde cenar. Después de pasar por delante de dos o tres restaurantes típicos de Franconia, vio salir humo por la chimenea de la pequeña salchichería de la esquina, situada frente a la puerta de San Sebald. Era un lugar muy pintoresco, de tejado rojo, con una terraza bordeada de macetas de brezo, que el cuidadoso hostelero había limpiado de la nieve caída durante la mañana.
Al entrar, el calor y la animación le envolvieron en un abrazo. El local estaba lleno; pero de una mesa situada en un rincón acababa de levantarse una pareja. Miller se fue hacia ella, saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza al hombre y a la mujer, quienes, a su vez, le desearon buen provecho, y se sentó. Pidió la especialidad de la casa: las salchichas de Nuremberg, pequeñas y picantes, de las que le sirvieron una docena. Las acompañó con una botella de vino de la región.
Después de la cena, Miller saboreó lentamente su café y dos «Asbachs». No tenía ganas de acostarse; se estaba bien allí, viendo arder los leños en la chimenea y escuchando al grupo del rincón, que cantaba una canción franconia de taberna, meciéndose con los brazos enlazados y levantando los vasos al final de cada estrofa.
Miller se preguntaba por qué había de arriesgar la vida en la búsqueda de un hombre que cometió sus crímenes veinte años atrás. Pensó en abandonar el asunto, afeitarse el bigote, dejarse crecer el pelo y regresar a Hamburgo y a la cama que Sigi le calentaba. El camarero se acercó a su mesa, le hizo una reverencia y le presentó la cuenta con un alegre
Bitte schön
.
Miller metió la mano en el bolsillo, en busca del billetero, y sus dedos tropezaron con una fotografía. La sacó y contempló aquel rostro de ojos descoloridos y boca de ratonera que asomaba por un cuello ribeteado de negro con los rayos de plata. Después murmuró: «¡Cerdo!», arrimó el papel a la llama de la vela que ardía sobre la mesa y aplastó las cenizas en el platillo de cobre. Ya no le hacía falta. Reconocería aquel rostro en cuanto lo viera.
Peter Miller pagó el importe de su cena, se abrochó el chaquetón y volvió a su hotel.
Aproximadamente a la misma hora, Mackensen tenía que enfrentarse con un indignado y desconcertado
Werwolf
.
—¿Cómo puede haber desaparecido? —decía ásperamente el jefe de ODESSA—. No puede habérselo tragado la tierra. Su coche debe de ser uno de los más vistosos de Alemania, visible a más de un kilómetro. Seis semanas de búsqueda, y lo único que sabe usted decirme es que no ha sido visto…
Mackensen esperó a que el otro acabara de descargar su acceso de mal humor.
—Sin embargo, es la verdad —dijo al fin—. He hecho vigilar su piso de Hamburgo; he mandado a supuestos amigos suyos a hablar con su madre y su amiga, he preguntado a sus colegas. Nadie sabe nada. Durante todo este tiempo, el coche debe de haber estado en algún garaje. Tiene que haberse escondido. Desde que salió del aparcamiento del aeropuerto de Colonia (a su regreso de Londres) y se fue en dirección al Sur, nadie ha vuelto a verle.
—Hay que encontrarlo —repitió el
Werwolf
—. No debe acercarse a ese camarada. Sería desastroso.
—Tiene que aparecer —dijo Mackensen, con convicción—. Tarde o temprano, aparecerá. Y entonces lo atraparemos.
El
Werwolf
advirtió en esta respuesta la paciencia y la lógica del cazador profesional. Asintió con lentitud.
—Está bien. Pero quédese usted cerca de mí. Instálese en un hotel de esta ciudad y mantengámonos a la expectativa. Quiero que esté usted a mano por si le necesito con urgencia.
—Bien, señor. Le llamaré para decirle en qué hotel me hospedo. Allí me tendrá a su disposición a cualquier hora.
Dio las buenas noches a su superior y se fue.
A la mañana siguiente, poco antes de las nueve, Miller se presentó en la casa y oprimió el reluciente timbre. Quería hablar con el hombre antes de que se marchara a su trabajo. Le abrió la puerta una criada, la cual lo introdujo en la sala y se fue a buscar a su señor.
El hombre que entró al cabo de diez minutos aparentaba unos cincuenta y cinco años, tenía el cabello castaño con mechones grises en las sienes y un aire de superioridad y elegancia. El mobiliario de la sala denotaba también buen gusto y sanos ingresos. Miró a su inesperado visitante sin curiosidad, observando inmediatamente el corte vulgar del pantalón y la americana, propios de un individuo de la clase trabajadora.
—¿Qué desea? —preguntó sosegadamente.
Era evidente que su visitante se sentía cohibido en el suntuoso marco de la sala.
—Verá, Herr Doktor, yo esperaba que usted pudiera ayudarme.
—Vamos, hombre, usted debe de saber que mi despacho no está lejos de aquí. Será mejor que hable con mi secretaria, para concertar una entrevista.
—Es que no se trata de ayuda profesional —dijo Miller. Recurrió al dialecto de la región de Hamburgo y Bremen, en el cual solía hablar la gente trabajadora. Estaba violento. No encontraba las palabras, y sacó una carta del bolsillo interior de la chaqueta y la tendió a su interlocutor—. Le traigo una carta de presentación que me dio la persona que me aconsejó venir a verle.
El hombre de ODESSA tomó la carta sin decir palabra, rasgó el sobre y leyó con rapidez. Se irguió ligeramente y miró a Miller con atención.
—Comprendo, Herr Kolb. Siéntese.
Le indicó una silla, y él se instaló en una butaca. Se quedó mirando a su visitante durante varios minutos, con el ceño fruncido. Bruscamente preguntó:
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Kolb, señor.
—¿El nombre de pila?
—Rolf Gunther, señor.
—¿Tiene algún documento?
Miller le miró, atónito.
—Sólo el permiso de conducir.
—Enséñemelo, por favor.
El abogado, pues ésta era su profesión, alargó una mano, con lo que obligó a Miller a levantarse de la silla para entregarle el permiso de conducir. El otro lo examinó. Comparó la fotografía con la cara de Miller. Coincidían.
—¿Fecha de nacimiento? —le espetó de pronto.
—¿El día que nací? Pues… el 18 de junio, señor.
—El año, Kolb.
—Mil novecientos veinticinco.
El abogado siguió mirando el permiso de conducir.
—Espere aquí —dijo, y salió de la habitación.
Se dirigió a la parte posterior de la casa, donde tenía su despacho, al cual entraban los dientes por la calle de atrás. Abrió la caja fuerte empotrada y sacó un grueso libro.
Conocía de oídas a Joachim Eberhardt, pero nunca lo había visto. No estaba seguro de cuál era el grado que tenía Eberhardt en la SS. El libro confirmó lo que había leído en la carta. Joachim Eberhardt, ascendió a coronel de la Waffen-SS el 10 de enero de 1945. Pasó varias páginas y buscó el nombre de Kolb. Había siete Kolb, pero sólo un Rolf Gunther. Nombrado sargento en abril de 1945. Fecha de nacimiento, 18.6.25. Guardó el libro en la caja fuerte, y la cerró. Luego volvió a la sala. Su visitante seguía sentado en su silla, un tanto cohibido.
—Tal vez no me sea posible ayudarle; ¿lo comprendería usted?
Miller se mordió los labios y asintió.
—No tengo a nadie más a quien acudir. Cuando empezaron a buscarme, hablé con Herr Eberhardt, y él me dio esa carta y me dijo que viniera a hablar con usted. Me dijo que si usted no podía ayudarme, nadie podría hacerlo.
El abogado se recostó en su butaca y miró al techo.
—Me gustaría saber por qué no me llamó por teléfono si deseaba hablar conmigo.
Era evidente que esperaba una respuesta.
—Tal vez no quisiera usar el teléfono para una cosa así —apuntó Miller.
El abogado le miró desdeñosamente.
—Es posible —dijo con frialdad—. Será mejor que empiece usted por contarme cómo se ha metido en ese lío.
—¡Oh, sí, señor! Verá: ese hombre me reconoció, y entonces ellos me dijeron que iban a detenerme. De modo que me largué, ¿no?, quiero decir que tenía que marcharme.
El abogado suspiró.
—Empiece por el principio —dijo, con acento de cansancio—. ¿Quién le reconoció y por qué?
Miller respiró profundamente.
—Pues, yo estaba en Bremen. Vivo allí y trabajo…, bueno, trabajaba hasta que ocurrió esto, para Herr Eberhardt, en la panadería. Un día, hace cuatro meses, mientras iba por la calle, empecé a notar algo raro. Me sentí muy enfermo, con fuertes dolores de estómago. Debí de desmayarme y caí al suelo. Me llevaron al hospital.
—¿A qué hospital?
—Al Hospital General de Bremen. Me hicieron unos análisis y me dijeron que tenía un cáncer. De estómago. Yo pensé que ya estaba listo, ¿comprende?
—Así suele ocurrir —observó el abogado secamente.
—Bueno: pues por lo visto lo cogieron a tiempo. En lugar de operarme, me trataron con medicamentos y, al cabo de cierto tiempo, el cáncer empezó a ceder.
—Pues tuvo usted mucha suerte. ¿Y qué es eso de que lo reconocieron?
—Sí, señor. Fue un enfermero del hospital. Era judío, y me miraba de un modo muy raro. Cuando estaba de guardia, no hacía más que mirarme. Y me ponía nervioso. Parecía querer decirme: «Yo sé quién eres tú.» Yo no lo había visto nunca, pero tenía la impresión de que me conocía.
—Continúe.
El abogado iba interesándose por momentos.
—Hará cosa de un mes me dijeron que ya estaba en condiciones de ser trasladado. Me llevaron a una clínica de convalecencia. Pagaba los gastos el Seguro de Enfermedad que teníamos en la panadería. Y antes de salir de Bremen me acordé de él, del judío. Tardé semanas, mas al fin lo recordé. Lo había visto en Flossenburg.
El abogado se irguió de un brinco.
—¿Estuvo usted en Flossenburg?
—Pues sí, a eso iba. Quiero decir que allí había visto a aquel enfermero del hospital. Pregunté cómo se llamaba. En Flossenburg estaba con el grupo de judíos que utilizamos para incinerar los cadáveres del almirante Canaris y los demás oficiales que fusilamos con motivo de su intervención en el atentado contra el Fuhrer.