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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (19 page)

BOOK: Nadie lo ha oído
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—¿Eran aburridos los conferenciantes?

Se daba cuenta de que todo su rostro era una inmensa sonrisa.

Emma extendió los brazos en un gesto amplio.

—Seguro que eran brillantes, supercarismáticos y que estaban inspirados. Los demás estaban muy contentos. Pero a mí no me ha servido de nada. Yo sólo estaba sentada pensando en ti y echándote de menos.

Sus manos se encontraron sobre la mesa y Johan no se cansaba de mirarla.

«Así podríamos estar siempre», pensó. En el dedo anular izquierdo de ella brillaba su alianza, como un recordatorio de que sólo la tenía de prestado. Justo cuando acababan de servirles la comida sonó su móvil. Inmediatamente dedujo que era Olle.

—Sí, ha estado bien —dijo ella—. Unos ponentes muy interesantes. Mmm. Ahora estoy tomando un vino con Viveka. Mmm. Vamos a ir enseguida. La cena no empieza hasta las ocho.

Emma miró a Johan. De pronto se dibujó en su rostro un gesto de preocupación.

—¿Sí, qué tiene? No, qué mala suerte. ¿Cuándo empezó? Mmm. ¿Cuántos grados? ¡No me digas! Intenta hacerle beber… ¿También vomita? Normal, tenía que ponerse enfermo cuando yo no estoy en casa. Tú ibas a jugar un partido mañana por la mañana, ¿no? Ah, sí… de acuerdo. ¿Sara y tú no os sentís mal? Si sigue así tendrás que darle suero fisiológico. ¿Hay en casa? Mmm. Espero que puedas dormir algo esta noche.

—Era Olle —aclaró de forma absolutamente innecesaria—. Filip tiene gastroenteritis, ha estado toda la tarde vomitando.

Emma tomó un trago de vino y miró a través de la ventana. Una mirada rápida, pero suficiente para que Johan se diera cuenta de que las cosas eran más complicadas de lo que él quería creer. Ella tenía unos hijos con su marido y nadie podía quitarles eso. Johan la había estado observando mientras hablaba por teléfono y se había dado cuenta de lo ajeno que era. ¿Qué sabía él de enfermedades infantiles? Ni siquiera conocía a los hijos de Emma. No tenían ninguna relación con él.

T
ras la cena quiso enseñarle a Emma los alrededores. Había dejado de llover y bajaron paseando hasta la orilla de Hornstull, pasaron a la isla de Reimersholme y llegaron hasta la de Långholmen. Aunque era de noche, cruzaron Suckarnasbro (el puente de los Suspiros), siguieron el camino que pasaba junto al viejo astillero de Mälarvarvet y volvieron a la orilla. Las luces de Gamla Stan, Stadshuset y Norr Mälarstrand se reflejaban en el agua.

Se sentaron en un banco.

—Estocolmo es tan condenadamente bello —suspiró Emma—. El agua hace que uno no tenga la sensación de encontrarse en una gran ciudad, aunque haya tanta gente. Realmente podría plantearme vivir aquí.

—¿De verdad?

—Sí, siento tanta envidia cuando me hablas de todo lo que pasa aquí. Toda la gente, los teatros, los acontecimientos culturales. La verdad es que algunas veces pienso en lo que me pierdo estando en Gotland. Aquello es bonito, pero no pasa nada. Y el hecho de poder ser una persona anónima. Aquí puedes sentarte en un café sin que nadie te reconozca. Formar parte de todo lo demás. Mirar a la gente y distraerse. Y el tráfico no me parece tan terrible. Tiene que ser el agua —aseguró Emma contemplando el espejo oscuro de Riddarfjärden.

—Sí, adoro esta ciudad, siempre lo haré.

—Y a pesar de eso, ¿estarías dispuesto a irte a vivir a Gotland? —dijo ella mirándolo.

—Por ti haría cualquier cosa. Cualquier cosa.

C
uando llegaron al apartamento y se acostaron como una pareja normal, Johan experimentó una sensación de irrealidad, y de felicidad. Así deberían de poder irse a la cama todas las noches.

Sábado 24 de Noviembre

E
l sábado amaneció con aguanieve, viento y un par de grados de temperatura. Knutas había preparado el desayuno con los niños y habían colocado un ramo de flores en la mesa en el sitio donde se sentaba su mujer. Se habían repartido los regalos de cumpleaños de Line, y se aclararon la garganta para ver si con sus broncas voces mañaneras eran capaces de cantarle cumpleaños feliz. Empezaron a cantar al subir la escalera: «Cumpleaños feliz», en diferentes entonaciones.

Line se sentó en la cama medio dormida con su cabello pelirrojo y rizado alrededor de la cabeza como una nube. Dibujó una amplia sonrisa y miró encantada los regalos. A Line le gustaban los regalos como a una niña y empezó con los de Petra y Nils: un libro, un pintauñas, un calendario con guapos bomberos que sostenían gatitos. Line, de joven, había estado prometida con un bombero. Sus hijos solían bromear con ella diciéndole que lo suyo era debilidad por los hombres con uniforme. El regalo de su marido lo dejó para el final. Knutas observaba a su mujer con gran expectación. Le había costado mucho encontrar algo, pero había tenido una idea estupenda. Había una cosa que sabía que ella quería de verdad. Pese a las innumerables dietas de adelgazamiento que había seguido y a los intentos poco entusiastas de empezar a hacer ejercicio, no había conseguido bajar de peso. Por lo tanto, Knutas había llenado un paquete con todo aquello que pudiera ayudarla a conseguirlo. Una tarjeta de un año de duración para un gimnasio de Visby, una comba y pesas para entrenar en casa, y un paquete de introducción para acudir a Natur House.

Cuando Line supo en qué consistía su regalo, su rostro se ensombreció y le aparecieron unas manchas rojas en el cuello. Levantó despacio la cabeza y se encontró con la mirada de su marido.

—¿Qué significa esto?

Sus ojos se afilaron.

—¿Qué quieres decir? —tartamudeó inseguro, y empezó a recitar todas las ventajas de su obsequio—. Dices que quieres adelgazar, aquí tienes todo lo que puedas desear. Si un día no tienes tiempo para ir al gimnasio, puedes entrenar en casa, y Natur House tiene una reunión para los nuevos socios el martes en la escuela Säveskolan. Además, incluye un instructor las cinco primeras veces que vayas al gimnasio, para que aprendas a usar correctamente los diferentes aparatos.

Knutas señalaba entusiasta el folleto que iba grapado a la tarjeta regalo.

—O sea, ¿que te parece que estoy demasiado gorda, que ya no soy atractiva? ¿Por eso me has regalado todas esas cosas? ¿Porque quieres que tenga las carnes más firmes?

Line se sentó tiesa como un palo en la cama y alzó la voz todo lo que pudo. Los niños los miraban asustados.

—Pero ¿qué dices?, pero si no dejas de hablar de que quieres adelgazar. Yo sólo quería ayudarte a empezar.

—¿Es eso lo que una desea el día de su cumpleaños? ¿Que le recuerden lo gorda que está? ¿No puede una disfrutar al menos el día de su cumpleaños?

Había alzado la voz y brotaron las lágrimas. Los niños optaron por salir de la habitación.

Knutas se enfadó.

—¡Hay que joderse! Primero te quejas de que estás demasiado gorda y cuando te regalo cosas que pueden ayudarte a perder algún kilo te enfadas. ¡No hay quien te entienda!

Bajó la escalera pesadamente, empezó a hacer ruido con el desayuno, y llamó a Line.

—Pasa de ello, lo devolveré. ¡Olvídate de todo!

Llamó a los niños.

—¡El desayuno está listo para todo el que quiera desayunar!

—¿Y tú?, ¿has pensado qué aspecto tienes? —gritó Line desde la escalera—. Te puedo comprar un aparato de musculación para los brazos de regalo de Navidad. Y, quizá un poco de Viagra, ¡que no te vendría mal!

Knutas no se molestó en contestar. Podía oír a Line que seguía murmurando enfadada en el piso de arriba. A veces acababa completamente harto de su temperamento.

Los niños bajaron y se comieron sus cereales en silencio. Knutas manchó de café el mantel de la mesa, pero no hizo caso. Miró a Petra y a Nils. Los tres menearon la cabeza en señal de acuerdo. La reacción era lo que no comprendía nadie.

—Sube a hablar con mamá —dijo Petra después de un rato—. Que es su cumpleaños.

Knutas suspiró, pero siguió el consejo de su hija. Un cuarto de hora después había conseguido convencer a su mujer de que no estaba demasiado gorda en absoluto, que la quería tal como era y ni siquiera estaba un poco fuerte. ¡Qué va!

P
or primera vez tenía miedo de él. Todo comenzó cuando descubrió las cicatrices de los cortes.

Habían vuelto a hacerlo, en su sitio secreto. Como siempre, la relación sexual entre ellos significaba un suplicio para Fanny. Una mezcla violenta de dolor y malestar. Era como si ella disfrutara castigándose a sí misma. Cuando terminó y estaba descansando a su lado, le tomó las muñecas.

—¿Qué es esto? —inquirió sentándose en el sofá.

—Nada.

Ella retiró la mano.

Le agarró las dos manos y las colocó delante de él.

—¿Has intentado suicidarte?

—No —dijo avergonzada—. Sólo me he cortado un poco.

—Joder, ¿y eso por qué? ¿Es que estás mal de la cabeza?

—No, pero si no es nada.

Trató de soltarse de sus manos, pero no lo consiguió.

—¿Te has lesionado porque es divertido, sencillamente?

—No, es una cosa que hago sin más. La llevo haciendo varios años, no puedo evitarlo.

—¿Es que te has vuelto loca?

—Sí, a lo mejor es eso.

Fanny intentó reírse, pero la risa se le quedó trabada en la garganta. El miedo le bloqueó el camino.

—Como comprenderás, no puedes seguir haciendo esto. ¿Has pensado en lo que pasará si lo descubre alguien? Tu madre o algún profesor en la escuela, ¡sí, cualquiera! Entonces comenzarán a hacerte un montón de preguntas. Y puede que no seas capaz de guardar silencio acerca de lo nuestro. Pueden manipularte y engañarte para que lo cuentes. ¡Igual te ponen en manos de psicólogos y toda esa basura!

Había alzado tanto la voz que estaba gritando. De sus labios salían despedidas gotas de saliva. De pronto le pareció peligroso, imprevisible. Se apretó con fuerza la manta contra el cuerpo y lo miró atemorizada.

—Nadie lo notará —argumentó en voz baja.

—Ya, eso es lo que tú crees. Sólo es cuestión de tiempo el que alguien descubra esas heridas. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes?

Le clavó los ojos, negros de ira.

—Sí, lo prometo. No lo haré más.

El hombre meneó la cabeza y desapareció en el cuarto de baño. Fanny permaneció sentada en el sofá, incapaz de moverse, presa del pánico. Cuando volvió, se había tranquilizado. Se sentó a su lado y le acarició el brazo.

—No puedes seguir haciendo esto —le dijo con voz suave—. Te puedes hacer daño de verdad. Me preocupo por ti, ¿lo entiendes?

—Sí —dijo, y sintió el escozor de las lágrimas en el interior de los párpados.

—¡Vamos! ¡Vamos! —la consoló—. No quería ser tan duro. Me he asustado al ver las cicatrices, y tengo miedo de perderte. Estoy preocupado de que puedas llegar a hacerte daño de verdad. No quiero volver a verlas más, ¿de acuerdo?

La sostuvo con suavidad la barbilla y la miró profundamente a los ojos.

—Prométemelo, princesita mía.

Ella se estremeció por dentro y asintió obediente.

De vuelta en el coche estaba segura de que no quería volver a verlo nunca más. Iba dándole vueltas en la cabeza una y otra vez pensando en cómo decírselo. Iba repitiendo para sus adentros las frases como un disco rayado.

Se paró, como solía hacer, una manzana antes de la casa de Fanny y apagó el motor. Quería que ella se sentara en el asiento de delante para el acostumbrado abrazo de despedida. Ahora siempre tenía que sentarse en el asiento trasero, porque tenía miedo de que los vieran.

Cuando él le puso la nariz entre los pechos, se armó de valor.

—Va a ser mejor que no nos veamos más.

Él levantó la cabeza lentamente.

—¿Qué has dicho?

—Que no quiero que nos veamos más. Que tenemos que acabar con esto.

Sus ojos se oscurecieron y dijo con voz destemplada:

—¿Por qué dices eso?

—Porque yo ya no quiero —dijo Fanny con la voz entrecortada—. No quiero seguir.

—¿Qué cojones estás diciendo? —bufó el hombre—. ¡No quiero! ¿De qué estás hablando? ¿Qué es eso de que no quieres? ¡Somos tú y yo!

—Pero yo no quiero que nos veamos más. Se acabó.

Sólo quería salir del coche. Su tono agresivo la asustó. Trató de abrir la puerta.

—Oye, putita, ¿quién demonios te crees que eres?

Se echó sobre ella y la agarró con fuerza de los brazos. Con la boca apretada contra su oreja le soltó gruñendo:

—¿Te piensas que puedes dejarlo conmigo, sin más? Ándate con mucho cuidado porque te la estás jugando. No te vayas a creer que puedes llegar y poner condiciones. Puedo hacer que no vuelvas a poner el pie en las cuadras nunca más, ¿lo entiendes? Una palabra mía y no podrás volver a aparecer por allí, ¿es eso lo que quieres?

Intentó soltarse de sus brazos.

—Que te quede bien clara una cosa, nuestra relación se terminará cuando yo diga que se termina. Y ni una palabra de esto a nadie, porque entonces ya puedes decir adiós a las cuadras para siempre. ¡Que no se te olvide!

La apartó de un empujón. Sollozando, Fanny consiguió abrir la puerta del coche y se precipitó fuera.

Arrancó bruscamente y desapareció. Lo último que oyó fue el chirrido de los neumáticos cuando dobló la esquina.

E
mma miró a su marido mientras tomaban una copa de vino. Se habían quedado sentados charlando después de cenar como solían hacer los fines de semana por la tarde. Los niños miraban el programa
Pequeñas estrellas
en la tele, tan contentos con su Coca-Cola y un cuenco grande de palomitas. Olle parecía satisfecho. ¿No sospecharía nada, realmente?

Le llenó el vaso a su mujer. «Es absurdo —pensó ésta—. Ayer estaba sentada de la misma manera con Johan».

—Qué buena estaba la cena —dijo él.

Emma había preparado unos filetes rusos de carne picada de cordero con salsa de yogur y había hecho su propia crema de berenjenas. Habían abierto un restaurante libanes en Visby y habían ido allí en una de sus escasas salidas nocturnas, y el cocinero le había dado la receta cuando ella le preguntó.

Una cena más para añadir a la larga serie de comidas que habían hecho juntos. Le pidió que le contara lo del curso, y lo hizo. Apenas habían tenido tiempo de hablar desde que ella volvió.

—¿Hasta cuándo te quedaste en la fiesta?

—Ah, no mucho —respondió vagamente—. No sé qué hora sería. La una o así.

—¿Te fuiste a casa con Viveka?

—Sí —mintió.

—¿Ah, sí? Te llamé esta mañana al hotel. Entonces no estabas allí. Y tenías el móvil apagado.

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