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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (17 page)

BOOK: Nadie lo ha oído
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Johan hizo algunos aspavientos. Conservaba un deplorable recuerdo del verano anterior, cuando pasó la lluviosa y deprimente víspera de San Juan en Skeppet y acabó con la cabeza encima del retrete toda la noche.

—Ella se iba en el barco que sale por la mañana a las siete, así que la acompañé hasta el puerto. Estábamos allí tonteando un poco, como suele decirse. Antes de que tuviera que irse.

—Esto se lo habrá contado a la policía, claro —dijo Johan.

—No, no lo saben.

—¿Por qué no?

—No me gusta la policía, a ellos no les digo ni mu.

—¿Podemos grabar una entrevista?

—No, ni hablar. Entonces viene la pasma aquí enseguida. Y no pueden decirles ni media palabra de que soy yo quien se lo ha contado. Estoy al tanto del derecho a no revelar las fuentes, mi hermana es periodista y me ha dicho que ustedes no pueden revelar sus fuentes.

Johan alzó las cejas sorprendido. ¡Qué chico!

—Lleva razón. Por supuesto, no diremos nada de que ha sido usted quien nos ha contado esto. A propósito, ¿dónde trabaja?

—Estoy estudiando en la universidad. Arqueología.

A
unque no pudieron filmar, Johan estaba más que contento tras la visita. Tenía que ponerse en contacto con Knutas, por supuesto sin revelar la fuente que le había facilitado esa información. El comisario conocía las reglas éticas que regían el trabajo periodístico y lo comprendería.

Llamaron a las casas de los demás vecinos, pero no abrió nadie. Por la parte de atrás no se veía a nadie. Dieron una vuelta por el camino peatonal. Peter estaba filmando los alrededores y de repente pegó un grito.

Había un coche de la policía aparcado en el sendero que conducía al barrio de al lado. Tres policías uniformados estaban hablando en un grupo. Otros dos guiaban los perros que buscaban rastros por las inmediaciones. Habían acordonado la zona alrededor de un bosquecillo de árboles y arbustos.

Para su sorpresa, divisaron a Knutas un poco más allá.

—Hola —saludó Johan—. Cuánto tiempo sin verte.

—Es verdad.

Knutas se sintió, cuando menos, molesto. Estos condenados periodistas que aparecían en los momentos más inoportunos. Hasta ahora, la investigación se había librado casi totalmente del interés de los medios de comunicación. Los reporteros de los medios locales lo habían llamado a lo largo de la mañana y le habían hecho algunas preguntas. A él no le gustaba, pero, por desgracia, eso había pasado a ser una parte habitual de su trabajo. Con todo, estaba agradecido a Johan, el cual le había pasado la información referente a los trabajos clandestinos de Dahlström. Como los periodistas eran expertos en conseguir su propia información y, además, estaban a disposición de la policía para informar a los ciudadanos cuando ésta, a veces, necesitaba su colaboración, existía una relación de dependencia entre la policía y los medios. Lo cual no significaba que ésta fuera siempre fácil de manejar.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Johan.

Peter, fiel a su costumbre, puso en marcha la cámara. Knutas advirtió que lo mejor sería decir las cosas como eran.

—Hemos encontrado la que según creemos es la cámara de Dahlström.

—¿Dónde?

Knutas apuntó hacia el bosquecillo.

—Estaba allí tirada y la ha encontrado una patrulla de guías con perros policía hace un momento.

—¿Qué os hace pensar que sea su cámara?

—Que es de la misma marca que la que usaba Dahlström.

Justo cuando Knutas acababa de pronunciar esas palabras, se oyó un grito desde una parte alejada del bosquecillo, fuera de la zona acordonada.

—Aquí tenemos algo —gritó uno de los guías.

El pastor alemán que sujetaba no dejaba de ladrar. Peter enfocó enseguida con su cámara en esa dirección y se dirigió apresuradamente hacia allí. Johan fue tras él. En el suelo había un martillo con manchas marrones en el mango, la cabeza y la uña. Johan acercó el micrófono y Peter dejó que la cámara grabara el revuelo que se montó. Consiguieron grabar los comentarios de los policías, el martillo tirado en el suelo, los perros y el dramatismo de la escena cuando todos los presentes fueron conscientes de que, sin lugar a dudas, acababan de encontrar el arma del crimen.

A Johan le costaba creer que hubieran tenido tanta suerte. Por pura casualidad habían aterrizado en medio de un acontecimiento decisivo para la investigación de un asesinato y, además, lo habían grabado todo.

Consiguieron que Knutas se prestara a concederles una entrevista en la que confirmaba que efectivamente acababan de hacer un hallazgo que podía resultar de interés. No quiso decir qué, pero eso carecía de importancia.

Johan grabó el reportaje de pie allí mismo, con toda la actividad a su alrededor y desveló que probablemente lo que acababan de encontrar era el arma del crimen.

Antes de abandonar el lugar, Johan, sin revelar la fuente, le contó a Knutas la cita de Dahlström en el puerto.

—¿Por qué no se ha puesto esa persona en contacto con la policía?

—A ese individuo no le gusta la policía. No me preguntes por qué.

Ya en el coche, Johan marcó directamente el número de Grenfors en la redacción de Estocolmo, con una agradable sonrisa en los labios.

Varios meses antes

É
l la había llamado un montón de veces al móvil, pidiéndole perdón, le había mandado mensajes con simpáticas imágenes e incluso le había enviado un ramo de flores. Por suerte, su madre ya se había ido al trabajo cuando llegaron las flores.

Había pensado no volver a encontrarse a solas con él, pero ahora empezaba a vacilar. La llamó e insistió en que tenía que compensarla de alguna manera. Nada de cenas esta vez, sino un paseo a caballo. Sabía que a ella eso le gustaba. Él tenía un amigo en Gerum que era propietario de varios caballos y podían coger uno cada uno y montar todo el tiempo que quisieran. La propuesta era tentadora. Su madre no tenía dinero para pagarle una escuela de equitación y sólo en contadas ocasiones podía montar alguno de los de la cuadra.

Le propuso dar un paseo a caballo el sábado siguiente. Al principio le dijo que no, pero no se dio por vencido, sino que quedó en llamarla el viernes por la tarde para ver si se había arrepentido.

Se sentía confusa. Habían pasado más de dos semanas desde aquella tarde y ahora ya no parecía tan peligroso. Seguro que en el fondo era bueno.

Cuando cruzó la puerta de la cuadra el viernes por la tarde, los caballos la saludaron con un suave relincho. Se calzó las botas de goma y empezó a trabajar. Sacó la carretilla, la pala y el rastrillo. Sacó primero a
Hector
. Le ató el ronzal en las cadenas que había a los lados del pasillo. El caballo tuvo que quedarse allí mientras ella quitaba el estiércol. Era un trabajo duro, pero estaba acostumbrada. Los animales descansaban sobre una cama de virutas y paja, de manera que los montones de mierda eran fáciles de quitar con el rastrillo. Lo peor eran los orines que empapaban las virutas y las convertían en pesados montones. Limpió un box tras otro. Ocho boxes y casi dos horas más tarde se encontraba completamente agotada y con dolor de espalda. Sonó el móvil. Si fuera él… En vez de eso, lo que oyó fue la voz de su madre.

—Cariño, soy mamá. Tengo que contarte una cosa. El caso es que me han invitado a pasar el fin de semana en Estocolmo. Berit iba a ir con una amiga al teatro, pero la amiga se ha puesto enferma, así que Berit me ha preguntado si podía ir yo en su lugar. Ha ganado en el programa Bingo-loto un viaje para ir al teatro, ¿comprendes?, y vamos a ver
Chess
, el musical, y a cenar en Operakällaren y nos alojaremos en el hotel Grand. ¡Te imaginas, qué divertido! El avión sale a la seis, así que ahora tengo que darme una prisa del demonio para preparar el equipaje. ¿No te parece mal que me vaya, verdad?

—No, claro que no, haces bien. ¿Cuándo vuelves?

—El domingo por la tarde. Es perfecto, porque no trabajo hasta el lunes por la noche. Ah, qué divertido va a ser. Te dejo dinero para que puedas arreglártelas. Pero no me da tiempo a sacar a
Mancha
, así que tendrás que volver pronto a casa. Parece que está muy inquieto.

—Qué remedio me queda —suspiró.

Podía haber montado a
Maxwell
, pero ahora ya no tenía tiempo. No le quedaba más remedio que cambiarse otra vez y volver a casa.

En la puerta se encontró con su madre, con los labios recién pintados y el cabello secado con el secador. La maleta y el bolso.

Cuando por fin se marchó, Fanny se tumbó en la cama con los ojos fijos en el techo.

Otra vez sola. Nadie se ocupaba de ella. ¿Qué sentido tenía su existencia? Una madre alcoholizada que sólo pensaba en sí misma. Por si no tenía bastante con eso, había empezado a percatarse de los bruscos cambios de humor de su madre. Un día estaba contenta como unas castañuelas, rebosante de energía, para sentirse al día siguiente como un trapo. Deprimida, apática y llena de pensamientos negros. Por desgracia, eran más frecuentes los días malos. Era entonces cuando echaba mano de la botella. Fanny no se atrevía a criticar a su madre, porque entonces ésta acababa teniendo un ataque y amenazaba con suicidarse.

Fanny no tenía a nadie con quien hablar del problema. No sabía adónde tenía que dirigirse.

A veces soñaba con su padre. Que de pronto aparecía un día en la puerta y decía que había venido para quedarse. En el sueño veía cómo las abrazaba a su madre y a ella. Celebraban juntos la Navidad, iban de vacaciones. Su madre tenía las mejillas sonrosadas, estaba alegre y ya no bebía. En algunos sueños paseaban los tres por una playa del Caribe, donde había nacido su padre. La arena era blanca y el mar azul turquesa, tal como ella los había visto en las fotografías de las alegres revistas de viajes. Contemplaban juntos la puesta de sol, Fanny estaba sentada en el centro entre los dos. Aquél era uno de esos sueños de los que no quería despertar.

Se estremeció cuando
Mancha
se subió a la cama y le lamió las lágrimas. No había notado que había empezado a llorar. Ahí estaba sola, tumbada, y con un perro como única compañía un viernes por la tarde, cuando otras familias lo pasaban bien juntos. Sus compañeros de clase quizá hubieran quedado y estarían viendo un vídeo o la tele, escuchando música o jugando a algún juego en el ordenador. ¿Qué clase de vida tenía ella?

Sólo una persona había mostrado un poco de interés por ella, y era él. Podía volver a verlo, total, ¿qué más daba? A la mierda con todo. También podía acostarse con él si tanto lo deseaba. Alguna vez tendría que ser la primera. Le había dicho que la llamaría por la tarde. La invitación para ir a montar seguía en pie. Fanny decidió decir que sí.

Se levantó y se secó las lágrimas. Calentó un trozo de pastel en el microondas. Se lo comió sin mayor entusiasmo. Puso la tele. El teléfono estaba mudo. ¿No iba a llamar ahora que ella se había decidido? Pasaron las horas. Cogió una lata de Coca-Cola del frigorífico, abrió una bolsa de patatas fritas y se sentó en el sofá. Ya eran las nueve y aún no había llamado. Quería llorar de nuevo, pero sólo le salieron un par de sollozos secos. Ahora él también pasaría de ella. Empezó a ver una película que ponían por segunda vez, se comió toda la bolsa de patatas y al final se quedó dormida en el sofá con el perro a su lado.

La despertó la llamada. Al principio creyó que era el teléfono fijo, pero al levantar el auricular se dio cuenta de que era el móvil. Se levantó y fue corriendo hasta la entrada, buscó a tientas en los bolsillos de la cazadora. El teléfono dejó de sonar. Luego volvió a sonar. Era él.

—Tengo que verte… Lo necesito. ¿No podemos vernos?

—Sí —dijo ella sin vacilar—. Puedes venir aquí, estoy sola.

—Voy ahora mismo.

S
e arrepintió nada más verlo. Apestaba a alcohol.
Mancha
ladró, pero se cansó enseguida. Un perro faldero no infundía mucho respeto.

La joven se quedó parada con los brazos colgando, sin saber muy bien qué hacer, cuando él se dejó caer en el sofá. Ahora que lo había invitado a casa no podía pedirle que se marchara inmediatamente.

—¿Quieres algo? —le preguntó insegura.

—Ven y siéntate —contestó dando unas palmadas a su lado en el sofá.

El reloj que había en la pared marcaba las dos de la mañana. Aquello era una locura, pero hizo lo que le pidió.

No pasó más de un segundo antes de que estuviera encima de ella. Fue brutal y decidido.

Cuando la penetró, tuvo que morderse el brazo para no gritar.

Viernes 23 de Noviembre

A
l día siguiente en la reunión de la mañana el hallazgo del arma del crimen estaba en boca de todos. Aquello suponía lógicamente un avance en la investigación. Al parecer las manchas eran de sangre, y habían enviado el martillo al laboratorio del Instituto Nacional de Ciencias Forenses, para que realizaran un análisis de ADN. Sin embargo, no había huellas dactilares.

La mayoría había visto la noche anterior en las noticias de la televisión cómo se produjo el descubrimiento del martillo. Kihlgård, claro, se hizo el gracioso a costa de los comentarios de los policías que habían quedado grabados, y cosechó unas cuantas risas. A Knutas no le hizo tanta gracia. Estaba indignado porque se hubiera ofrecido una información tan detallada en el reportaje, al tiempo que comprendía que ésa era la misión del reportero. Aquello era muy propio de Johan, aparecer en el peor momento. Tenía una capacidad increíble para conseguir encontrarse justo en el lugar donde pasaban las cosas. Todo había sucedido muy deprisa allá fuera y nadie pensó en pararle los pies a tiempo. Una vez más, Johan había proporcionado nuevos datos que favorecían la investigación del caso, aunque la policía no sabía de dónde procedía la información de ese testigo en el puerto. Después del caso del asesino en serie el verano anterior, Knutas confiaba en el tenaz reportero televisivo, aun cuando Johan podía ponerlo de los nervios con toda la información que conseguía obtener. Era un misterio cómo lograba enterarse de todo. De no haber sido periodista, podría haber llegado a ser un excelente policía.

El informativo comenzó con un resumen pormenorizado del asesinato, los últimos detalles acerca de la investigación, los trabajos clandestinos de Dahlström y el testigo que había visto a Dahlström en el puerto hablando con un desconocido.

—¿Por qué no empezamos por los trabajitos de carpintería en negro? —dijo Norrby—. Hemos interrogado a otras cuatro personas que emplearon a Dahlström, además de los Persson. Dos de ellos son miembros de la misma asociación cultural que los Persson. Todos han declarado más o menos lo mismo. Dahlström realizó algunos pequeños trabajos, le pagaron y eso fue todo. Al parecer lo hizo estupendamente, llegaba a la hora y no hubo ningún problema. Sabían, claro, que tenía problemas con la bebida, pero se lo habían recomendado otros conocidos.

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