No abras los ojos (14 page)

Read No abras los ojos Online

Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
2.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Historial, colegas, amigos y enemigos de Ashton.

Historial, colegas, amigos y enemigos de Jillian.

Pensó que acordar con Val Perry los términos de su contrato era lo primero, antes de seguir con aquella lista. Posó el bolígrafo sobre la mesa y cogió su teléfono móvil. Lo desviaron directamente al buzón de voz. Dejó su número y un breve mensaje en el que se refirió a posibles próximos pasos.

Perry llamó al cabo de menos de dos minutos. Había una euforia infantil en su voz, además de la clase de intimidad que en ocasiones surge como consecuencia de quitarse un gran peso de encima.

—¡Dave, es fantástico oír su voz ahora! Temía que no quisiera tener nada que ver conmigo después de la forma en que me comporté ayer. Lo siento. Espero no haberle asustado. No lo hice, ¿verdad?

—No se preocupe por eso. Solo quería llamar para decirle lo que estoy dispuesto a hacer.

—Ya veo. —El miedo había hecho bajar un peldaño la euforia.

—Todavía no estoy seguro de si puedo ser de gran ayuda.

—Estoy segura de que puede ser de gran ayuda.

—Aprecio su confianza, pero la cuestión es…

—Disculpe un momento—lo interrumpió Val Perry, luego habló lejos del teléfono—. ¿Puedes esperar un momento? Estoy al teléfono… ¿Qué?… Oh, mierda. Vale. Lo miraré. ¿Qué es? Enséñamelo… ¿Nada más…? Bien… Sí, está bien. ¡Sí!—Luego, de nuevo al teléfono, le dijo a Gurney—: ¡Dios!, contratas a alguien para que haga algo y se convierte en un trabajo a tiempo completo también para ti. ¿La gente no se da cuenta de que los contratas para que hagan ellos el trabajo?—Dejó escapar un suspiro de exasperación—. Lo siento. No debería hacerle perder el tiempo con esto. Es que estoy remodelando la cocina con baldosas especiales hechas a medida en la Provenza, y parece que los problemas entre el instalador y el diseñador de interiores no tienen fin, pero usted no me llama por eso. Lo siento, de verdad, lo siento mucho. Espere. Voy a cerrar la puerta. A lo mejor entienden lo que significa una puerta cerrada. Bueno, estaba empezando a decirme lo que estaba dispuesto a hacer. Por favor, continúe.

—Dos semanas—dijo—. Trabajaré en el caso dos semanas. Lo examinaré, haré lo que pueda, los progresos que pueda hacer en dos semanas.

—¿Por qué solo dos semanas?—Su voz era tensa, como si estuviera tratando de manera consciente de practicar la virtud, ajena a ella, de la paciencia.

¿Por qué? Hasta que Val Perry le planteó esta pregunta obvia, Gurney no había reconocido la dificultad de articular una respuesta sensata. La respuesta real, por supuesto, estaba relacionada con su deseo de mitigar la reacción de Madeleine, no con la naturaleza del caso en sí.

—Porque… dentro de dos semanas, o habré hecho un avance significativo, o… habré demostrado que no soy la persona adecuada para el trabajo.

—Entiendo.

—Mantendré un diario y le facturaré semanalmente a cien dólares la hora, además de los gastos.

—Bien.

—Cualquier gasto importante lo hablaré con usted antes: viajes en avión, cualquier cosa que…

Ella lo interrumpió.

—¿Qué necesita para empezar? ¿Un adelanto? ¿Quiere que firme algo?

—Haré un borrador de contrato y se lo enviaré por correo electrónico. Lo imprime, lo firma, lo escanea y me lo manda otra vez por
mail
. No tengo licencia de investigador privado, así que oficialmente no me contratará como detective, sino como asesor para revisar pruebas y evaluar el estado de la investigación. No necesito dinero por adelantado. Le enviaré una factura dentro de una semana.

—Bien. ¿Qué más?

—Una pregunta, quizá no viene a cuento, pero no me la he quitado de la cabeza desde que vi el vídeo.

—¿Qué?—Había un punto de alarma en la voz de Perry.

—¿Por qué no había ningún amigo de Jillian en la boda?

Ella emitió una risita aguda.

—No había amigos de Jillian en la boda porque Jillian no tenía amigos.

—¿Ninguno?

—Ayer le describí a mi hija. ¿Le asombra que no tuviera amigos? Permítame que le deje una cosa muy clara: mi hija, Jillian Perry, era una sociópata. Una sociópata. —Repitió el término como si estuviera dando clases a un estudiante extranjero—. El concepto de amistad no entraba en su cerebro.

Gurney vaciló antes de continuar.

—Señora Perry, tengo problemas para…

—Val.

—Muy bien. Val, tengo problemas para entender un par de cosas aquí. Me preguntaba…

Ella lo cortó otra vez.

—Se está preguntando por qué demonios estoy tan decidida a… llevar a la justicia… al asesino de una hija a la que obviamente no soportaba.

—Más o menos.

—Dos respuestas. Porque soy así y ¡no es asunto suyo!—Hizo una pausa—. Y quizás haya una tercera respuesta. Fui una mala madre, muy mala, cuando Jilli era una niña. Y ahora…, mierda…, no importa. Volvamos a que no es asunto suyo.

17
A la sombra de la zorra

E
n los últimos cuatro meses, apenas había pensado en la otra: la de justo antes de la zorra de Perry, la de poca importancia en comparación, la que quedó eclipsada, la que nadie había descubierto todavía, aquella cuya fama todavía estaba por llegar, aquella cuya eliminación había sido, en parte, una cuestión de conveniencia. Algunos podrían decir que fue únicamente una cuestión de conveniencia, pero se equivocarían. Su final fue bien merecido, por todas las razones que condenaban a las que eran como ella
.

La mácula de Eva
,

corazón podrido
,

lleno de surcos
,

corazón de zorra
,

zorra de corazón
,

sudor en el labio superior
,

gruñidos de cerdo
,

gritos espantosos
,

labios separados
,

labios lascivos
,

labios que devoran
,

lengua húmeda
,

serpiente que se desliza
,

piernas que envuelven
,

piel resbaladiza
,

fluidos repugnantes
,

baba de caracol
.

Limpiada por la muerte
,

desvanecida por la muerte
,

miembros húmedos secados por la muerte
,

purificación por desecación
,

seca como el polvo
.

Inofensiva como una momia
.

¡Vaya con Dios
!

Sonrió. Debía pensar en ella más a menudo, para mantener viva su muerte
.

18
Los vecinos de Ashton

A
las diez de la mañana, Gurney había enviado a Val Perry una propuesta de contrato y había marcado los tres números de Scott Ashton que ella le había dado—el de su casa, el móvil personal y el de la Academia Residencial de Mapleshade—, para intentar concertar una reunión. Había dejado mensajes en el buzón de voz en los dos primeros, y un tercer mensaje a una asistente que se identificó solo como señora Liston.

A las 10.30, Ashton le devolvió la llamada, dijo que había recibido los tres mensajes más uno de Val Perry en el que le explicaba el papel de Gurney.

—Me ha dicho que quiere hablar conmigo.

Su voz, conocida por el vídeo, parecía más sonora y más suave por teléfono, con una calidez impersonal, como una voz de anuncio de producto caro; muy adecuada para un psiquiatra famoso, pensó Gurney.

—Así es, señor—dijo—. En cuanto a usted le venga bien.

—¿Hoy?

—Hoy sería ideal.

—En la academia a mediodía o en mi casa a las dos. Usted decide.

Gurney eligió lo segundo. Si salía para Tambury inmediatamente, tendría tiempo para dar una vuelta, formarse una idea de la zona, de la calle de Ashton en particular, quizá para hablar con un vecino o dos. Se acercó a la mesa, cogió la lista de entrevistas del DIC que le había proporcionado Hardwick e hizo una marca con lápiz al lado de cada nombre con dirección en Badger Lane. De la misma pila, eligió la carpeta «Resúmenes de interrogatorios» y se dirigió a su coche.

El pueblo de Tambury debía en parte su carácter aletargado y recluido al hecho de haber crecido en torno a un cruce de dos carreteras del siglo XIX que habían sido circunvaladas por carreteras más modernas, lo cual normalmente produce un declive económico. No obstante, la situación de Tambury en un valle elevado de la cara norte de las montañas y con vistas de postal en las cuatro direcciones la había salvado. La combinación de la paz de lugar apartado y una gran belleza lo convertía en una localidad atractiva para ricos jubilados y propietarios de segundas residencias.

Sin embargo, no toda la población encajaba en esa descripción. La antigua granja láctea de Calvin Harlen, ahora destartalada y rodeada de maleza, se hallaba en un rincón de Higgles Road y Badger Lane. Apenas pasaba de mediodía cuando la voz clara de bibliotecaria del GPS de Gurney leyó el tramo final de su trayecto de una hora y cuarto desde Walnut Crossing. Aparcó en el lado norte de Higgles Road y miró la propiedad derruida, cuyo rasgo más característico era una montaña de tres metros de estiércol, coronada por monstruosas malas hierbas, apilada junto a un granero que se inclinaba de manera imponente hacia ella. Al fondo, hundiéndose en un campo lleno de maleza, se extendía una línea irregular de coches oxidados puntuada por un autobús escolar amarillo sin ninguna rueda.

Gurney abrió su carpeta de resúmenes de interrogatorios y colocó uno encima. Leyó:

Calvin Harlen. Edad 39. Divorciado. Autónomo, trabajos esporádicos (reparaciones domésticas, segar el césped, barrer la nieve, despiece de ciervos en temporada, taxidermia). Trabajo de mantenimiento general para Scott Ashton hasta la llegada de Héctor Flores, que se hizo cargo de sus labores. Asegura que tenía un contrato verbal con Ashton que este rompió. Afirma (sin datos que lo apoyen) que Flores era un extranjero ilegal,
gay
, seropositivo, adicto al crac. Se refirió a él como «hispano repugnante», a Ashton como «mentiroso de mierda», a Jillian Perry como «zorra mocosa» y a Kiki Muller como «zorra de hispanos». Ningún conocimiento del homicidio, sucesos relacionados o localización del sospechoso. Asegura que la tarde del homicidio estaba trabajando en su granero, solo.

El sujeto tiene escasa credibilidad. Inestable. Antecedentes por detenciones múltiples en un periodo de veinte años por cheques sin fondos, violencia doméstica, alcoholismo y desorden público, acoso, amenazas, asalto. (
Véase informe unificado de antecedentes adjunto
.)

Gurney cerró la carpeta y la puso en el asiento del pasajero. Aparentemente la vida de Calvin Harlen había sido una audición prolongada para el papel de paleto blanco ideal.

Dave Gurney bajó del coche, lo cerró y cruzó la carretera sin tráfico hasta una extensión de tierra llena de surcos que servía como una especie de camino de entrada a la propiedad. Este se bifurcaba en dos sendas no muy bien definidas, separadas por un triángulo de hierba raquítica: una hacia la pila de estiércol y el granero a la derecha; la otra a la izquierda, hacia una casa maltrecha de dos plantas. Habían pasado tantas décadas desde la última vez que la habían pintado que los retazos de pintura en la madera podrida ya no tenían un color definido. El techo del porche se aguantaba sobre unos cuantos postes de cuatro por cuatro más recientes que la casa, pero que distaban mucho de ser nuevos. En uno de los postes había un letrero de contrachapado que anunciaba «Despiece de ciervos» en rojo, goteando, con letras pintadas a mano.

Desde dentro de la casa se oyó el estallido del ladrido frenético de al menos dos perros que parecían grandes. Gurney esperó para ver si el estruendo llevaba a alguien a la puerta.

Un hombre salió del granero, o al menos de algún lugar situado de detrás de la pila de estiércol: delgado, ajado, con la cabeza afeitada, que sostenía lo que parecía ser, o un destornillador muy fino, o un picahielos.

—¿Has perdido algo?—Estaba sonriendo como si la pregunta fuera un chiste inteligente.

—¿Que si he perdido algo?—dijo Gurney.

—¿Dices que estás perdido?

Fuera cual fuese aquel juego, el hombre delgado parecía estar pasándoselo muy bien.

Gurney tenía ganas de tirarlo al suelo para que fuera él el que se preguntara cuál era el juego.

—Conozco a alguna gente con perros—dijo Gurney—. Si es la clase adecuada de perro, puedes ganar mucho dinero. Si no, tienes mala suerte.

—¡Cierra el pico!

Gurney necesitó un segundo o dos—y el repentino final de los ladridos en la casa—para darse cuenta de a quién le había gritado el hombre flaco.

Sabía que aquello podía volverse peligroso, que todavía tenía la opción de alejarse, pero quería quedarse, sentía el lunático impulso de discutir con aquel lunático. Empezó a estudiar el suelo que le rodeaba y cogió una pequeña piedra oval del tamaño del huevo de un petirrojo. La masajeó lentamente entre las palmas como para calentarla, la hizo girar en el aire como si fuera una moneda, la cogió y cerró el puño en torno a ella.

—¿Qué coño estás haciendo?—preguntó el hombre, dando una pasito para acercarse.

—Chis—dijo Gurney con suavidad. Dedo por dedo, fue abriendo poco a poco el puño, examinó la piedra de cerca, sonrió y la lanzó por encima del hombro.

—¿Qué coño…?

Other books

Fungus of the Heart by Jeremy C. Shipp
All Fall Down by Carter, Ally
2 Grand Delusion by Matt Witten
The Primrose Path by Barbara Metzger
Seduction (Club Destiny) by Edwards, Nicole
The Pleasure Tube by Robert Onopa
Reeva: A Mother's Story by June Steenkamp
Orphan X: A Novel by Gregg Hurwitz