Durante largo rato su mente corrió felizmente por el extraño mundo de maravillas evocado por estos libros, el de De Castries y el diario y los claros recuerdos de las extrañas experiencias de ayer. En verdad, las ciudades modernas eran los misterios supremos del mundo, y los rascacielos sus catedrales seculares.
Al releer el poema en prosa «
Señoras de la Pena
» en
Suspiria
, se preguntó, y no por primera vez, si esas creaciones de De Quincey tenían algo que ver con el cristianismo. Cierto,
Mater Lachrymarum
, Nuestra Señora de las Lágrimas, la hermana mayor, recordaba a la Mater Dolorosa, uno de los nombres de la Virgen; y también la segunda,
Mater Suspiriorum
, Nuestra Señora de los Suspiros… e incluso la terrible hermana menor,
Mater Tenebrarum
, Nuestra Señora de las Tinieblas (De Quincey planeaba escribir un libro sobre ella,
The Kingdom of Darkness
[El reino de la oscuridad], pero al parecer nunca llegó a hacerlo; eso sí que habría sido magnífico). Pero no, sus antecedentes se hallaban en el mundo clásico (eran un paralelo de los tres Destinos y las tres Furias), y en los laberintos de la consciencia amplificada por la droga del inglés bebedor de láudano.
Mientras tanto, Franz daba forma a sus intenciones sobre cómo pasar el día, que prometía ser hermoso. Primero, empezaría localizando ese elusivo 607 Rhodes, empezando por la historia de este edificio anónimo, el 811 de Geary. Sería un caso de prueba excelente. Y Cal, además de Gun, quería saber la historia. A continuación, ir de nuevo a Corona Heights para comprobar si había visto de verdad su ventana desde allí. Por la tarde, visitaría a Jaime Donaldus Byers (tendría que llamarlo primero). Y esta noche, por supuesto, el concierto de Cal.
Parpadeó y miró alrededor. A pesar de la ventana abierta, la habitación estaba llena de humo. Con una sonrisa triste apagó cuidadosamente el cigarrillo en el borde del cenicero repleto.
Sonó el teléfono. Era Cal, invitándole a bajar a desayunar. Franz se duchó, se afeitó, se vistió y luego bajó.
En la puerta, Cal parecía tan joven y tan dulce con su vestido verde y el pelo recogido en una cola de caballo, que Franz sintió deseos de abrazarla y besarla. Pero también tenía su expresión meditativa y ausente, «mantente intacta para Bach».
—Hola, querido —dijo ella—. Por fin dormí esas doce horas que amenazaban a mi orgullo. Dios es piadoso. ¿Te importa volver a desayunar huevos? Ya es casi la hora del almuerzo. Sírvete café.
—¿Más prácticas hoy? —preguntó Franz, mirando el teclado electrónico.
—Sí, pero no con eso. Esta tarde tendré tres o cuatro horas con el clavicordio del concierto. Y lo afinaré.
Franz bebió café cremoso y contempló la poesía de movimientos mientras ella cascaba los huevos, un ballet inconsciente de ovoides blancos y dedos estilizados. La comparó con Daisy y, para su diversión, con su Amante del Erudito. Cal y esta última eran esbeltas, algo intelectuales, silenciosas, tocadas decididamente por la Diosa Blanca, ensoñadoras pero disciplinadas. Daisy también lo fue, y tenía alma de poeta, y era también disciplinada, y se mantenía intacta… para el tumor cerebral. Franz evitó el tema.
Pero blanco era realmente el adjetivo que cuadraba con Cal. No era ninguna Señora de las Tinieblas, sino una Señora de la Luz, en eterna oposición, el yang de su yin, el Ormadz de su Ahriman… ¡Sí, por Robert Ingersoll!
Y en efecto parecía una estudiante, el rostro una máscara de alegre inocencia y buena conducta. Pero entonces Franz la recordó la primera vez que la vio en concierto. Él estaba sentado cerca, a un lado, y podía ver su perfil entero. Como por arte de magia, se convirtió en alguien que él nunca había visto antes y ni siquiera estaba seguro de querer volver a ver. La barbilla se le clavó en el cuello, las aletas de la nariz se le hincharon, el ojo se volvió implacable y todopoderoso, los labios se apretaron y se curvaron desagradablemente en las esquinas, como una salvaje maestra de escuela, y fue como si estuviera diciendo: «Oídme, cuerdas, y usted también, señor Chopin. Ahora comportaos perfectamente o ya veréis». Era la expresión de la joven profesional.
—Cómetelas mientras están calientes —murmuró Cal, colocándole el plato delante—. Aquí tienes la tostada. Con un poco de mantequilla.
Poco después, ella le preguntó cómo había dormido, y él le contó lo de las estrellas.
—Me alegra que creas.
—Sí, en cierto modo eso es verdad —tuvo que admitir Franz—. San Copérnico, en todo caso, e Isaac Newton.
—Mi padre también juraba por ellos. Recuerdo que una vez incluso lo hizo por Einstein. Yo también empecé a hacerlo, pero mi madre me desanimó amablemente. Lo consideraba de mal gusto.
Franz sonrió. No mencionó sus lecturas de la mañana ni los hechos de ayer: ahora parecían temas inadecuados.
—Creo que Saul estuvo muy bien anoche —dijo ella—. Me gusta la forma en que flirtea con Dorotea.
—Le encanta fingir que la molesta.
—Y a ella le encanta fingir que lo consigue —coincidió Cal—. Creo que le regalaré un abanico por Navidad, sólo para tener el placer de verla usarlo. Sin embargo, no estoy segura de fiarme de él con respecto a Bonita.
—¿Quién, nuestro Saul? —preguntó Franz, sólo con sorpresa medio fingida.
Recordó, vívida e incómodamente, las risas que oyó en la escalera ayer por la mañana, una risa cargada de placer y cosquillas.
—La gente tiene características insospechadas —observó Cal plácidamente—. Esta mañana estás lleno de energía. Casi hasta rebosar, pero te contienes por mí. Aunque por debajo de todo estás pensativo. ¿Qué planeas hacer hoy?
Se lo dijo.
—Parece magnífico. Me han dicho que la casa de Byers es aterradora. O tal vez querían decir exótica. Y la verdad es que me gustaría averiguar lo del 607 Rhodes. Ya sabes, mirar por encima del hombro de nuestro «corpulento Cortez» y verlo allí, sea lo que sea, «silencioso sobre un pico en Darien». Y averiguar la historia de este edificio, como se preguntaba Gun. Eso sería fascinante. Bueno, tengo que prepararme.
—¿Te veré antes? ¿Te llevo? —preguntó Franz mientras se levantaba.
—No, antes no —dijo ella pensativamente—. Pero después sí —le sonrió—. Me alivia saber que estarás allí. Ten cuidado, Franz.
—Ten cuidado tú también, Cal.
—Los días de concierto me envuelvo en lanas. No, espera.
Ella se acercó a él, la cabeza alzada, todavía sonriendo. Él la rodeó con los brazos antes de que se besaran. Los labios de Cal eran suaves y frescos.
Una hora después, un joven agradablemente serio en la Oficina de Archivos del Ayuntamiento informó a Franz que el 811 de la calle Geary estaba designado como Bloque 320, solar 23 en su provincia.
—Para cualquier cosa referida a la historia anterior del solar —dijo—, tiene que ir a la Oficina de Recaudaciones. Allí deben de saberlo, porque son los que se encargan de los impuestos.
Franz cruzó el amplio y resonante corredor de mármol hasta la Oficina de Recaudaciones, que flanqueaba la entrada principal al Ayuntamiento situado al otro lado. Los dos grandes ídolos y guardias cívicos, pensó, el papeleo y el dinero.
—Su siguiente paso es ir a la Oficina de Permisos de Edificios en el Anexo del Ayuntamiento, que está frente a la calle a la izquierda y averiguar cuándo se solicitó un permiso para construir en el solar —le dijo una mujer con fastidio; tenía el pelo de color rojo grisáceo—. Cuando nos traiga esa información podremos ayudarle. Debe de ser fácil. No tendrán que investigar demasiado. En esa zona todo quedó destruido en 1906.
Franz obedeció, pensando que todo esto se estaba convirtiendo no sólo en una fantasía, sino en un ballet de edificios. Investigar únicamente un edificio modesto le había conducido a lo que podía llamar el Baile de las Vueltas. Sin duda, el objeto era que el público molesto se cansara y se rindiera en este punto, pero él podría con todos. El espíritu animado que Cal había advertido esta mañana todavía se mantenía firme.
Sí, un ballet nacional de edificios grandes y pequeños, rascacielos y cabañas, todos creciendo y cubriendo las calles y luego desapareciendo, ayudados por terremotos o no, al ritmo de la propiedad, el dinero, y los registros, con una orquesta sinfónica de millones de empleados y burócratas, todos especializados en el papeleo, cada uno leyendo y obedeciendo a su parte de la partitura infinita, que sería entregada, cuando los edificios cayeran, a las máquinas destructoras de documentos, fila tras fila como hileras de violines, no Stradivarius, sino Shredmaster. Y el papel cubriéndolo todo como si fuera nieve.
En el anexo, un edificio de oficinas con techos bajos, Franz se sintió agradablemente sorprendido (pero su cinismo lo compensó todo) cuando un grueso joven asiático, después de que le suplicara adecuadamente con la fórmula ritual del número del bloque y el solar, le tendió en un par de minutos un viejo impreso doblado escrito con tinta que se había vuelto marrón y que empezaba diciendo: «Solicitud de permiso para erigir un edificio de ladrillo de siete plantas con bastidores de acero en la cara sur de la calle Geary a setenta metros de Hyde Street, con un coste aproximado de 74.870 dólares para ser utilizado como hotel», y terminaba «Archivado el 15 de julio de 1925».
El primer pensamiento de Franz fue que Cal y los demás se sentirían aliviados al saber que el edificio tenía al parecer bastidores de acero, un tema sobre el que se habían preguntado mientras hacían especulaciones sobre terremotos y sobre el que nunca habían llegado a una respuesta satisfactoria. El segundo fue que la fecha convertía al edificio en algo tan reciente que casi resultaba decepcionante: el San Francisco de Dashiell Hammett… y Clark Ashton Smith. Sin embargo, los grandes puentes no habían sido construidos todavía en aquella época: los ferris hacían todo el trabajo. Cincuenta años era una fecha respetable.
Copió la mayor parte del texto, devolvió el impreso al grueso joven (que sonrió de forma casi inescrutable), y regresó a la Oficina de Recaudaciones, agitando alegremente su maletín. La mujer pelirroja estaba ocupada en alguna otra parte, y dos ancianos que cojeaban recibieron su información dudosamente, pero por fin se dignaron a consultar un ordenador, bromeando sobre si funcionaría, pero claramente respetuosos a pesar de su humor.
Uno de ellos pulsó algunas teclas y leyó de una pantalla que resultaba invisible al público:
—Sí, el permiso se concedió el nueve de septiembre de mil novecientos veinticinco, y se construyó en el veintiséis. La construcción se terminó en junio.
—Aquí dice que iba a ser un hotel. ¿Puede decirme el nombre? —preguntó Franz.
—Para eso tendrá que consultar un directorio de la ciudad de ese año. Los nuestros no llegan tan lejos. Inténtelo en la biblioteca pública, al otro lado de la plaza.
Franz cruzó diligentemente la gran calzada gris, salpicada de verde oscuro por los árboles que había plantados a intervalos distantes, y brillante por las pequeñas fuentes de agua potable y otras (los grandes que se agitaban con el viento. En los cuatro lados de la plaza los edificios gubernamentales se alzaban pomposamente, la mayoría amorfos y de aspecto similar, pero el Ayuntamiento detrás de él con su clásica cúpula verdosa y la biblioteca pública delante eran algo más decorados, la última con nombres de grandes Pensadores y escritores norteamericanos, Poe incluido (un tanto a nuestro favor). Una manzana más al norte, el severo, oscuro y moderno Federal Building (todo de vidrio) se alzaba como un vigilante hermano mayor.
Sintiéndose jubiloso y un poco afortunado, Franz se apresuró. Todavía tenía muchas cosas que hacer hoy y el sol indicaba que se hacía tarde. Tras pasar las puertas giratorias se abrió paso entre una maraña de jóvenes con gafas, niños, hippies y viejos jubilados (todos lectores típicos), devolvió dos libros, y sin esperar aprobación cogió el ascensor hasta el pasillo vacío del tercer piso. En la silenciosa y elegante San Francisco Room una bonita joven le susurró que los directorios de la ciudad sólo llegaban hasta 1918, los posteriores (¿más corrientes?) estaban en la sala de catálogos del segundo piso, con las guías telefónicas.
Sintiéndose algo decepcionado, pero no mucho, Franz bajó a la gran sala familiar. En el siglo pasado y los primeros años de éste, las bibliotecas fueron construidas con el mismo espíritu que los bancos y las estaciones de ferrocarril: todo pompa y circunstancia. En una esquina dividida por grandes estanterías, encontró los libros que quería. Dirigió la mano hacia 1926, luego cambió la trayectoria hacia 1927, donde seguro estaría listado su hotel, si es que había habido uno. Ahora se divertiría buscando las direcciones de todos los que aparecían mencionados en la solicitud y encontraría el hotel, por supuesto, aunque este último requeriría
una búsqueda más exhaustiva, pues había que comprobar las direcciones (que podían ser dadas por las calles transversales en vez de por números), y tal vez tuviera que buscar los hoteles de apartamentos.
Antes de sentarse, miró su reloj. Dios mío, era más tarde de lo que pensaba. Si no se apresuraba, llegaría a Corona Heights después de que el sol se hubiera puesto y sería ya demasiado tarde para el experimento que quería hacer. Y los libros como éste no podían sacarse de la biblioteca.
Sólo tardó un par de segundos en tomar una decisión. Después de echar una mirada casual pero concienzuda alrededor para asegurarse de que no había nadie mirándole, guardó el directorio en su maletín y se marchó de la sala, recogiendo al azar un par de libros de bolsillo de las girándolas. Luego bajó rápidamente la gran escalera de mármol que bien podía servir para rodar una escena de triunfo en una película épica de romanos, sintiendo que todo el mundo le miraba, pero negándose a creerlo. Se detuvo en el mostrador para firmar la retirada de los dos libros y salió del edificio sin mirar al guardia, que nunca comprobaba las bolsas y maletines, según sabía Franz, siempre y cuando te hubiera visto firmar en el mostrador.
Franz rara vez hacía este tipo de cosas, pero la promesa de hoy le hizo considerar que merecería la pena correr el riesgo.
Había un 19—Polk en la parada. Lo cogió, pensando complacientemente que ahora se había convertido en uno de los cleptómanos de Saul. ¡Hurra por la vida compulsivo!
Al llegar a casa, Franz echó un vistazo a su correo (nada que mereciera la pena abrir ahora mismo) y luego observó su habitación. Había dejado abierto el tragaluz. Dorotea tenía razón: una persona delgada y atlética podía entrar por allí. Lo cerró. Luego se asomó a la ventana y miró en todas direcciones, hacia los lados y hacia arriba (había una ventana como la suya, y luego la azotea), y hacia abajo (la de Cal dos pisos más abajo, y el sucio fondo del hueco, otros tres más, un callejón sin salida, lleno de basura acumulada durante años). No había manera de que nadie pudiera llegar a esta ventana usando una escalera de mano. Pero advirtió que su cuarto de baño estaba sólo a un paso de la ventana del apartamento de al lado. Se aseguró de que estuviera cerrada.