—Yo la cuidaré —prometió Rafael—. No tengo intención de volver durante una temporada, ahora no podría soportarlo. Me quedaré aquí y me ocuparé de ella.
Ángel asintió, fijando por un instante sus ojos en el arcángel, antes de dedicarle toda su atención a Luz, que seguía recostada sobre el pecho de Rafael, como si estuviera inmersa en un sueño tranquilo y profundo, del que sin la intervención del arcángel jamás despertaría. Con suavidad, concentrando en aquel gesto todo su poder, posó el dedo índice sobre los labios de Luz, del mismo modo que un ángel lo hacía sobre la boca de cada recién nacido antes de que viera por primera vez la luz del mundo, liberando de recuerdos el alma que albergaba el nuevo cuerpo. Con cuidado, borró todos los recuerdos que Luz tenía de él, contemplándolos y atesorándolos, porque eran la única prueba que le quedaría de que lo había amado. Después, eliminó uno a uno los recuerdos que había revivido del tiempo en el que había sido un ser distinto, uno único junto a él, y también las terribles imágenes de su caída y el dolor de los siglos de existencia que habían despertado en ella al revivir las terribles escenas. Buscó en el alma de Luz, que no era alma, sino espíritu sagrado y a la vez maldito, cada uno de los motivos que la hubieran empujado a dudar, a no tener fe, y todas y cada una de las imágenes de dolor que en algún momento la habían apartado del Creador. Finalmente, cuando terminó, besó con suavidad su frente y retiró el dedo índice de sus labios, maldiciéndose por no poder besarlos.
Rafael sanó el cuerpo de Luz, dejándola inconsciente, mientras él observaba como cada uno de sus músculos se recuperaban, como su corazón, que había sufrido casi todo lo que un corazón humano podía aguantar, sanaba, y se sintió increíblemente aliviado cuando, al fin, su cuerpo estuvo fuera de peligro. El dolor de los diablos que seguían retorciéndose en el suelo lo golpeó, llenándolo, y le permitió sentir su propio espíritu con más intensidad de lo que recordaba haberlo hecho jamás. Se recreó observando su naturaleza, retorcida y condenada, distinta a cómo la había sentido hasta aquel momento, pero aún así increíblemente bella, y sintió aumentar su fuerza, dejando que su poder lo inundara, recordando quién era y despertando en su interior la ira antigua y acumulada junto a la sabiduría de una existencia dedicada a disfrutar de un mundo que le pertenecía, a transformarlo y dominarlo, a gozar de todo aquello que no debía, y a experimentar en su ser lo que no debería de estarle permitido.
—Lo arreglaré para que piense que ha sufrido un accidente —dijo Rafael, mirándolo fijamente, con una nueva expresión en sus ojos, entre la incredulidad y la admiración—. Tú tienes que ocuparte de un montón de diablos que siguen agonizando y, supongo, que aún querrás recuperar ese maldito relato que escribiste.
Inmediatamente su mirada se dirigió al altar donde había visto el legajo por última vez, bajo la mano de Gabriel, pero, evidentemente, ya no estaba. Tampoco importaba, aunque lo hubieran dejado a su alcance, a no ser que Rafael hubiera decidido acelerar su condena, nada hubiera podido hacer para romper el sello que de nuevo lo aprisionaba, aunque, ahora, el poder del invento de Gabriel le resultara apenas perceptible. Resopló con indignación al pensar lo cerca que había estado de conseguirlo y se lamentó por haber tenido que eliminar de la mente de Luz todos sus recuerdos.
—Se lo han llevado —explicó el arcángel, encogiéndose de hombros—. Pero lo encontraremos.
Fijó de inmediato sus ojos en los de Rafael, tratando de buscar un significado alternativo a sus palabras.
—Si voy a ser condenado que sea por un verdadero motivo. —Rafael bajó la vista, resignado—. No creo que pudiera soportar que mi castigo fuera sólo por haber amado.
—No lo comprendes, Rafael —dijo, y su voz fue más dura de lo que pretendía y la antigua ira se filtró en ella haciendo estremecer al arcángel—. Él no condena a nadie por amar, sino por amar al ser equivocado que, evidentemente, es cualquiera que no sea Él. Ama a su Creación más que a nada, pero, por encima de ello, ama el motivo por el que la Creación existe, y no comprende ningún amor que esté fuera de Él mismo.
—El hombre… —interrumpió el arcángel.
—El ser humano se ama a sí mismo porque está dividido en dos partes —dijo y se levantó dándole la espalda—. En mi caso lo llamaron soberbia. Y lo fue. Lo sigue siendo. La diferencia es que yo he experimentado su maldita Gracia y la he rechazado. El hombre, con suerte, sólo puede intuirle, y sólo esa intuición, cuando se da, es suficiente para mantenerlo arrodillado y amedrentado durante el tiempo que haga falta. El amor que Él anhela no es amor, es sumisión y eterna obediencia. Si no es libre, si no es puro, el amor, Rafael, no vale una mierda.
—El amor que siento bien vale mi condena —susurró Rafael, cabizbajo.
—Por eso mismo serás condenado —afirmó, y se volvió, mirándole de nuevo, sin ser capaz de ocultar la compasión y el respeto que sentía por el ser sagrado que tenía delante—. Y la razón de tu castigo será sentir algo que Él, con toda su Gloria, con toda su Gracia, es incapaz no sólo de sentir, sino de intuir o siquiera tolerar. Porque el amor es, ni más ni menos que, en primer lugar, tolerancia —explicó, agachándose junto a Luz y acariciando su cara—. De eso, de amor del de verdad, saben más aquí abajo, con todos sus desastres y desgracias, de lo que jamás nadie será capaz de sospechar en el maldito Paraíso.
—También saben de odio, de maldad, de ira, de destrucción, de guerra y de matanzas —replicó furioso el arcángel, queriendo rechazar sus argumentos, aferrándose al amor y la Gracia de su Padre.
—Daños colaterales —afirmó, sarcástico, clavando su mirada en Rafael, mostrando en aquel gesto su naturaleza y el goce que, aún con todo el dolor, su existencia le proporcionaba.
—¿Vale la pena?
—Mi condena, Rafael, a pesar de todo el sufrimiento, de la agonía y del vacío, no la cambio por nada. —Respiró profundamente, mirando de nuevo a Luz—. Incluso sin recordarla he encontrado en este mundo una satisfacción que no es comparable ni con la plenitud que ofrece tu Padre. Sus emociones, su inteligencia, su capacidad de creación, sus ganas de vivir, experimentar y conocer, su curiosidad casi infinita…
—Los amas —dijo Rafael en voz baja.
Una risa terrible, casi como un leve gruñido, escapó de su garganta.
—El único amor que siento, arcángel, es hacia mí mismo. —Señaló hacia Luz que permanecía inmóvil en los brazos del arcángel, antes de levantarse y darse la vuelta—. El resto es por mi propia satisfacción.
—Es posible, Heylel. —Rafael se levantó, sosteniendo a Luz entre sus brazos, y caminó hacia la puerta—. Aunque, tal vez, lo que deberías preguntarte es qué motiva realmente esa satisfacción que tanto te gusta.
El arcángel se marchó con Luz, dejándolo en aquel sótano lleno de cuerpos mutilados y con una veintena de diablos retorciéndose de dolor. Suspiró y encendió un cigarrillo, apoyándose contra una pared, tratando de no pensar, dejándose llenar sólo por la ira que los recuerdos recién recuperados le provocaba, deleitándose en ella y en la naturaleza retorcida de su esencia, que, a pesar del nuevo sello sobre su espíritu, volvía a ser la misma, la que había sido desde antes del principio de los tiempos y de la que aún no entendía cómo podía haberse olvidado. No sabía lo que era la esperanza, jamás la había sentido más que en el interior de almas asustadas que se aferraban a una ilusión cuando todo parecía derrumbarse, pero si hubiera tenido que comparar con alguna emoción lo que en aquel momento bullía en su interior, junto a la infinita rabia, lo habría hecho con esa sensación casi absurda que lo obligaba a creer que ahora, por fin, después de más años de los que estaba dispuesto a calcular, comprendía cuál era la verdadera naturaleza y el motivo de su condena. Y, lo que era mejor, sabía cómo la podía aliviar, incluso un poco más, y dotar de un nuevo sentido, mejor, más pleno, su eterna existencia.
Absorbió de nuevo el humo del cigarrillo, casi con ansia, mientras pensaba en cómo conseguir que el espíritu de Luz, tan tozudo como él mismo, albergara el minúsculo ápice de fe necesario para que Él, confiado, la perdonara. Y casi tan placentera como la idea de recuperar a la mujer que amaba le resultaba la idea de arrebatarle de nuevo, y con conciencia de causa, la joya de la corona de la Creación. Una obra espléndida, aunque dividida, que jamás le pertenecería, porque ahí radicaba la diferencia que le otorgaba aquella imposible belleza. Su perfección, la que lo hacía infinitamente superior, estaba en el amor propio que desde el instante mismo de su Creación lo había impulsado a actuar, aún sin saberlo. En su infinita soberbia, convertida en amor hacia un ser hecho de su propia esencia. En su inteligencia perversa, que lo alejaba eternamente de la Gracia. En su ansia por disfrutar de los placeres que había ante él, prohibidos o no, conocedor de todas las consecuencias, que lo hacían padecer y disfrutar exactamente por igual.
Sonrió con malicia tras dar una última calada al pitillo y lanzarlo al suelo, junto al cadáver destrozado de uno de los humanos, que mantenía abiertos los ojos desorbitados, vacíos de vida, como si aquel cuerpo inerte se sorprendiera de la escena que contemplaba. Avanzó, dando una zancada sobre el cadáver, disfrutando de su propio dolor que, más allá de la pérdida, le recordaba todo lo que había recuperado, en menos tiempo del que creía posible, gracias a la máquina de tortura ideada por la pregonera. Dejó que la agonía en su interior estallara en rabia y se recreó imaginando la furia de Gabriel al descubrir el pequeño fallo de su invento y sus consecuencias. Sin duda, sería terriblemente divertido, aunque Luz no estuviera a su lado, ver cómo aquella paloma mensajera con ínfulas de arcángel se desesperaba porque su intento por dominarlo hubiera acabado suavizando su condena y desatando su poder. Más entretenidos aún podrían llegar a ser los patéticos intentos que sin duda llevarían a cabo los seres sagrados, para tratar de impedir que el sello que todavía amarraba su espíritu finalmente fuera destruido, liberándolo por completo.
Repentinamente animado, y con un gesto casi automático, desató el poder de su interior, liberando a los diablos del abismo en el que se atormentaban y dejando que sintieran toda la ira renovada que bullía en su ser. A la vez, se deleitó con la reacción de los ángeles caídos que lo contemplaban, extasiados, recordándole que, en efecto, era infinitamente más poderoso y, aunque retorcido, increíblemente hermoso en su esencia, que cualquier obra de la maldita Creación de la que él más que nadie gozaba. Incluso casi mejor que la propia fuerza divina de la que había surgido y que no había tenido más opciones que dividirlo, no sólo para castigarlo, sino para impedir que su poder fuera prácticamente igual al de Él.
Recuperaría el maldito manuscrito, disfrutaría con el espectáculo que sin duda prepararían los arcángeles, y, después, se ocuparía de Luz. Al fin y al cabo, no quería tenerla durante los pocos años que durara su existencia en este mundo, sino que la quería a su lado durante toda una eternidad, como debería ser, como desde el principio debería de haber sido. Y si para ello era necesario que ella creyera o que se acercara al Creador, o que incluso perdonara, lo haría. Era un pequeño precio a pagar por la posibilidad de recuperar al ser al que amaba para toda una eternidad, escenificando, de paso, su mejor venganza.
Un tímido reflejo dorado brilló en la oscuridad y fue creciendo lentamente, despertando cada fibra del cuerpo de Luz, quemándolo con intensidad al tiempo que devoraba la negrura. Quiso gritar y moverse en busca de alivio para el dolor que la devoraba, pero, por más que lo deseó, no pudo, y se resignó a permanecer inmóvil, sometida al dolor cada vez más intenso, mientras su cuerpo despertaba ajeno a su voluntad. Se dejó arrastrar por la luz dorada que parecía ahora envolverla, deseando que la absorbiera y acabara con el atroz sufrimiento, pero esto no ocurría, sino que el dolor aumentaba. Oyó dos voces lejanas y quiso prestar atención a sus palabras, pero le parecieron huecas y sin sentido en medio de todo el dolor que sentía. Una agonía que no era sólo física, sino que también bullía en su interior. Se sentía vacía e incompleta, como si le hubieran arrancado una parte, la más importante, de sí misma. Recordó unos ojos verdes, brillantes, fijos en ella y, de inmediato, en su mente aquella mirada cambió, sin dejar de ser la misma, hasta convertirse en dos llamas doradas que formaban el iris de unos ojos que seguían sin dejar de mirarla. Recordó un nombre y una sensación intensa, eléctrica, sobre su piel y deseó recuperarla, volver a sentirla, pero sólo consiguió que el dolor en su alma y en su cuerpo aumentara. De nuevo, quiso gritar y retorcerse, y, de nuevo, no lo consiguió.
Una intensa sombra azulada y hermosa se entremezcló con el brillo dorado que la envolvía, apartándolo, apagándolo, y abrazándola. La sensación cálida y familiar que antes había anhelado la invadió y se sintió plena y feliz, a pesar de todo el dolor, deseando permanecer allí, quieta, envuelta en aquella sombra oscura, que brillaba ahora con más intensidad, arrojando destellos anaranjados y violáceos. No le importaba el sufrimiento ni el dolor en su cuerpo mientras aquella hermosa oscuridad la completara, evitando la agonía en su interior. Una paz inmensa, formidable, la llenó, arrancando de su ser cualquier sufrimiento antiguo, toda inquietud, toda duda. Se perdió en la placentera sensación sin importarle ya nada más, sin querer saber más, y su espíritu, al fin, descansó.
Las sombras que la habían cobijado se retiraron con lentitud, dejándola desprotegida y sola, pero no le importó. La luz dorada que la oscuridad había apartado por completo regresó, y con ella aumentó otra vez el dolor de su cuerpo, que se intensificó hasta que la luz reventó con una enorme explosión, justo antes de desaparecer, llevándose con ella también el dolor.
—¡Está despierta! —gritó una voz, casi con desesperación, mientras ella luchaba por respirar, sin conseguirlo—. Tranquilícese. No intente hablar, la hemos intubado. Ha sufrido un accidente, está en el Hospital Universitario. Le administraremos un calmante y volverá a dormirse, no se preocupe, está en buenas manos.
Luz quiso protestar y moverse, pero unas manos la sujetaban con fuerza en los tobillos y las muñecas, inmovilizándola. Oyó voces a su alrededor, hablaban deprisa, algunas gritaban, pero no conseguía comprender qué decían. Con esfuerzo, consiguió abrir los ojos y se asustó al ver sobre ella una luz dorada, temiendo que regresara el dolor, pero no sucedió nada, y enseguida comprendió que lo que veía era una lámpara enorme, muy próxima a ella. Quiso observar el lugar en el que estaba, tratar de comprender y tranquilizarse, pero su visión se fue volviendo borrosa y las siluetas a su alrededor se convirtieron paulatinamente en sombras azuladas, a la vez que la luminosidad que arrojaba la lámpara se transformaba otra vez en el brillo dorado que tanto había temido, justo antes de atenuarse y ser completamente devorado por la oscuridad.