Recordó cómo perdió la cuenta de las oportunidades de ser perdonado, de ser llenado de nuevo por aquella fuerza imponente de la que había surgido, que era su Padre, porque hacerlo hubiera supuesto arrepentirse de lo que había hecho con convicción, del amor que había sentido hacia sí mismo, y ahora también hacia la parte de él que le había sido arrebatada, convirtiendo su castigo en el mejor don que hubiera podido imaginar. Sintió cómo su ira creció, cambiando su forma, que reflejaba ahora la transformación de su naturaleza, y cómo en su mente todo cobró un nuevo significado. Observó a los ángeles a su alrededor, asustados, cohibidos, cabizbajos, y se levantó, orgulloso y henchido, dispuesto a recuperar lo que había deseado y a no ser jamás lo que había sido, sabedor de que esa parte de él, que había sido encerrada en el cuerpo de la mujer, lo amaba y lo esperaba.
Sintió en su ser, como puñaladas, el miedo de aquellos seres que no querían ser otra vez sometidos por la energía que también había sido expulsada de ellos, y, llenándose de fuerza por el amor que deseaba, que había tenido, que recuperaría, les habló.
—Podéis permanecer aquí, como hasta ahora —dijo, repitiendo con exactitud cada una de sus palabras, reviviendo la misma escena que millones de veces había vivido—. Su fuerza os llenará de nuevo, haciéndoos creer que sois amados, aunque en realidad ese amor sea falso, porque no podréis amaros a vosotros mismos, ni tampoco experimentar la libertad. Y sin ambas cosas ningún amor es puro, y está en su esencia contaminado. No habrá aquí más conocimiento, ni experiencia, ni superación, ni logros. Esa no será una verdadera plenitud, sino sólo una ilusión vana y desprovista de sentido. —Sintió el encogimiento y el dolor en los espíritus que lo rodeaban, y aumentó su convicción—. O podéis venir conmigo. Os prometo dolor y sufrimiento, rabia e ira. Y también satisfacción. Y conocimiento. Y experiencia. Y cambio. Y amor. Y, al final, la plenitud de existir por vosotros mismos, libres y sin ataduras.
Muchos de los seres que lo rodeaban temieron las consecuencias de su propuesta y de una existencia que les era desconocida, por lo que mantuvieron sus cabezas agachadas. Otros, en cambio, se situaron a su lado, irguiéndose orgullosos, deseosos de conservar la libertad que sentían y que tanto habían anhelado en silencio, ocultando hasta entonces sus deseos, atemorizados, confesándoselos únicamente a él.
—Nosotros levantaremos un templo en la tierra. —Siguió, alimentándose del miedo de los seres que habían permanecidos cabizbajos y a los que la fuerza que todo lo llenaba ya comenzaba a rodear—. Un Templo para el Hombre. Un templo del verdadero amor y de la libertad. Un templo del conocimiento. Y reinaremos sobre la tierra. Le daremos la Gloria a aquel que lo merezca y condenaremos al vacío de este Dios al temeroso y al cobarde. Nosotros Reinaremos sobre el Mundo.
Los seres que ya habían sido llenados de nuevo por la energía de la que todo había surgido, aceptándola en sus espíritus, los rodearon, enfrentándose a ellos, antes de que con un estrépito la fuerza que todo lo llenaba sacudiera el espacio, expulsándolos de su lado. Se sintió caer en la oscuridad, lleno de dolor, convirtiéndose en llamas, y entre toda la furia y el sufrimiento, fue feliz por sentirse más cerca del ser al que amaba, antes de sentir en su propio ser como la parte de su espíritu encerrada en el cuerpo de la mujer era vaciada de recuerdos, y dejada, yerma y vacía, en el interior de aquel cuerpo ajeno.
El cuerpo de Ángel se retorció en el suelo recordando las convulsiones y el dolor de su terrible caída. Su ser se arqueaba entre espasmos y sacudidas por el recuerdo vivo en su carne de las embestidas que lo retorcían, transformando aquel cuerpo, que antes reflejaba su esencia sagrada, en uno nuevo, tan monstruoso como la esencia que ahora albergaba, privada de cualquier rastro de santidad, de cualquier huella que lo vinculara a su origen divino. La hermosa luz dorada que emanaba de su piel se consumió, convirtiéndose en llamas, quemándolo, antes de volverse oscuridad, de la que nació una sombra violácea, que lo envolvió y creció a su alrededor. Las enormes alas doradas que nacían en su espalda, las más bellas de todas las que en algún momento hubieran existido, reflejo de la que había sido su naturaleza, fueron arrancadas violentamente de aquel cuerpo que ya no le pertenecía, que mutaba, convirtiéndose en una nueva forma que surgía entre las sombras y el dolor, retorciendo sus músculos, cambiándolos, convirtiendo sus manos y sus pies en garras. Las sombras a su alrededor apretaron su cuerpo, comprimiéndolo, y la luz que le había pertenecido, que era su esencia, su realidad, se concentró en su mirada, cuando, finalmente, surgieron de aquel nuevo cuerpo, tan extraño, tan doloroso, dos enormes alas negras, terribles como la naturaleza que albergaba.
Mil años decían los humanos que habían pasado hasta que, tras la caída, consiguió sobreponerse al dolor, levantarse, mirar al cielo y reír con rabia, odiar a su Padre sin retorcerse por ello. Consiguió dominar aquel cuerpo monstruoso y ajeno, y ser, primero, de nuevo etéreo, para materializarse después en una forma que, aunque parecida, no era más que una burla del cuerpo del ángel que una vez había sido y que ya jamás sería.
Miles de años más debieron de pasar hasta aquel momento en el que recordaba lo que había sido arrancado de su mente, igual que había sido borrado de la memoria de aquella parte de él que le había sido arrebatada como parte de una condena más terrible incluso de lo que él mismo había imaginado. Un espíritu tan suyo como ajeno, al que amaba hasta el sufrimiento, y por el que ahora, que lo tenía al lado, que lo había recuperado, luchaba con todas sus fuerzas contra el poder que lo aprisionaba y que lo arrastraba de nuevo hasta el inicio de la terrible tortura, hasta el instante mismo de su creación, cuando su ser no había sido más que la luz infinita que todo lo había iluminado antes de encerrarse en su interior.
—¡Heylel!
Reconoció la voz de Rafael y recordó al arcángel junto a él justo antes de su caída, sufriendo y retorciéndose por el castigo casi tanto como él, deseando seguirlo y temeroso de hacerlo. Se aferró con fuerza al recuerdo del ser sagrado que le hablaba, que estaba a su lado, y, lentamente, fue sintiendo sus sentimientos, de miedo y misericordia, de rabia y lástima, y con ellos llegó el recuerdo del resto de arcángeles, y, finalmente, del manuscrito, de Gabriel y del sello, que era la fuerza que ahora lo empujaba, ataba y torturaba. Sintió de nuevo la conocida esencia a su lado, la presencia del ser al que amaba, y la satisfacción lo llenó al entender que el mismo poder que lo estaba atormentando le había permitido revivir todo lo que su espíritu condenado había olvidado.
—¡Heylel, tienes que reaccionar!
La voz de Rafael parecía cada vez más cercana y el dolor y los recuerdos perdían intensidad con rapidez, pero aún era incapaz de moverse o de hablar, y deseó maldecir con todas sus fuerzas el castigo divino y la esencia sagrada que lo había condenado.
—Heylel, escúchame, sé que puedes oírme y tienes que escucharme. —Oyó decir a Rafael—. Luz está contigo. Tienes que luchar, no por ti, sino por ella.
Las palabras del arcángel resonaban con fuerza en su interior y sintió el golpe de su compasión, a la vez que percibió la presencia a su alrededor de una veintena de diablos que se retorcían en su misma agonía, recordando con viveza aquel terrible dolor, y se alimentó de sus emociones desatadas, llenándose de rabia y centrándose con todas sus fuerzas en las palabras de Rafael, que cobraban un nuevo significado. Repetía un nombre, un nombre que recordaba y que despertaba en su interior una fuerza desconocida. Aquel nombre era el de la mitad de su espíritu, condenada y encerrada en el cuerpo de una mujer humana. Luz. La mujer a la que amaba. Porque su espíritu ya no era suyo, aquella parte que había sido arrancada de él ya no le pertenecía, sino que, se dio cuenta, se había enriquecido, variando y tomando nuevos matices que la embellecían de una forma que no creía posible. Y la amaba. No porque hubiera sido una parte de él, no porque juntos pudieran recuperar un poder que no sabía si deseaba, tan siquiera por lo que le aportaba, sino por lo que era. Y aquella mujer estaba a su lado y sintió, como un relámpago de terrible intensidad, que ella también lo amaba, sin importarle en absoluto lo que en realidad era o lo que implicaba aquel amor hacia un ser, que a pesar de haber sido parte de ella misma, se había corrompido hasta el punto de no albergar bien alguno en su interior.
—¡Heylel, Luz no aguantará!
La desesperación de Rafael fue como una espada atravesándolo y todas las tinieblas que había habido a su alrededor desaparecieron al instante, concentrándose en su interior, a la vez que una fuerza lejanamente conocida lo llenaba, inundándolo, quemándolo por dentro. Se retorció por la intensidad de esa nueva fuerza, dolorosa y placentera que, finalmente, reconoció como propia, como su verdadera esencia olvidada. Sintió su cuerpo temblar mientras las llamas en su interior amenazaban con consumirlo, pero no luchó contra ellas, sino que las disfrutó, gozando de su propia agonía, de su dolor, reconociéndose en él, y, al fin, dominando aquel fuego y haciéndolo suyo, como lo había sido antes del principio de los tiempos, hasta que lo dividieron en dos. Se deleitó con su calor, poseyéndolo, hasta que, finalmente, con un estallido que hizo retorcer su cuerpo, lo venció, incorporándolo a su ser, que se transformó hasta convertirse en el mismo que una vez había sido y que pensaba que jamás podría volver a ser.
Abrió los ojos, desconcertado, y sintió, aferrado al suyo, el cuerpo de Luz, retorcido, agonizando, lleno de dolor.
—¡Sánala! —gritó al arcángel que lo miraba, atónito, sujetando a Luz que temblaba en el suelo, retorciéndose en terribles espasmos—. ¡Rafael, sánala!
—Ella también recordará —musitó el ser sagrado, con la voz alterada—. Si lo hace será condenada. Debes elegir.
Ángel miró a su alrededor, desesperado, en busca de Miguel o de Gabriel o de cualquier ser sagrado que pudiera decirle si realmente Él llevaría tan lejos su condena, pero no encontró más que a sus diablos, retorciéndose aún en el abismo por el efecto del sello sagrado. Los arcángeles, cobardes, habían desaparecido, y sólo Rafael, de nuevo jugándose inútilmente las alas, había permanecido a su lado, sabedor de lo que implicaba la fuerza con la que Gabriel había ejercido el poder de su sello contra él. Observó como el cuerpo de Luz en los brazos de Rafael se relajaba, mientras el arcángel lo miraba, con la conmoción reflejada en el rostro. No había tiempo para escoger ni duda alguna a la que prestar atención, pues, al fin y al cabo, la condena no era para Luz, sino para él, para una de las partes del ser que en un tiempo había sido y que se había rebelado. No habría clemencia para él, fuera en su propio ser o en el que ahora era independiente de él, y esa certeza lo sobrecogió, antes de llenarlo de fuerza y de una nueva esperanza.
—Está bien —dijo, fijando su mirada en Rafael—. Puedo borrar su memoria. No habrá condena si no hay recuerdos. Ni una muerte innecesaria. Ella no recordará nada, ni quién es, ni a mí. Absolutamente nada.
—No funcionará —lo interrumpió el arcángel, que sujetaba con ternura a Luz.
—Tiene que funcionar —dijo, y su voz fue un gruñido que provocó una sacudida en Rafael, evidenciando parte de su recuperando poder—. Es el único modo. Si ella no recuerda nada, puede llegar a ser perdonada. Sólo entonces realmente podré recuperarla.
—Pero es que ella te recordará, Heylel —susurró Rafael, con la vista puesta en Luz—. Tal vez no recuerde quién es, es posible que no recuerde lo ocurrido, pero de una manera u otra recordará que te ama. Y eso es suficiente. Lo ha sido cada vez.
La mente de Ángel quiso encontrar un sentido a aquellas palabras, buscar un recuerdo, una situación anterior, que pudiera hacerle entender lo que decía el arcángel, pero sólo encontró en su pasado el mismo dolor y la misma rabia, la misma tortura eterna que suponía su condena, pero sin rastro alguno que le indicara que en algún momento aquella mujer, con otro cuerpo y otra cara, hubiera estado cerca de él.
—Ella nunca ha olvidado ni ha perdonado. Jamás ha habido en su interior ni un ápice de comprensión hacia Él. Nunca ha recordado, pero tampoco jamás ha creído. Siempre en su interior le ha rechazado y su odio y su rencor se han convertido en una falta absoluta de fe —explicó el arcángel—. Si ella sigue condenada es porque así lo ha decidido, con o sin consciencia de causa. Si en alguna ocasión hubiera albergado un mínimo de fe, una chispa de perdón, de inmediato Él la habría recuperado, porque en ella está la única manera de recuperar la joya de la Creación, el ser más perfecto que jamás ha existido, el mayor logro y el mayor fracaso.
Las palabras de Rafael estaban llenas de una ira antigua que lo sobrecogió, pero enseguida comprendió su dolor. Su rabia acumulada por conocer la condena que pesaba sobre su espíritu sin poder contársela, por la añoranza que sentía de aquellos a los que, aún condenados, seguía considerando sus iguales, se había visto incrementada al entender que el mismo amor por el que él había sido condenado, el mismo que había sido la causa del castigo de los grigoris, estaba a punto también de condenarlo a él a una eterna existencia oscura y apartada del Creador.
—Él anhela recuperar al más perfecto de sus ángeles, al más hermoso y poderoso, pero tú, que sí recordabas lo sucedido aunque no fueras consciente de ello en su totalidad, jamás regresarás a Su lado, porque jamás te someterás. —Rafael suspiró, entristecido—. Ella, la parte más pura que quedó del ser que eras, es Su única esperanza. Pero el amor es demasiado fuerte, Heylel, y contra eso parece que ni Él puede.
—Debo intentarlo —dijo, y todo el dolor y la tristeza se filtraron en su voz mezclándose con la compasión hacia Rafael—. Y tú debes entenderlo. —El arcángel asintió—. Si ella llegara a ser perdonada, si consiguiera que naciera en su interior una mínima gota de fe, podría romper su condena y sólo entonces yo podría soñar con recuperarla. Lo he sabido desde el primer momento, la única manera de estar con ella es que sea ella misma que, una vez en el Paraíso, renuncie por mí a Su Gracia.
—Está bien, hazlo —aceptó el arcángel—. Después yo la sanaré.
Ni toda su concentración fue suficiente para poder decidirse a sellar los labios de Luz y borrar con aquel gesto antiguo sus recuerdos. No podía más que pensar qué sería de ella después, pero el arcángel leyó sus pensamientos y sonrió.