Authors: Frederick Forsyth
El proyecto de referencia se desarrollaba bajo los auspicios de la RSHA, Negociado Seis, Sección F, en unos talleres de la Dellbruck Strasse, de Berlín. En síntesis, era sencillísimo. La SS proyectaba la falsificación de cientos de miles de billetes ingleses de cinco libras, y americanos, de cien dólares. El papel se elaboraba en la fábrica de papel moneda del Reich, situada en Spechthausen, en las afueras de Berlín, y la labor realizada en los talleres de la Dellbruck Strasse consistía en tratar de obtener la marca al agua de las monedas inglesa y americana. En semejante trabajo podían ser de gran utilidad los conocimientos que poseía Klaus Winzer acerca de papeles y tintas.
El plan era inundar a Gran Bretaña y Estados Unidos de billetes falsos, con objeto de destruir la economía de ambas naciones. A principios de 1943, cuando al fin se consiguió la marca de agua de los billetes de cinco libras esterlinas, se encargó la confección de las planchas al Bloque 19 del campo de concentración de Sachsenhausen, donde grabadores y calígrafos judíos y no judíos trabajaban a las órdenes de la SS. La labor de Winzer consistía en comprobar la calidad, ya que la SS temía que sus prisioneros cometiesen deliberadamente errores.
Al cabo de dos años, Klaus Winzer aprendió de sus prisioneros todo lo que éstos sabían, que era suficiente para convertirlo en un falsificador excepcional. Hacia fines de 1944, en el Bloque 19 se confeccionaban también falsos documentos de identidad, que usarían los oficiales de la SS después de la caída de Alemania.
A principios de 1945 tocaba a su fin aquel pequeño mundo, que era feliz a su manera, si lo comparamos con la devastación que por aquel entonces reinaba en Alemania.
El grupo encargado de la operación, dirigido en aquel momento por el capitán Bernhard Krueger, se trasladó de Sachsenhausen a las lejanas montañas de Austria, donde debía continuar su obra. En caravana motorizada emprendieron el camino del sur, y se instalaron en las naves de una cervecería abandonada de RedlZipf, en la Alta Austria. Pocos días antes de que terminara la guerra, Klaus Winzer, con el corazón destrozado y lágrimas en los ojos, observaba, desde la orilla de un lago, cómo eran arrojados al agua millones de libras esterlinas y millares de millones de preciosos dólares, falsificados por él con todo mimo.
Regresó a su casa de Wiesbaden. Como a él, en la SS, nunca le faltó comida, le causó gran asombro descubrir, en aquel verano de 1945, que la población civil de Alemania pasaba hambre. Wiesbaden estaba ocupado por los norteamericanos, y aunque éstos tenían comida en abundancia, los alemanes roían mendrugos. Su padre, ahora un antinazi de toda la vida, estaba arruinado. En su establecimiento, antaño bien provisto de jamones, no había más que una ristra de salchichas colgada de uno de los relucientes ganchos que se alineaban en largas hileras.
Su madre explicó a Klaus que la comida había que adquirirla con tarjetas de racionamiento que expedían los norteamericanos. Klaus examinó, con asombro, aquellas tarjetas, observó que estaban hechas en una imprenta de la ciudad, en un papel más bien barato, tomó unas cuantas y se retiró a su habitación. Al cabo de unos días entregaba a su asombrada madre láminas enteras de tarjetas norteamericanas que les permitirían alimentarse durante seis meses.
—Pero, ¡son falsas! —exclamó su madre.
Klaus, con gran paciencia, le expuso lo que por aquel entonces era ya su firme creencia: las tarjetas no eran falsas; sólo habían sido impresas en otra máquina. Su padre apoyaba a Klaus.
—¿Insinúas que las tarjetas de racionamiento de nuestro hijo son inferiores a las yanquis, insensata?
El argumento era irrebatible, especialmente cuando aquella noche la familia se regaló con una cena compuesta de cuatro platos.
Al cabo de un mes, Klaus Winzer conoció a Otto Klops, un sujeto jactancioso y autosuficiente, que era el rey del mercado negro de Wiesbaden, y entre ambos montaron un negocio. Winzer producía cantidades ingentes de tarjetas de racionamiento; cupones para gasolina; salvoconductos; permisos de conducir; pases militares estadounidenses y tarjetas PX; Klops las utilizaba para comprar alimentos; gasolina; neumáticos de camión; medias de nailon; jabón, cosméticos y ropas. Utilizaban una parte del botín para vivir bien, y el resto lo vendían en el mercado negro. Al cabo de dos años y medio, en el verano de 1948, Klaus Winzer era rico. Tenía en su cuenta bancaria cinco millones de Reichsmarks.
A su horrorizada madre trataba de explicar así su simple filosofía:
—Un documento, en sí, no es auténtico ni falso; sólo es eficaz o ineficaz. Si un salvoconducto es un papel que debe servirte para pasar un punto de control y, efectivamente, te permite hacerlo, entonces el salvoconducto es bueno.
En octubre de 1948, Klaus Winzer fue víctima, por segunda vez, de una mala pasada. Las autoridades modificaron la moneda y sustituyeron el antiguo Reichsmark por el nuevo Deutschmark. Pero en lugar de cambiarlos a la par. se limitaron a invalidar el Reichsmark y a dar a cada ciudadano la suma redonda de mil marcos nuevos. Klaus estaba en la ruina. Nuevamente su fortuna era papel mojado.
La plebe, que no necesitaba ya d mercado negro ahora que había venta libre de todos los artículos, denunció a Klops, y Winzer tuvo que huir. Utilizando uno de sus propios salvoconductos interzonales, se dirigió al cuartel general de la Zona británica, en Hannover, y solicitó un empleo en la oficina de pasaportes del Gobierno Militar inglés.
Las referencias que presentó, procedentes de las autoridades estadounidenses de Wiesbaden, firmadas por todo un coronel de la USAF, eran inmejorables. Podían serlo, puesto que las había escrito él mismo. El comandante inglés que le interrogaba, dejó su taza de té encima de la mesa y dijo al aspirante:
—Espero comprenda usted la importancia de que la gente esté provista en todo momento de la documentación correspondiente.
Con toda sinceridad, Winzer aseguró al comandante que él lo comprendía. Dos meses después, tuvo su golpe de suerte. Estaba en una cervecería, y entró en conversación con otro cliente. El hombre se llamaba Herbert Molders. Confesó a Winzer que los ingleses lo buscaban por crímenes de guerra, y que tenía que salir de Alemania cuanto antes. Pero los ingleses eran los únicos que podían expedir pasaportes, y él no se atrevía a solicitarlo. Winzer murmuró que aquello podría arreglarse, pero que costaría dinero.
Entonces vio con asombro cómo Molders sacaba del bolsillo un collar de brillantes. El hombre le explicó que había prestado servicio en un campo de concentración, y que uno de los reclusos trató de comprar su libertad a cambio de las joyas de la familia. Molders tomó las joyas, procuró que el judío figurase en una de las primeras partidas destinadas a las cámaras de gas y, contraviniendo las órdenes, se quedó con el botín.
Una semana después, provisto de una fotografía de Molders, Winzer extendió el pasaporte. Ni siquiera tuvo que falsificarlo. No hacía falta.
El sistema que se seguía en la oficina de pasaportes era muy simple. En la Sección Primera, los solicitantes presentaban toda su documentación y cumplimentaban un formulario. Luego se marchaban, dejando allí la documentación para su estudio. La Sección Segunda comprobaba la autenticidad de los certificados de nacimiento, tarjetas de identidad, permisos de conducir, etcétera, consultaba las listas de criminales de guerra reclamados y, si la solicitud era admitida, pasaba los documentos, acompañados de una autorización firmada por el jefe del Departamento, a la Sección Tercera. La Sección Tercera, al recibir la autorización de la Sección Segunda, sacaba de la caja fuerte un pasaporte en blanco, lo cumplimentaba con los datos correspondientes, pegaba la fotografía del solicitante y lo entregaba a éste cuando se presentaba a recogerlo a la semana siguiente.
Winzer solicitó el traslado a la Sección Tercera. Y, sencillamente, rellenó un formulario de solicitud para Molders con nombre supuesto, sustrajo un formulario de «autorización» de la Sección Segunda y falsificó al pie la firma del jefe del Departamento.
Luego recogió en la Sección Segunda las diecinueve solicitudes aprobadas, con sus correspondientes autorizaciones, unió a ellas la solicitud y la autorización de Molders, y las llevó al comandante Johnstone. Este contó veinte autorizaciones, se fue a la caja fuerte, sacó veinte pasaportes en blanco y los entregó a Winzer. Winzer los rellenó, los timbró con el sello oficial y entregó diecinueve a los afortunados diecinueve solicitantes. El vigésimo se lo guardó en el bolsillo. Al archivo pasaron veinte solicitudes, que correspondían a los veinte pasaportes expedidos.
Aquella noche, Winzer entregó a Molders su nuevo pasaporte, y recibió el collar de brillantes. Había encontrado un nuevo oficio.
En mayo de 1949 se fundaba la República Federal alemana, y la oficina de pasaportes era trasladada al Gobierno del Estado de la Baja Sajonia, con capital en Hannover. Winzer permaneció en d cargo. No tenía más clientes. Pero no los necesitaba. Cada semana, provisto de un retrato de un desconocido adquirido en cualquier estudio fotográfico, Winzer rellenaba cuidadosamente un formulario de solicitud de pasaporte, le unía la fotografía, falsificaba el volante de autorización con la firma del jefe de la Sección Segunda —a la sazón un alemán— y presentaba al jefe de la Sección Tercera una serie de formularios de solicitud con sus correspondientes volantes de autorización. Y cada semana recibía un número de pasaportes en blanco igual al de autorizaciones. Todos menos uno iban a parar a manos de los solicitantes. El último pasaba a su bolsillo. Lo único que él necesitaba, además del pasaporte, era el sello oficial. Robarlo hubiera podido despertar sospechas. Así, pues, una noche se lo llevó a su casa, y a la mañana siguiente tenía el molde del sello de la Oficina de Pasaportes del Gobierno del Estado de la Baja Sajonia.
Al cabo de sesenta semanas había reunido sesenta pasaportes. Entonces presentó la dimisión, recibió, ruboroso, la felicitación de sus superiores por la minuciosidad y rectitud de que había dado pruebas en el desempeño de su cometido, salió de Hannover, vendió el collar de brillantes en Amberes y fundó una bonita imprenta en Osnabrück, en un momento en que con oro y dólares podía comprarse cualquier cosa a mitad de precio.
Winzer nunca habría tenido tratos con ODESSA si Molders hubiese mantenido la boca cerrada. Pero, una vez en Madrid y entre amigos, Molders empezó a jactarse de que conocía a un hombre que podía proporcionar pasaportes alemanes auténticos, con nombre falso, a todo el que se lo pidiera.
A fines de 1950, un «amigo» fue a ver a Winzer, que acababa de abrir su imprenta en Osnabrück. Y Winzer no tuvo más remedio que acceder a lo que le pedían. A partir de entonces, cada vez que un hombre de ODESSA estaba en apuros, Winzer le facilitaba un pasaporte nuevo.
El sistema era totalmente seguro. Lo único que Winzer necesitaba era una fotografía, y la edad. Conservaba copia de las señas personales que constaban en cada solicitud formulada con nombre supuesto y archivada en Hannover. Hacía constar en el pasaporte las señas personales que figuraban en una de las solicitudes extendidas en 1949. El nombre solía ser corriente; el lugar de nacimiento, alguna localidad situada detrás del Telón de Acero, donde nadie iría a hacer averiguaciones; la fecha de nacimiento casi siempre correspondía a la edad del solicitante de la SS. Luego lo sellaba con la estampilla de la Baja Sajonia. Y el destinatario no tenía más que firmar el pasaporte, de su puño y letra, con su nuevo nombre.
Las renovaciones no ofrecían dificultad. Al cabo de cinco años, el antiguo fugitivo solicitaba la renovación en la capital de cualquier Estado que no fuera la Baja Sajonia. El funcionario de Baviera, por ejemplo, llamaba a Hannover para hacer la comprobación pertinente: «¿Extendió esa oficina en 1950 el pasaporte número tantos a nombre de Walter Schumann, nacido en tal sitio y en tal fecha?» El funcionario de Hannover consultaba el archivo y contestaba: «Sí.» El de Baviera, satisfecho por la seguridad que le daba su colega de Hannover de que el pasaporte original era auténtico, extendía nuevo pasaporte, sellado por Baviera.
No podía haber la menor dificultad, mientras no se cotejara la fotografía unida a la solicitud que se guardaba en Hannover con la del pasaporte presentado en Múnich. Y las fotografías nunca se comprobaban. Los funcionarios vigilan que en los formularios no falte ningún dato, que figure la autorización y que cuadren los números, no las caras.
A partir de 1955, cuando ya se habían cumplido los cinco años desde la fecha de expedición del pasaporte original, el titular de un pasaporte Winzer debía solicitar inmediatamente su renovación. Y una vez el pasaporte en su poder, el fugitivo podía solicitar un nuevo permiso de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, la apertura de una cuenta bancaria, tarjeta de crédito, en suma, una nueva identidad completa.
En la primavera de 1964, Winzer había facilitado cuarenta y dos pasaportes de sus existencias de sesenta.
Pero el pequeño Winzer, que era hombre astuto, había tomado precauciones. Se le ocurrió pensar que ODESSA podía decidir en cualquier momento prescindir de sus servicios y de él. Por tanto, resolvió llevar un registro. El no sabía el verdadero nombre de sus clientes; no se necesitaba para hacer un pasaporte. El dato era superfluo. Sacaba copia de todas las fotografías que se le enviaban, pegaba el original al pasaporte y se quedaba con la copia, que pegaba en una hoja de papel de embalar. A su lado indicaba el nuevo nombre, la dirección —en los pasaportes alemanes figura la dirección— y el número del pasaporte.
Estas hojas estaban en una carpeta. La carpeta era su seguro de vida. Tenía una en su casa, y un duplicado en el despacho de un abogado de Zúrich. Si los de ODESSA llegaban a amenazarle, él les contaría lo de la carpeta y les advertiría que si llegaba a ocurrirle algo, el abogado de Zúrich enviaría el duplicado a las autoridades alemanas.
Las autoridades de la República Federal, a la vista de las fotografías, las cotejarían con las de sus ficheros de nazis reclamados. Sólo el número del pasaporte, comprobado en la capital de cada uno de los dieciséis Estados, les revelaría el domicilio del poseedor. No se tardaría más de una semana en desenmascararlos. Era un medio infalible para asegurar que Klaus Winzer siguiera vivo y disfrutando de buena salud.
Este, pues, era el hombre que saboreaba tranquilamente su tostada con mermelada y su café a las ocho y media de aquel sábado por la mañana, mientras repasaba la primera página del
Osnabrück Zeitung
, cuando sonó el teléfono. La voz del otro extremo del hilo le habló al principio en tono perentorio, y después se suavizó y se hizo más tranquilizadora.