Todos asintieron amablemente, como si hubieran entendido.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Franz a Cal en voz baja.
Ella tradujo como pudo. Se encogió de hombros.
—Me pregunto en qué parte de los muros —murmuró Franz—. ¿Como el proyector de dolor del señor Edwards?
—Yo sí me pregunto una cosa, Franz —dijo Gun—. ¿Identificaste correctamente tu ventana desde Corona? Dijiste que los tejados parecían un mar embravecido. Eso me recuerda las dificultades que he tenido para identificar sitios en las fotografías de las estrellas, o en imágenes tomadas desde satélites. El tipo de problema con el que se topa todo astrónomo aficionado, y los profesionales también. Muchas veces te encuentras con dos emplazamientos que son casi idénticos.
—Ya lo he pensado —dijo Franz—. Lo comprobaré.
—Eh, tengo una buena idea —dijo Saul, echándose hacia atrás—. A ver si algún día nos vamos todos de excursión a Corona Heights. Tú y yo, Gun, podríamos llevar a nuestras chicas. Les gustará. ¿Qué te parece, Bonny?
—Oh, sí —replicó Bonita ansiosamente.
Con eso, decidieron marcharse.
—Gracias por el vino —dijo Dorotea—. Pero acuérdense de cerrar con dos vueltas de llave las puertas y los tragaluces cuando salgan.
—Con suerte, ahora dormiré doce horas —dijo Cal—. Franz, te devolveré tu llave en cualquier otra ocasión.
Saul miró a Cal.
Franz sonrió y le preguntó a Fernando si le apetecía jugar más tarde al ajedrez. El peruano asintió amablemente.
Bela Szlawik, sudando por su trabajo en la cocina, les trajo el cambio en persona a la vez que Rose corría para abrirles la puerta.
Mientras se reunían en la acera, Saul miró a Cal y Franz.
—¿Por qué no venís a mi habitación con Gun antes de jugar al ajedrez? Me gustaría contaros esa historia.
Franz asintió.
—Yo no —dijo Cal—. Me voy derecha a la cama.
Saul asintió, comprendiéndola.
Bonita se había enterado.
—Vas a contarle la historia de la Enfermera Invisible —dijo, acusadora—. Yo también quiero oírla.
—No, es hora de irse a la cama —reprendió su madre, sin mucha autoridad—. Mira, Cal se va a acostar ya.
—No me importa —contestó Bonita, apretujándose contra Saul e invadiendo su espacio—. Por favor. Por favor —insistió.
Saul la agarró de pronto, la abrazó con fuerza y le sopló el cuello con un gran sonido chirriante. Ella chilló feliz. Franz, que miró hacia Gun de forma casi automática, le vio dar un respingo y luego controlarlo, pero tenía los labios contraídos. Fernando frunció el ceño levemente y mostró algo parecido a la dignidad militar.
De repente, Saul soltó a la muchacha y le dijo, con tono casual:
—Mira, Bonny, hay una historia que quiero contarle a Franz, una historia muy aburrida que sólo interesa a los escritores. No hay ninguna historia de la Enfermera Invisible. Me lo inventé porque necesitaba algo para ilustrar mi razonamiento.
—No te creo —dijo Bonita, mirándole directamente a los ojos.
—Muy bien, tienes razón —confesó él con brusquedad, apartando las manos y dando un paso atrás—. Hay una historia de la Enfermera Invisible que aterrorizaba el Pabellón de los internos de St. Luke, y el motivo por el que no la conté antes no es porque sea demasiado larga (es muy breve), sino porque es demasiado horrible. Pero ahora ya has sacado el tema. Así que reunios todos.
Franz pensó que en la calle oscura, con la luz de la luna sobre sus ojos destellantes, el rostro hundido y el cabello largo y rizado, parecía un gitano.
—Se llamaba Wortly —empezó a decir Saul, bajando la voz—. Olga Wortly, E.D. (enfermera diplomada). Ése no es su auténtico nombre, porque es un caso policial y todavía están buscándola, pero tiene el sabor del verdadero. Bien, Olga Wortly estaba a cargo del tumo de las cuatro de la tarde a medianoche del pabellón de internos del hospital St. Luke. Y entonces no había nada de terror. De hecho, ella dirigía lo que era el pabellón más feliz y más tranquilo que jamás ha existido, porque era muy generosa con sus pociones para dormir, así que el turno siguiente nunca tenía problemas con los pacientes despiertos y el turno de día a veces tenía dificultades para despertar a algunos para almorzar, no digamos ya para desayunar.
»No se fiaba de su ayudante a la hora de dispensar sus medicinas. Y le gustaba hacer mezclas, cada vez que podía estirar la receta del doctor para permitirlas, porque pensaba que dos drogas eran más seguras que una: Librium con Torazina (le gustaba el Tuinal porque son dos barbitúricos; Seconal rojo con Amytal étiul), hidrato de cloro con el fenobarbital, paraldehído con Nemlitital amarillo… De hecho, uno siempre notaba que ella venía, nuestra madre de los ronquidos, nuestra oscura diosa del sueño, porque el paralizante hedor del paraldehído la precedía siempre: se las apañaba para tener al menos a un paciente enganchado al paraldehído. Es un superalcohol superaromático, ya sabéis, que te hace cosquillas en la nariz y huele Dios sabe a qué… superaceite de plátano, algunas enfermeras lo llaman gasolina…, y se administra con zumo de frutas y se sirve en vaso de cristal porque funde el plástico, y sus moléculas viajan por el aire más rápido que la luz.
Franz advirtió que Saul tenía a su público en la palma de la mano. Dorotea escuchaba tan embelesada como Bonita; Cal y Gun sonreían indulgentes, incluso Femando captaba el espíritu y sonreía ante los largos nombres de las drogas. Por un momento, la acera ante el restaurante del alemán fue un campamento gitano iluminado por la luna donde sólo faltaban las llamas bailando en la hoguera.
—Todas las noches, dos horas después de la cena, Olga iniciaba sus rondas. A veces hacía que la ayudante le llevara la bandeja, otras la transportaba ella misma.
»"Hora de dormir, señora Binks", decía. "Aquí está su pasaje a la tierra de los sueños. Pórtese como una niña buena. Y ahora esta bonita píldora amarilla. Buenas noches, señorita Cheeseley, tengo aquí su viaje a Hawai, azul por el profundo mar, rojo por las puestas de sol. Y ahora un sorbito del tarro amargo para bajarlo… piense que son las olas del mar. Saque la lengua, señor Finelli, tengo algo para volverlo listo. Quién pensaría, señor Wong, que podrían poner nueve y hasta diez horas de buena oscuridad en una cápsula temporal tan diminuta, una nave espacial de gelatina con destino a las estrellas. Nos olió venir, ¿verdad, señor Auerbach? ¡Zumo de uva esta noche." Y así sucesivamente.
»Y de esta manera Olga Wortly, E.D., nuestra señora del olvido, nuestra reina de los sueños, mantenía feliz al pabellón de internos —continuó diciendo Saul—, e incluso recibía felicitaciones, pues a todo el mundo le gusta tener un pabellón tranquilo, hasta que una noche se pasó de la raya y a la mañana siguiente encontraron a todos los pacientes muertos por sobredosis, con una sonrisa beatífica en la cara. Y Olga Wortly se marchó, para no ser vista nunca jamás.
»De algún modo, consiguieron acallar el incidente. Creo que le echaron la culpa a una epidemia de hepatitis galopante o a un eccema maligno…, y todavía andan buscando a Olga Wortly.
»Ésa es casi toda la historia —dijo encogiéndose de hombros, relajándose—, excepto que —alzó un dedo dramáticamente, y su voz se volvió baja y extraña—, excepto que dicen que en las noches, cuando hay luna llena, como ahora mismo, y es la hora de dormir, y la enfermera ayudante está a punto de empezar a repartir las medicinas con sus vasitos de papel, se puede oler una vaharada de paraldehído en la sala de las enfermeras (aunque ya nunca usan esa droga), y el inconfundible olor viaja de habitación en habitación y de cama en cama, sin perderse una… ¡es la Enfermera Invisible haciendo sus rondas!
Y con oohs, ahs y risas más o menos apropiadas, se dirigieron a casa todos juntos. Bonita parecía satisfecha.
—¡Oh, qué miedo! —dijo Dorotea, de un modo exagerado—. Cuando me despierte esta noche y piense que la enfermera viene no podrá hacerme … tragar ese para como se llame.
—Pa-ral-de-hí-do —dijo Femando lentamente, pero con sorprendente precisión.
Había tantas cosas y tan variadas en la habitación de Saul, aparentemente en desorden (en este aspecto era la antítesis de la de Gun), que uno se preguntaba por qué no estaba hecha un lío, hasta que advertía que nada en ella parecía amontonado o torcido, sino atendido y amado: las brillantes fotos de la gente, principalmente personas mayores (resultaron ser pacientes del hospital, y Saul señaló al señor Edwards y a la señora Willis); libros que iban desde el Manual de Merck hasta Colette, de
The Family of Man
(La familia del hombre) a Henry Miller, de Edgar Rice a William S. Burroughs o George Borrow (
The Gypsies in Spain
[Los gitanos en España],
Wild Wales
[Gales Salvaje] y
The Zincali
[Los Zincali]); una copia de
The Subliminal Occult
(Lo oculto subliminal), de Nostig (cosa que realmente sorprendió a Franz); un montón de collares de cuentas hindúes y americanos; accesorios para fumar hash; una jarra de cerveza llena de flores; una carta ocular; un mapa de Asia; y varias pinturas y dibujos que abarcaban desde lo infantil y lo matemático a lo salvaje, incluyendo una sorprendente abstracción acrílica sobre un cartón negro con formas rebullentes y joyas e insectos de colores que parecía reproducir en miniatura la amada confusión de la habitación.
Saul señaló la pintura.
—La hice una vez que tomé cocaína —dijo—. Si hay una droga (cosa que dudo) que añada algo a la mente en vez de quitarlo, ésa es la cocaína. Si alguna vez vuelvo a engancharme a las drogas, la coca sería mi elección.
—¿Volver a engancharte? —preguntó Gun, burlón, señalando las pipas y demás utensilios.
—La marihuana es un juego —corrigió Saul—, una frivolidad, un lubricante social que hay que colocar junto al tabaco, el café y el té. Cuando Anslinger recurrió al Congreso para clasificarla, para todos los propósitos, como una droga dura, pasó por alto el desarrollo de la sociedad norteamericana y la volubilidad de sus clases.
—¿Tanto como eso? —empezó a decir Gun, escéptico.
—Desde luego no está en el mismo grupo que el alcohol —coincidió Franz—, que tiene la bendición de la comunidad, al menos en lo referido a la publicidad: «Bebe alcohol y serás sexy, sano, y rico», dicen los anuncios, especialmente los de Black Velvet. ¿Sabes, Saul? Es curioso que mencionaras el paraldehído en tu historia. La última vez que me «separé» del alcohol (para usar esa delicadísima expresión médica), tomé un poco de paraldehído durante tres noches seguidas. Realmente era delicioso, el mismo efecto que el alcohol cuando lo bebí por primera vez, una sensación que creí no volver a experimentar jamás, ese brillo cálido y satinado.
Saul asintió.
—Hace el mismo trabajo que el alcohol, sin destrozar de forma tan inmediata los sistemas químicos. Por eso la persona que se cansa de beber alcohol ordinario responde bien a él. Pero por supuesto también puede ser adictivo, como estoy seguro de que sabes. ¿Un poco más de café? Sólo lo tengo liofilizado, claro.
—Pero ¿no dirías que el alcohol es la droga natural de la humanidad, con miles de años de uso y experiencia detrás? —aventuró Gun mientras Saul ponía rápidamente agua a hervir y servía los cristales marrones en pintorescas tazas—. Hemos aprendido sus formas, nos hemos acostumbrado a él.
—Ha tenido tiempo suficiente, al menos, para matar a todos los italianos, griegos, judíos y otros mediterráneos con una extrema debilidad genética respecto a él —comentó Saul—. Los indios americanos y los esquimales no son tan afortunados. Todavía lo están soportando. Pero la marihuana y el peyote y el opio y el hongo tienen también historias bastante largas.
—Sí, pero ahí aparece la distorsión de consciencia psicodélica, diría yo, en vez de la ampliación de sentidos —protestó Gun—, mientras que el alcohol tiene un efecto más directo.
—Yo también he tenido alucinaciones con el alcohol —confesó Franz en una contradicción parcial—, aunque no tan extremas como las que se tienen con el ácido, según me han dicho. Pero sólo durante la abstinencia, curiosamente, los primeros tres días. En los armarios y los rincones oscuros y debajo de las mesas, nunca con luz brillante. Veía cables rojos y a veces negros, del tamaño del hilo de un teléfono, vibrando, sacudiéndose. Me hacían pensar en las patas de arañas gigantes. Sabía que eran alucinaciones y podía manejarlas, gracias a Dios. La luz brillante siempre las hacía desaparecer.
—La abstinencia es un asunto curioso y a veces delicado —observó Saul mientras servía el agua hirviendo—. Es entonces cuando los bebedores experimentan el delírium tremens, no cuando están bebiendo. Estoy seguro de que lo sabes. Pero los peligros y agonías de la abstinencia de las drogas duras han sido muy exagerados, es parte del mito. Lo aprendí cuando era camillero en los grandes días del Haight—Ahsbury, antes de hacerme enfermero, cuando iba y suministraba torazina a los hippies que habían tomado sobredosis o pensaban que lo habían hecho.
—¿De veras? —preguntó Franz, aceptando su café—. Siempre he oído que el mono de la heroína era el peor de todos.
—Parte del mito —le aseguró Saul, sacudiendo la cabeza mientras tendía el café a Gun y empezaba a sorber el suyo—. El mito que Anslinger hizo tanto por crear allá en los años treinta (entonces todos los polis que habían sido grandes durante la Prohibición intentaban buscarse un trabajo igual en narcóticos), cuando fue a Washington con un par de veterinarios que sabían drogar a caballos de carreras y un saco con recortes sensacionalistas de periódicos mexicanos y centroamericanos sobre asesinatos y violaciones cometidas por peones supuestamente enloquecidos por la marihuana.
—Muchos escritores se subieron a ese carro —dijo Franz—. El héroe daba una calada a un cigarrillo raro y al momento empezaba a tener alucinaciones extrañas, la mayoría referidas al sexo y a cosas sangrientas. Tal vez podría sugerir un episodio de
Profundidades extrañas
donde intervenga el Departamento de Narcóticos —añadió pensativo, más para sí mismo que para los demás—. Es una idea.
—Y las agonías del síndrome de abstinencia fueron parte del mito —continuó Saul—, así que cuando los beatniks y los hippies empezaron a tomar drogas como gesto de rebelión contra el establishment y la generación de sus padres, todos empezaron a tener terribles alucinaciones y agonías de abstinencia que ya les había advertido el mito inventado por la policía —sonrió pícaramente—. ¿Sabes?, a veces pienso que fue muy similar a los efectos de largo alcance de la propaganda bélica contra los alemanes. En la segunda guerra mundial cometieron todas las atrocidades, y más, de las que los acusaron, casi todas falsas, en la primera guerra mundial. Odio decirlo, pero la gente siempre intenta que se cumpla lo peor que espera.