No abras los ojos (15 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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—Lo siento, Calvin, no quería ofenderte. Es así como tomo las decisiones, y me hace falta concentración.

Los ojos del hombre se agrandaron.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Todo el mundo te conoce, Calvin. ¿O prefieres que te llame señor Hard-On
*
?

—¿Qué?

—Calvin, pues. Más sencillo. Más bonito.

—¿Quién coño eres? ¿Qué quieres?

—Quiero saber dónde puedo encontrar a Héctor Flores.

—Héc… ¿Qué?

—Lo estoy buscando, Calvin. Voy a encontrarlo. Pensaba que podrías ayudarme.

—¿Cómo coño…? ¿Quién…? No serás poli, ¿no?

Gurney no dijo nada, solo dejó que su expresión adquiriera su mejor imitación de un asesino despiadado. La expresión de hombre de hielo pareció fascinar a Harlen, e hizo que abriera un poco más los ojos.

—Flores, el hispano, ¿a ese estás buscando?

—¿Puedes ayudarme, Calvin?

—No lo sé, ¿cómo?

—Quizá podrías simplemente contarme todo lo que sabes sobre nuestro amigo común. —Gurney hizo inflexión en las últimas tres palabras con una amenaza tan irónica que por un segundo temió que se había pasado. Pero la sonrisa inane de Harlen eliminó el miedo de que algo pudiera ser exagerado con ese tipo.

—Sí, claro, ¿por qué no? ¿Qué quieres saber?

—Para empezar, ¿sabes de dónde vino?

—De la parada de autobús en el pueblo donde venían esos hispanos, por ahí. Holgazanean—dijo, haciéndolo sonar como si fuera un término legal para referirse a masturbarse en público.

—¿Y antes de eso? ¿Sabes de dónde vino originalmente?

—De algún estercolero mexicano, de donde coño salgan.

—¿Nunca te lo dijo?

Harlen negó con la cabeza.

—¿Alguna vez te dijo algo?

—¿Como qué?

—Lo que sea. ¿Alguna vez hablaste con él?

—Una vez. Por teléfono. Y es otra razón por la que sé que es un mentiroso. El pasado…, no sé, octubre, noviembre. Llamé al doctor Ashton por lo de barrer la nieve, pero el hispano cogió el teléfono y quería saber qué deseaba yo. Le digo que quiero hablar con el doctor, ¿por qué coño tenía que hablar con él? Me suelta que tenía que decirle de qué quería hablar y que él se lo contaría al doctor. Le digo que no llamaba para hablar con él, que se fuera a tomar por culo. ¿Quién coño cree que es? Estos cabrones mexicanos han venido aquí con su puta gripe porcina, el sida y la lepra de mierda, se llevan los seguros, roban trabajos, no pagan impuestos, nada, putos enfermos estúpidos. Si vuelvo a ver ese cerdo cabrón, le meteré un tiro en la cabeza. No, primero le volaré los cojones.

En medio de la perorata de Harlen, uno de los perros de la casa empezó a ladrar otra vez. Harlen se volvió a un lado, escupió en el suelo, negó con la cabeza, gritó:

—Cierra la boca.

Los ladridos se detuvieron.

—¿Has dicho que había otra razón por la que sabías que era un mentiroso?

—¿Qué?

—Has dicho que hablar con Flores por teléfono era otra razón por la que sabías que era un mentiroso.

—Exacto.

—¿Mentiroso por qué?

—Vino un capullo que no hablaba ni una puta palabra en inglés. Al año siguiente hablaba como un puto, como un puto, no sé…, pero lo sabe todo.

—Sí, ¿y qué supusiste, Calvin?

—Supuse que a lo mejor era todo mentira, ¿lo pillas?

—Cuéntame.

—Joder, nadie aprende inglés tan deprisa.

—¿Crees que, en realidad, no era mexicano?

—Solo digo que era un peliculero, que buscaba alguna cosa.

—¿Qué estás diciendo?

—Está clarísimo, tío. Si es tan listo ¿por qué coño vino a la casa del doctor a preguntar si podía barrer las hojas? Tenía un plan, joder.

—Es interesante, Calvin. Eres un tipo brillante. Me gusta tu forma de pensar.

Harlen asintió, luego volvió a escupir en el suelo como para hacer hincapié en que estaba de acuerdo con el cumplido.

—Y hay otra cosa. —Bajó la voz a un tono de conspiración—. Ese hispano nunca te dejaba que le vieras la cara. Siempre llevaba uno de esos sombreros de rodeo y gafas de sol. ¿Sabes lo que estoy pensando? Pienso que temía que lo vieran, siempre escondido en la casa grande o en esa puta casa de muñecas. Igual que la zorra.

—¿De qué zorra hablas?

—La zorra a la que le cortaron la cabeza. Te adelantaba en la carretera y apartaba la vista como si fueras un mierda. Como si fueras un perro muerto, ¡la muy zorra! Así que me parece que a lo mejor tenía algo en la recámara, eso es, ella y el señor cerdo. Los dos eran demasiado culpables para mirar a nadie a los ojos. Así que estoy pensando, eh, un momento, a lo mejor era más que eso. Quizás el hispano no quiere que lo identifiquen. ¿Alguna vez has pensado en eso?

Cuando Gurney concluyó la entrevista, dándole las gracias a Harlen y diciéndole que estarían en contacto, no estaba seguro de qué había averiguado ni de si podría merecer la pena. Si Ashton había empezado a emplear a Flores en lugar de a Harlen para hacer trabajos en su propiedad, este sin duda tendría un gran resentimiento, y todo el resto, toda la bilis que Harlen había estado escupiendo, podría surgir directamente del golpe a su cartera y a su orgullo. O quizás había algo más. Tal vez, como había asegurado Hardwick, toda la situación tenía capas ocultas, no era lo que parecía en absoluto.

Gurney volvió a su coche en el arcén de Higgles Road y escribió tres notas breves para él en un pequeño bloc de espiral:

¿Flores no es quien dice ser? ¿No es mexicano?

¿Flores teme que Harlen lo reconozca del pasado? ¿O teme que Harlen pueda identificarlo en el futuro? ¿Por qué, si Ashton podría identificarlo?

¿Alguna prueba de una aventura entre Flores y Jillian? ¿Alguna relación anterior entre ellos? ¿Algún motivo para el asesinato anterior a Tambury?

Contempló con escepticismo sus propias preguntas, dudando de que alguna de ellas condujera a un hallazgo útil. Calvin Harlen, enfadado y paranoico, no era una fuente fiable.

Miró el reloj del salpicadero: la una del mediodía. Si se saltaba la comida, tendría tiempo para una entrevista más antes de su cita con Ashton.

La propiedad de los Muller era la penúltima de Badger Lane, justo antes del paraíso ajardinado de Ashton. Estaba a un mundo de distancia del antro de Harlen en la esquina de Higgles Road.

Gurney aparcó nada más pasar un buzón de correos en el que constaba la dirección de Carl Muller que había leído en su hoja maestra de entrevistas. La casa era muy grande, de estilo colonial, con los clásicos ribetes y contraventanas negras, apartada de la calle. A diferencia de las viviendas meticulosamente cuidadas que la precedían, tenía una sutil aura de desatención: una contraventana un poco torcida, una rama rota caída en el césped delantero, hierba descuidada, hojas caídas apelmazadas en el sendero, una silla plegable patas arriba que el viento había arrastrado hasta un sendero de ladrillos junto a la puerta lateral.

De pie junto a la puerta delantera de paneles, oyó música que sonaba apagada en algún lugar del interior. No había timbre, solo un antiguo llamador de cobre que Gurney usó varias veces con impactos crecientes antes de que la puerta se abriera por fin.

El hombre que apareció delante de él no tenía buen aspecto. Calculó que su edad estaría en algún lugar entre los cuarenta y cinco y los sesenta, en función de qué parte de su aspecto fuera atribuible a la enfermedad. Su cabello lacio hacía juego con el color beis grisáceo de su cárdigan.

—Hola—dijo sin el menor atisbo de saludo o curiosidad.

A Gurney le impactó la extraña manera en la que ese hombre hablaba con un desconocido.

—¿Señor Muller?

El hombre pestañeó, parecía que estaba escuchando una reproducción grabada de la pregunta.

—Soy Carl Muller. —Su voz tenía el carácter pálido y atonal de su piel.

—Me llamo Dave Gurney, señor. Participo en la búsqueda de Héctor Flores. Me preguntaba si podría concederme un minuto o dos de su tiempo.

La reproducción de la cinta tardó más esta vez.

—¿Ahora?

—Si es posible, señor. Sería muy útil.

Muller asintió lentamente. Retrocedió e hizo un gesto vago con la mano.

Gurney entró en el oscuro vestíbulo central de una casa del siglo XIX, bien conservada con suelo de planchas anchas y con bastantes elementos de la carpintería original. Oyó de manera más identificable la música que había oído amortiguada antes de entrar. Era
Adeste fideles
, extrañamente fuera de estación, y parecía proceder del sótano.

Había también otro sonido, una especie de zumbido rítmico y bajo, también procedente de algún lugar situado debajo de ellos. A la izquierda de Gurney, una puerta de doble hoja conducía a un comedor formal con una chimenea enorme. Delante de él, el amplio pasillo se extendía hasta la parte de atrás de la casa, donde una puerta con paneles de cristal daba a lo que parecía un jardín sin fin. A un lado del pasillo, una amplia escalera con una elaborada balaustrada conducía al segundo piso. A su derecha había un salón anticuado amueblado con sofás mullidos y sillones y mesas antiguas y aparadores sobre los que colgaban paisajes marinos al estilo de Winslow. La impresión de Gurney era que el interior de la casa estaba mejor cuidado que el exterior. Muller sonrió completamente alelado, como si esperara que le dijeran qué hacer a continuación.

—Una casa encantadora—dijo Gurney con amabilidad—. Parece muy confortable. Quizá podamos sentarnos un momento y hablar.

Una vez más ese tono extraño:

—Muy bien.

Al ver que Muller no se movía, Gurney hizo un gesto inquisitivo hacia el salón.

—Por supuesto—dijo Muller, pestañeando como si acabara de despertarse—. ¿Cómo ha dicho que se llama?—Sin esperar una respuesta, caminó hacia un par de sillones enfrentados situados delante de la chimenea—. Así pues—dijo como si tal cosa cuando ambos se sentaron—, ¿de qué se trata?

El tono de la pregunta sonó rara, despistada, como todo lo demás en Carl Muller. A menos que el hombre tuviera alguna tendencia inherente a la confusión—poco probable en la rigurosa profesión de la ingeniería naval—, la explicación tenía que ser alguna forma de medicación, quizá comprensible en el periodo subsiguiente a que su esposa desapareciera con un asesino.

Quizá por la posición de los conductos de calefacción, Gurney notó que los compases del
Adeste fideles
y el tenue zumbido que subía y bajaba era más audible en esa sala que en el pasillo. Estuvo tentado de preguntar por ello, pero pensó que sería mejor permanecer concentrado en lo que verdaderamente quería saber.

—Es usted detective—dijo Muller; una afirmación, no una pregunta.

Gurney sonrió.

—No lo entretendré mucho, señor. Solo hay unas pocas cosas que quiero preguntarle.

—Carl.

—¿Disculpe?

—Carl. —Estaba mirando a la chimenea, hablando como si las cenizas del último fuego hubieran nublado su memoria—. Me llamo Carl.

—Vale, Carl. Primera pregunta—dijo Gurney—: antes del día de su desaparición, ¿la señora Muller había tenido algún contacto con Héctor Flores del que tuviera constancia?

—Kiki—dijo, otra revelación desde las cenizas.

Gurney repitió su pregunta.

—¿Lo tendría, no? ¿Dadas las circunstancias?

—Las circunstancias eran…

Muller cerró y abrió los ojos en un proceso demasiado letárgico para describirlo como un pestañeo.

—Sus sesiones de terapia.

—¿Sesiones de terapia? ¿Con quién?

Muller miró a Gurney por primera vez desde que había entrado en la habitación, pestañeando más deprisa ahora.

—Con el doctor Ashton.

—¿El doctor tiene una consulta en su casa? ¿En la puerta de al lado?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo había estado viéndolo?

—Seis meses. Un año. ¿Menos? ¿Más? No me acuerdo.

—¿Cuándo fue su última sesión?

—El martes. Eran siempre los martes.

Por un momento, Gurney estaba desconcertado.

—¿Se refiere al martes antes de que desapareciera?

—Exacto, el martes.

—¿Y cree que la señora Muller, Kiki, habría tenido contacto con Flores cuando se presentó en la consulta de Ashton?

Muller no respondió. Su mirada había regresado a la chimenea.

—¿Alguna vez habló de él?

—¿De quién?

—De Héctor Flores.

—No era la clase de persona de la que hubiéramos hablado.

—¿Qué clase de persona era él?

Muller murmuró una sonrisita sin humor y negó con la cabeza.

—Sería obvio, ¿no?

—¿Obvio?

—Por su nombre—dijo Muller con repentino e intenso desdén. Todavía estaba mirando a la chimenea.

—¿Un nombre español?

—Son todos iguales. Salta a la vista, joder. Están apuñalando a nuestro país por la espalda.

—¿Los mexicanos?

—Los mexicanos son solo la punta del cuchillo.

—¿Esa es la clase de persona que era Héctor?

—¿Ha estado alguna vez en esos países?

—¿Países latinos?

—Los países con climas cálidos.

—No puedo decir que haya ido, Carl.

—Sitios sucios, todos y cada uno de ellos: México, Nicaragua, Colombia, Brasil… Todos y cada uno de ellos, sucios.

—¿Como Héctor?

—¡Sucios!

Muller miró la rejilla de hierro cubierta de cenizas como si estuviera mostrando imágenes exasperantes de esa suciedad.

Gurney se quedó sentado en silencio durante un minuto, esperando a que la tormenta amainara. Observó los hombros del hombre relajándose lentamente, aferrándose con menos fuerza a los brazos de la silla, cerrando los ojos.

—¿Carl?

—¿Sí?—Muller reabrió los ojos. Su expresión se había tornado asombrosamente anodina.

Gurney habló con voz suave.

—¿Alguna vez ha tenido constancia de que algo inapropiado podría haber estado pasando entre su mujer y Héctor Flores?

Muller parecía perplejo.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—¿Mi nombre? Dave. Dave Gurney.

—¿Dave? ¡Qué curiosa coincidencia! ¿Sabe cuál es mi segundo nombre?

—No, Carl, no lo sé.

—Carl David Muller. —Miró a media distancia —. «Carl David», me llamaba mi madre. «Carl David Muller, vete a tu habitación. Carl David Muller, será mejor que te portes bien o Santa Claus podría perder tu lista de Navidad. Has oído lo que te digo, Carl David.»

Se levantó de su silla, enderezó la espalda y entonó las palabras en la voz de una mujer—«Carl David Muller»—, como si el nombre y la voz tuvieran el poder de romper la barrera con otro mundo. Se fue de la sala.

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