Con una mirada afectuosa hacia el óleo de su esposa muerta y un cálido pensamiento dirigido a Cal, que enviaba al aire la pirueta de sus notas, se volvió con una sonrisa conspiradora a la forma cubista que ocupaba todo el interior de la cama.
—No te preocupes, querida, siempre serás mi chica favorita, aunque tendremos que mantenerlo en secreto —susurró, y se volvió hacia la ventana.
Fue la torre de televisión, alzándose de aquella forma tan moderna sobre Sutro Crest, con sus tres largas patas hundidas en la niebla, lo que le hizo volver a conectar con la realidad después de su larga escapada en un sueño de borracho. Al principio, la torre le pareció increíblemente chillona y de mal gusto, una intrusión peor que los rascacielos en la que antaño fuera la más romántica de las ciudades, una obscena encarnadura del mundo vocinglero de ventas y anuncios, e incluso, con sus grandes miembros rojos y blancos recortados contra el cielo azul (como ahora, por encima de la niebla), una versión de la bandera americana en sus peores aspectos: franjas rojas como el anuncio de una barbería, gruesas estrellas en fila. Pero luego empezó a impresionarle contra su voluntad con sus luces rojas parpadeantes por la noche (¡eran tantas!; había contado diecinueve, trece firmes y seis intermitentes), y luego sutilmente le hizo interesarse en las otras distancias en el paisaje de la ciudad y también en las estrellas de verdad, y en la luna las noches que tenía suerte, hasta que volvió, a interesarse apasionadamente por todas las cosas reales, no importaba cuáles fueran. Y el proceso no se detuvo: todavía continuaba en marcha. Hasta que Saul se lo dijo el otro día:
—No sé si está bien aficionarse a cada nueva realidad. Podrías acabar con una costumbre muy mala.
—Eso es todo un consejo, viniendo de un tipo que es enfermero en un hospital psiquiátrico —dijo Gunnar.
—Desde luego —respondió Franz inmediatamente—. Campos de concentración. Gérmenes.
—No me refiero exactamente a esas cosas —dijo Saul—. Supongo que estoy hablando de las cosas que se encuentran algunos de mis pacientes en el hospital.
—Pero todo eso no serían más que alucinaciones, proyecciones, arquetipos y todo eso, ¿no? —observó Franz, un poco asombrado—. Parte de la realidad interna, desde luego.
—A veces no estoy tan seguro —dijo Saul lentamente—. ¿Quién va a saber qué pasa si un loco dice que ha visto a un fantasma? ¿Realidad interior o exterior? ¿Quién puede diferenciarlas? ¿Qué dices, Gunnar, cuando uno de tus ordenadores empieza a dar datos que no debería dar?
—Eso es que se ha calentado demasiado —contestó Gun con convicción—. Recuerda, mis ordenadores son gente normal, no pirados y psicóticos como tus pacientes.
—Normalidad, ¿qué es eso? —replicó Saul.
Franz sonrió a sus dos amigos, que ocupaban dos apartamentos en el piso situado entre el suyo y el de Cal. Ella también sonrió, aunque no mucho.
Ahora Franz volvió a mirar por la ventana. El hueco de seis pisos de altura pasaba por delante de la ventana de Cal, un estrecho pozo entre este edificio y el siguiente, cuyo tejado plano casi estaba al nivel de su planta. Más allá, enmarcando su vista del otro lado, se hallaban las paredes blancas de hueso y manchadas de negro por la lluvia, casi sin ventanas, de dos altos edificios que subían y subían.
Había una rendija bastante estrecha entre ellos, pero Franz podía ver toda la realidad que necesitaba para mantenerse en con tacto. Y si quería más siempre podía subir los dos pisos que le separaban del tejado, cosa que hacía últimamente con frecuencia, de día o de noche.
Desde este edificio en la parte inferior de Nob Hill el mar de tejados bajaba y bajaba, y luego volvía a subir, haciéndose cada vez más pequeño en la distancia, hasta el banco de niebla que ahora cubría la pendiente verde oscura de Sutro Crést y el pie de la torre de televisión. Pero a media distancia una forma parecida a una bestia agazapada, marrón claro a la luz de la mañana, se alzaba de entre el mar de tejados. El mapa decía que era Corona Heights, y hacía semanas que sacudía la curiosidad de Franz. Ahora enfocó sus pequeños binoculares Nikon sobre sus pendientes de tierra pelada y su encorvado relieve, que destacaban claramente contra la niebla blanca. Se preguntó por qué no habrían construido allí. Las grandes ciudades, desde luego, tienen extrañas intrusiones en ellas. Ésta era como un burdo resto del terremoto de 1906, se dijo, sonriendo ante aquella fantasía tan poco científica. Se preguntó, mientras hacía girar un poco más el pequeño disco de los binoculares, si se llamaría Corona Heights por la corona de rocas irregulares que tenía en la cima, y éstas se recortaron momentáneamente contra la niebla.
Una roca marrón y pequeña se distinguió de las demás y le saludó. ¡Maldita fuera la forma en que las lentes se agitaban con sus latidos! Una persona que esperara ver imágenes claras con ellas no usaba binoculares. ¿O podía ser algo que flotaba en su visión, una mota microscópica en el fluido del ojo? ¡No, allí estaba de nuevo! Tal como pensaba, era una persona con una gabardina o un gabán largo que se movía como si estuviera bailando. No se podían ver figuras humanas con detalle a tres kilómetros de distancia, ni siquiera con siete puntos de ampliación. Sólo se conseguía una impresión general de movimiento y altura. Quedaban simplificados. Esta delgada figura de Corona Heights se movía con bastante rapidez, cierto, tal vez bailaba agitando los brazos, pero eso era todo lo que podía distinguirse.
Mientras bajaba los binoculares, Franz sonrió al pensar que algún hippie saludaba el sol de la mañana con brincos rituales en lo alto de una colina recién emergida de la niebla. Y sin duda también cantaba, desagradables gemidos como la sirena que ahora escuchaba en la distancia, esos que parecen frenéticos cuando se oyen de cerca. Probablemente alguien del manicomio de Haight—Ashbury, que se hallaba en aquella dirección. Un sacerdote drogado de una moderna deidad solar danzando alrededor de un Stonehenge accidental. Aquello le hizo dar un respingo al principio, pero ahora lo encontró muy divertido.
Sopló una repentina ráfaga de viento. ¿Debería cerrar la ventana? No, pues el aire volvió a quedarse quieto. Sólo había sido una extraña ráfaga.
Depositó los binoculares sobre la mesa junto a dos libros antiguos. El de arriba, encuadernado en gris sucio, estaba abierto por la primera página, la del título, cuyo tipo de letra utilitaria y sus grecas lo identificaban como perteneciente al siglo pasado, un trabajo chapucero de un encuadernador chapucero que no tenía ningún deseo de hacer algo artístico:
Megapolisomancy: A New Science of Cities (Megapolisomancia: Una nueva ciencia de las ciudades)
, por Thibaut de Castries. ¡Eso sí que era una extraña coincidencia! Se preguntó si un sacerdote loco y drogado vestido con una túnica color tierra (o una roca bailarina, qué más daba) habría sido considerado por el viejo pirado de Thibaut como uno de los «hechos secretos» que había predicho para las grandes ciudades en el libro solemne y lleno de inquina que había escrito en la década de 1890. Franz se dijo que tenía que seguir leyéndolo, y también el otro libro.
Pero no ahora mismo, se dijo de repente, mientras miraba la mesita de café donde reposaba, en lo alto de un gran sobre manila sellado ya y dirigido a su agente en Nueva York, el manuscrito de su última novelización:
Profundidades extrañas 7: Torres de traición
, todo preparado excepto un toque descriptivo final que tenía que comprobar; le gustaba que sus lectores no se sintieran defraudados, aunque esta serie era literatura de evasión de la peor, creatividad secundaria por su parte en el mejor de los casos.
Mas se dijo que esta vez enviaría la novelización sin el toque final y declararía el día festivo: empezaba a tener una idea de lo que quería hacer con él. Con sólo un destello de culpa ante la idea de estafar a sus lectores, se vistió y preparó una taza de café para llevarla al apartamento de Cal, y al pensarlo mejor llevó también los dos libros antiguos bajo el brazo (quería enseñárselos a ella), y se metió los binoculares en el bolsillo, por si se sentía tentado de volver a escrutar Corona Heights y su extraño dios de roca.
En el pasillo, Franz pasó ante la negra puerta sin pomo del trastero que jamás se utilizaba y la pequeña puerta con candado, donde había un conducto para la ropa sucia o un montaplatos (nadie recordaba qué), y la gran puerta dorada del ascensor, con la extraña ventanilla negra al lado, y bajó por la escalera alfombrada de rojo, que formaba tramos en ángulo recto de seis, tres y otros seis escalones alrededor del hueco oblongo situado bajo la sucia claraboya dos pisos más arriba. No se detuvo en la planta de Gun y Saul (la siguiente, la quinta), aunque miró a sus puertas, que estaban situadas una frente a la otra junto a la escalera, y siguió hasta el cuarto piso.
En cada rellano volvió a ver más extrañas ventanitas negras que no podían abrirse y unas cuantas puertas negras sin pomo. Era extraño cómo los viejos edificios tenían espacios secretos que no estaban realmente ocultos, aunque nadie los advertía. Al igual que los cinco conductos de aire de éste, cuyas ventanas habían sido pintadas de negro en algún momento para ocultar su suciedad, y los trasteros abandonados, que habían perdido su función con la muerte del servicio de limpieza barato, y en el zócalo las aberturas redondas de un sistema de calefacción que seguramente no había sido utilizado desde hacía décadas. Franz dudaba de que en todo el edificio hubiera alguien que los viera conscientemente, excepto él mismo, recién despertado a la realidad por la torre y todo lo demás. Hoy aquello le hizo pensar por un momento en los viejos tiempos, cuando este edificio fue posiblemente un hotelito con botones con cara de mono y doncellas que imaginó como bellas francesas de falda corta y risitas bajas (aunque era más probable, argumentó la razón, que fueran matronas de aspecto agrio). Llamó al 407.
Era uno de esos momentos en que Cal parecía una seria estudiante de diecisiete años, ligeramente envuelta en sueños, y no una mujer diez años mayor, su verdadera edad. Pelo negro y largo, ojos azules, una sonrisa tranquila. Se habían acostado juntos un par de veces, pero ahora no se besaron: habría sido presuntuoso por parte de Franz, ella no llegó a ofrecerse, y en cualquier caso él no estaba seguro de querer comprometerse. Cal le invitó al desayuno que estaba preparando. Aunque era un duplicado de su habitación, la de Cal parecía mucho más bonita, demasiado buena para el edificio. Ella la había redecorado por completo con la ayuda de Gunnar y Saul. Pero no tenía vista al exterior. Había un atril de música junto a la ventana y un piano electrónico que constaba principalmente de teclado y caja negra y que tenía auriculares para practicar en silencio, así como altavoz.
—He bajado porque te escuché tocando a Telemann —dijo Franz.
—Tal vez lo hacía para llamarte —replicó Cal, casual, mientras se ocupaba de los platos y la tostadora—. Ya sabes, la música tiene magia.
—¿Estás pensando en
La flauta mágica
? —preguntó él—. Haces que la tuya lo parezca.
—Hay magia en todos los instrumentos de viento —le aseguró ella—. Parece que Mozart cambió el argumento de
La flauta mágica
en el último momento porque se parecía a una ópera rival,
El fagot encantado
.
El se echó a reír.
—Las notas musicales tienen al menos un poder sobrenatural —dijo—. Pueden levitar, volar en el aire. Naturalmente, las palabras también pueden hacerlo, pero no tan bien.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó ella por encima de su hombro.
—Por los dibujos animados y los cómics. Las palabras necesitan bocadillos para contenerlas, pero las notas salen volando del piano o de donde sea.
—Tienen esas alitas negras —dijo ella—. Al menos las octavas y las más cortas. Pero es cierto. La música puede volar… es una liberación, y tiene el poder de liberar otras cosas y hacerlas volar y danzar.
Él asintió.
—Ojalá liberaras las notas de este piano, y las dejaras bailar cuando practicas el clavicordio — dijo él, mirando al instrumento electrónico—, en vez de mantenerlas atrapadas dentro de los auriculares.
—Eres el único al que le gusta —le informó ella.
—Están Gun y Saul.
—Sus habitaciones no están en este lado. Además, tú también te cansarías de escalas y arpegios.
—No estoy tan seguro. Pero tal vez las notas de clavicordio son demasiado tintineantes para crear magia.
—Odio esa palabra, pero sigues equivocado. Las notas tintineantes (¡ugh!)… también pueden crear magia. Recuerda las campanas de
Papageno
. Hay más de un tipo de magia en
La flauta
.
Desayunaron tostadas, zumo y huevos. Franz le habló a Cal de su decisión de enviar el manuscrito de
Torres de traición
tal como estaba.
—Así que mis lectores no averiguarán cómo suena una máquina destructora de documentos cuando funciona…, ¿qué diferencia habrá? Vi ese episodio en la tele, pero cuando el brujo satanista introdujo la runa, hicieron que saliera humo… lo que me pareció una estupidez.
—Me alegro de oírte decir eso. Pones demasiado esfuerzo en racionalizar ese tonto programa —dijo ella bruscamente, pero luego su expresión cambió—. Con todo, no sé. En parte es que siempre intentas hacerlo lo mejor posible, no importa el caso, lo que me hace considerarte un profesional —concluyó sonriendo.
Franz sintió otro leve retortijón de culpa, pero lo combatió con facilidad.
—Tengo una gran idea —dijo mientras ella le servía más café—. Vamos a Corona Heights. Creo que tiene que haber una gran vista del centro de la ciudad y de la bahía. Podíamos usar el Muni la mayor parte del camino, y no habría que escalar demasiado.
—Olvidas que tengo que practicar para el concierto de mañana por la noche, y que en cualquier caso no puedo arriesgar mis manos —dijo ella con un leve tono de reproche—. Pero no dejes que eso te detenga —añadió con una sonrisa que solicitaba su perdón—. ¿Por qué no se lo dices a Saul o Gun? Creo que hoy tienen el día libre. Gun es un gran escalador. ¿Dónde está Corona Heights?
Él se lo dijo, recordando que su interés en Frisco no era tan nuevo ni tan apasionado como el suyo: Franz tenía el celo de un converso.
—Eso debe de estar cerca del parque de Buena Vista —dijo ella—. No vayas por esa zona, por favor. Ha habido algunos asesinatos últimamente. Relacionados con drogas. El otro lado de Buena Vista da justo al Haight.