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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (31 page)

BOOK: Odessa
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—¡Habla! —siseó Miller—. Nombre y señas del falsificador… Bayer movió lentamente la cabeza.

—No puedo decirlo. Me matarían.

Miller volvió a ponerle la mordaza. Cogió el dedo meñique de Bayer, cerró los ojos y tiró hacia atrás. El nudillo crujió. Bayer se revolvió en su asiento y vomitó.

Miller le quitó la mordaza antes de que se asfixiara. El hombre inclinó la cabeza, y aquella cena tan cara, el vino blanco y los numerosos whiskys dobles consumidos en el cabaret fueron a parar a la alfombra.

—Habla —insistió Miller—. Aún te quedan más dedos.

Con los ojos cerrados, Bayer tragó saliva.

—Winzer —dijo.

—¿Cómo?

—Winzer, Klaus Winzer es el que hace los pasaportes.

—¿Es un falsificador profesional?

—Es impresor.

—¿Dónde vive?

—Me matarán.

—O te mataré yo. ¿Dónde vive?

—En Osnabrück —susurró Bayer.

Miller volvió a amordazar a Bayer y se quedó pensativo. Klaus Winzer, impresor de Osnabrück. Se acercó a su cartera, donde llevaba el Diario de Salomón Tauber y varios mapas, y sacó un plano de carreteras de Alemania.

La autopista que conducía hasta Osnabrück, en el norte de Renania/Westfalia, pasaba por Mannheim, Frankfurt, Dortmund y Munster. Era un viaje de cuatro o cinco horas, según el estado de la carretera. Ya eran casi las tres de la madrugada del 21 de febrero.

Al otro lado de la calle, Mackensen estaba tiritando en su escondrijo del segundo piso del edificio en construcción. En la habitación de Miller estaba aún encendida la luz. Sus ojos iban continuamente de la ventana a la puerta del hotel. Si por lo menos se marchara Bayer y él pudiera encontrar a Miller a solas…, pensaba. O si saliese Miller y él pudiera atraparlo en la calle… O bien, que alguien abriera la ventana para respirar un poco de aire puro. Mackensen se estremeció y apretó el pesado rifle «Remington 300». Con un arma como aquélla, y a veinte metros, no fallaría. Mackensen podía esperar; era hombre paciente.

Miller guardaba sus cosas en la cartera. Necesitaba que Bayer permaneciera quieto durante seis horas por lo menos. Tal vez el miedo le impidiera informar a sus jefes de que había descubierto al falsificador; pero no podía contarse con ello.

Miller pasó unos minutos apretando las ligaduras que mantenían a Bayer quieto y callado. Luego tumbó la silla de lado, para que su prisionero no pudiera llamar la atención de los residentes del hotel volcándola estrepitosamente. El hilo del teléfono ya estaba arrancado. Miller, tras echar un último vistazo a la habitación, salió y cerró la puerta.

En lo alto de la escalera, se detuvo a reflexionar. Tal vez el portero los hubiera visto subir. En tal caso, ¿qué pensaría si sólo bajaba uno de los dos, pagaba su cuenta y se marchaba? Miller se dirigió hacia la parte trasera del hotel. Al final del pasillo había una ventana que daba a la escalera de incendios. Segundos, después, estaba en el patio de atrás, donde se encontraba el garaje. Por una puertecita se salía a un callejón.

Dos minutos más, y Miller caminaba rápidamente hacia el lugar donde había dejado su «Jaguar», a cinco kilómetros del hotel y a unos centenares de metros de la casa de Bayer. Los efectos de la bebida y de las actividades de la noche le hacían sentir un enorme cansancio. Necesitaba dormir, pero comprendía que tenía que llegar a casa de Winzer antes de que se diera la alarma.

Eran casi las cuatro de la madrugada cuando subió al «Jaguar»; a las cuatro y media salía a la autopista del Norte y tomaba la dirección de Heilbronn y Mannheim.

En cuanto Miller se hubo marchado, Bayer, que ya estaba totalmente sereno, empezó a hacer esfuerzos por liberarse. Adelantaba la cabeza, con objeto de aflojar con los dientes los nudos de las ligaduras de sus muñecas. Pero su obesidad le impedía flexionarse lo suficiente, y el calcetín que tenía dentro de la boca le mantenía las mandíbulas separadas. De vez en cuando, debía hacer una pausa para respirar por la nariz.

Tiró de las ligaduras de sus tobillos, mas éstas no cedieron. Finalmente, a pesar del dolor y la hinchazón de su fracturado meñique, trató de soltarse las muñecas escurriendo las manos entre las ligaduras.

Cuando tampoco esto dio resultado, reparó en la lámpara, que había quedado en el suelo. La bombilla todavía estaba puesta, y pensó que con un pedazo de bombilla podía cortar la tela de una corbata.

Tardó una hora en arrastrarse, centímetro a centímetro, hasta donde estaba la lámpara, y romper la bombilla.

No es tan fácil cortar unas ligaduras con un trozo de cristal. Se tardan horas en cortar un solo hilo. El sudor que le chorreaba por las muñecas humedecía la tela y apretaba todavía más los nudos. A las siete de la mañana, cuando el cielo palidecía ya sobre los tejados de la ciudad, empezaron a rasgarse las fibras de la corbata que aprisionaba su mano izquierda.

Eran casi las ocho cuando Bayer consiguió soltar aquella mano.

En aquellos momentos, el «Jaguar» de Miller avanzaba por la carretera del cinturón de Colonia. Le faltaban ciento cincuenta kilómetros para llegar a Osnabrück. Había empezado a llover. Una cortina de lluvia, mezclada con un fino granizo, se precipitaba sobre la resbaladiza autopista.

El movimiento de los limpiaparabrisas casi le hacía dormir.

Miller aminoró la marcha y puso el coche a cien kilómetros por hora, para evitar el peligro de salirse de la calzada e ir a parar a los barrizales que se extendían a uno y otro lado.

Bayer, cuando hubo soltado su mano izquierda, no tardó más que unos minutos en quitarse la mordaza. Aspiró varias bocanadas de aire.

El olor que había en la habitación era espantoso, mezcla de sudor, vómito y whisky.

Con una mueca de dolor, a causa del dedo dislocado, deshizo los nudos de su muñeca derecha, y luego se soltó los pies.

Trató de abrir la puerta mas estaba cerrada con llave.

Tambaleándose sobre unos pies insensibles, se acercó al teléfono, y después, a la ventana. Descorrió las cortinas y abrió los batientes.

En su puesto de tiro del otro lado de la calle, Mackensen, a pesar del frío, casi dormitaba cuando advirtió que alguien descorría las cortinas de la habitación de Miller.

Apuntó el «Remington», esperó a que la figura abriera la ventana y disparó.

La bala alcanzó a Bayer en la yugular. Antes de que su corpachón cayera al suelo, ya estaba muerto. La detonación podía achacarse momentáneamente a una explosión del motor de un coche; pero la gente no tardaría en indagar.

Incluso a aquella hora de la mañana, antes de un minuto alguien saldría a investigar. Mackensen estaba seguro de ello.

Sin detenerse a echar una segunda ojeada al interior de la habitación, Mackensen empezó a bajar la escalera. Salió por la parte posterior del edificio, sorteando dos hormigoneras y un montón de grava. Antes de que hubieran transcurrido sesenta segundos desde el disparo, ya estaba junto a su coche, guardaba el rifle en el portaequipajes y arrancaba.

Mientras hacía girar la llave del contacto. Mackensen sabía ya que algo había fallado. Sospechaba que se había equivocado.

El hombre que el
Werwolf
le había encargado matar era alto y delgado, y la silueta que había aparecido en la ventana era la de un hombre grueso. Ya estaba casi convencido de que había matado a Bayer.

Pero ello no suponía un grave contratiempo. Al ver a Bayer tendido en la alfombra, Miller echaría a correr a toda prisa, y regresaría al «Jaguar», que había dejado aparcado a cinco kilómetros de allí. Pero al llegar a la tranquila calle residencial y ver que entre el «Opel» y la furgoneta, en el lugar donde la noche antes estaba el «Jaguar», no había nada ahora, Mackensen empezó a preocuparse seriamente.

Si hubiese sido asustadizo, ODESSA no le habría confiado el cargo de ejecutor principal. Mackensen ya se había visto en apuros antes de entonces.

Se quedó sentado tras el volante, reflexionando, y llegó a la conclusión de que Miller podía estar ya a cientos de kilómetros.

Si Miller había dejado a Bayer con vida —pensó—, tanto podía ser por no haber sacado nada de él, como por haber obtenido algo. En el primer caso, nada se habría perdido; podría encargarse de Miller más adelante. No había prisa.

Pero si Miller había sacado algo de Bayer, ese algo sólo podía ser información. Únicamente el
Werwolf
sabría qué clase de información buscaba Miller y qué podía obtener de Bayer.

Por tanto, a pesar de que temía las iras del
Werwolf
, tendría que llamarle.

Tardó veinte minutos en encontrar un teléfono público. Siempre llevaba encima un puñado de monedas de un marco, por si tenía que llamar a otra ciudad.

Cuando el
Werwolf
se enteró de la noticia, montó en cólera y comenzó a insultar violentamente a su sicario. Tardó bastante tiempo en calmarse.

—Será mejor que lo encuentre cuanto antes, ¡estúpido! Cualquiera sabe adónde habrá ido.

Mackensen dijo a su jefe que necesitaba saber qué clase de información podía haber dado Bayer a Miller.

El
Werwolf
reflexionó.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡El falsificador! Ya tiene el nombre del falsificador.

—¿Qué falsificador, jefe? —preguntó Mackensen.

El
Werwolf
se dominó.

—Yo me pondré al habla con él para advertirle —dijo secamente—. Hacia allá va ahora Miller. —Dictó a Mackensen una dirección y añadió: —Y ahora, como un rayo, saldrá usted para Osnabrück. Encontrará a Miller en esa dirección, o por la ciudad. Si no está en la casa, busque el «Jaguar».

Y esta vez no pierda de vista el coche. Es el único lugar al que siempre vuelve.

Colgó violentamente el teléfono y volvió a cogerlo en seguida para llamar al servicio de Información. Cuando tuvo el número, llamó a Osnabrück.

En Stuttgart, Mackensen se quedó contemplando el teléfono, que le zumbaba en la mano. Luego se encogió de hombros, colgó y regresó a su coche. Le esperaba un largo y fatigoso viaje, y otro «trabajo». Estaba casi tan cansado como Miller, el cual, a aquellas horas, se encontraba a treinta kilómetros de Osnabrück.

Ninguno de los dos habla dormido desde hacía veinticuatro horas, y Mackensen ni siquiera comió desde el almuerzo del día anterior.

Tras haber pasado la noche en vela, casi a la intemperie, helado hasta los huesos y suspirando por un buen café caliente y una copa de «Steinhager», subió al «Mercedes» y tomó la dirección del Norte, por la carretera de Westfalia.

Capítulo XIV

Al verle, nadie hubiera dicho que Klaus Winzer había pertenecido a la SS. No sólo no alcanzaba la talla obligatoria de un metro ochenta, sino que, además, era corto de vista. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, pálido, regordete, rubio, con el pelo rizado y gesto apocado.

En realidad, la suya fue una de las más curiosas carreras que pudiera haber hecho un hombre en la SS. Había nacido en 1924. Su padre, Johann Winzer, era un chacinero de Wiesbaden, hombre corpulento e impetuoso, que desde los primeros años veinte fue un fiel seguidor de Adolf Hitler y del partido nazi. Desde su más temprana edad, Klaus recordaba a su padre cuando llegaba a casa después de librar batallas callejeras contra comunistas y socialistas.

Klaus salió a su madre y, para disgusto de su padre, se crió escuchimizado, enclenque, miope y pacífico. Odiaba la violencia, el deporte y el pertenecer a las Juventudes Hitlerianas. Sólo en una cosa se distinguía: siendo todavía un adolescente se aficionó al arte de la caligrafía y a la confección de pergaminos, actividad que su desesperado padre consideraba propia de señoritas.

El chacinero prosperó con la subida de los nazis al poder, y, en recompensa de sus anteriores servicios al Partido, se le otorgó la exclusiva del abastecimiento de carnes a los cuarteles de la SS de su ciudad. El hombre admiraba fervientemente a los gallardos jóvenes de la SS, y deseaba con todas sus fuerzas poder ver un día a su hijo lucir el distintivo negro y plata de la Schutz Staffel.

Pero Klaus, que no mostraba tales inclinaciones, prefería pasar las horas inclinado sobre sus manuscritos, ejercitándose en el uso de las tintas de colores y en el trazo de volutas y arabescos.

Estalló la guerra, y en la primavera de 1942 cumplió Klaus dieciocho años, la edad de incorporarse a filas. A diferencia de su padre, corpulento, pendenciero y antisemita, él era bajito, pálido y tímido. Ni siquiera consiguió pasar el examen médico que entonces estaba prescrito incluso para el trabajo de oficinas, y la junta de reclutamiento lo envió otra vez a su casa. Aquello fue la última gota para el padre.

Johann Winzer tomó el tren y se fue a Berlín, a ver a un antiguo camarada de los tiempos de las algaradas callejeras —que había prosperado mucho en la SS—, para pedirle que intercediera por el muchacho, a fin de que fuera admitido en alguna rama del servicio del Reich. Su amigo se mostró todo lo complaciente que pudo, que no era mucho, y preguntó si el joven Klaus tenía alguna aptitud especial. Abochornado, el padre confesó que el muchacho hacía pergaminos.

El hombre prometió hacer cuanto estuviera en su mano y, para empezar, propuso que Klaus confeccionara un pergamino, que sería ofrecido a un tal comandante Fritz Suhren, de la SS.

En Wiesbaden, el joven Klaus hizo lo que se le pedía, y en el curso de una ceremonia, que se celebró en Berlín una semana después, el pergamino dibujado por él fue ofrecido a Suhren por sus compañeros. Este, que era comandante del campo de concentración de Sachsenhausen, acababa de ser destinado al aún más infausto Ravensbruck.

Suhren fue ejecutado por los franceses en el año 1945.

En la ceremonia de la entrega, celebrada en el cuartel general de la RSHA en Berlín, el primor con que había sido ejecutado el pergamino causó la admiración de todos, y muy especialmente la de un tal Alfred Naujocks, teniente de la SS. Este fue el que, en agosto de 1939, dirigió el falso ataque contra la emisora de radio de Gleiwitz, en la frontera germano-polaca, y dejó los cadáveres de varios prisioneros de los campos de concentración, vestidos con uniforme alemán, en «prueba» de la agresión polaca contra Alemania, pretexto de que se valió Hitler para invadir Polonia a la semana siguiente.

Naujocks preguntó quién había hecho aquel pergamino, y pidió que el joven Klaus fuera enviado a Berlín.

Casi sin darse cuenta, Klaus Winzer ingresó en la SS. Sin ser sometido al período normal de instrucción, se le tomó el juramento de fidelidad, otro de silencio, y se le anunció que sería destinado a un proyecto secreto del Reich. El tocinero de Wiesbaden, atónito, se sentía en el séptimo cielo.

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