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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (7 page)

BOOK: Nadie lo ha oído
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Se distinguía muy bien el interior de las casas en medio de la oscuridad de la tarde. Una tenía objetos de cobre en la pared de la cocina, en otra había un rústico reloj de pie pintado en vivos colores. En una sala de estar una niña saltaba en el sofá y hablaba con alguien a quien Fanny no podía ver. Más allá se veía a un hombre con un recogedor en la mano. «Seguro que se le había caído sin querer una miga sobre la alfombra», pensó Fanny apretando los labios. En otra cocina se divisaba por la ventana a una pareja que, al parecer, estaban preparando la comida juntos.

De pronto se abrió la puerta de uno de los chalés más grandes. Salió una pareja ya mayor y se acercaron charlando animadamente al taxi que los estaba esperando. Iban bien vestidos y Fanny sintió el fuerte perfume de la señora cuando pasaron justo a su lado. No notaron que ella se había parado y los observaba.

Tenía frío con aquella cazadora tan fina. En casa le esperaba su madre y el silencioso y oscuro piso. Su madre trabajaba en el turno de noche de la empresa Flextronics. A su padre, Fanny sólo lo había visto dos veces en su vida, la última cuando ella tenía cinco años. Su grupo tenía una actuación en Visby y le hizo una breve visita. Todo lo que recordaba era una mano grande y seca que sujetaba las suyas y un par de ojos castaños. Su padre era negro como la noche. Era un rastafari procedente de Jamaica. En las fotos que había visto tenía rizos largos y retorcidos. Se llamaban «rastas», le explicó su madre.

Vivía en Estocolmo, donde tocaba los tambores en una orquesta, y tenía una mujer y tres hijos en Farsta. Era todo lo que sabía.

Nunca la llamaba, ni siquiera el día de su cumpleaños. A veces se imaginaba cómo sería si él y su madre vivieran juntos. Quizá su madre no bebería tanto. Quizá estaría más alegre. Quizá Fanny se libraría de tener que hacerse cargo de todo: la comida, la limpieza y la lavadora, sacar a
Mancha
y hacer la compra. Quizá dejaría de tener mala conciencia cada vez que iba a las cuadras, si su padre estuviera allí. Se preguntaba qué diría él si supiera cuál era su situación. Pero le daría igual, ella no significaba nada para él. Sólo era el resultado de su aventura amorosa con la madre de Fanny.

E
n lo primero que se fijaron Karin y Wittberg fue en las esculturas. De casi dos metros de altura, en hormigón, dispuestas en grupo sobre la parcela. Una de ellas representaba un caballo encabritado que relinchaba desesperadamente hacia el cielo, otra recordaba a un gamo, una tercera, a un alce con la cabeza demasiado grande. Grotescas y fantasmales, estaban allí plantadas bajo la lluvia torrencial sobre la extensa superficie llana del césped.

Fueron corriendo desde el coche hasta la casa, cuyo techo sobresalía del sencillo porche y ofrecía un cierto abrigo. Era la típica casa de los años cincuenta: una sola planta y sótano, con la fachada revocada en color gris sucio. Las escaleras estaban carcomidas, y el riesgo de que se hundieran bajo sus pies parecía considerable. El timbre de la puerta apenas se oía. Pasados unos minutos, abrió una mujer alta y fuerte de unos setenta años. Llevaba puestos una chaqueta de punto y un vestido de flores. El cabello era abundante y blanco.

—Somos de la policía —explicó Wittberg—. Queremos hacerle algunas preguntas. ¿Es usted Doris Johnsson, la madre de Bengt Johnsson?

—Sí, soy yo. ¿Se ha vuelto a meter en algún lío? Pasen. Se van a empapar ahí fuera.

Se sentaron en el sofá de piel de la sala de estar. La estancia estaba repleta de objetos. Además del sofá con su mesa, había en la sala tres sillones, un chifonier rústico, el televisor, pedestales con flores y una librería. En las repisas de las ventanas se amontonaban macetas con flores, y en cada superficie libre de la sala había figuras de cristal de diferentes hechuras. Todas tenían en común una cosa: representaban animales. Perros, gatos, erizos, ardillas, vacas, caballos, cerdos, camellos, aves… En diferentes tamaños, posturas y colores, destacaban sobre las mesas, en las ventanas y en las estanterías.

—¿Colecciona todo esto? —preguntó Karin tontamente.

La cara llena de arrugas de la mujer resplandeció.

—Llevo muchos años coleccionando. Tengo seiscientas veintisiete —explicó orgullosa—. ¿Qué era lo que querían?

—Sí, bueno, me temo que venimos a darle una mala noticia. —Willberg se echó hacia delante—. Un amigo de su hijo ha aparecido muerto y sospechamos que puede tratarse de un asesinato. Se llamaba Henry Dahlström.

—¡Dios mío!, ¿Henry? —la mujer palideció—. ¿Lo han asesinado?

—Así es, desgraciadamente. Aún no hemos detenido al autor del crimen y por eso queremos hablar con todas las personas cercanas a Henry. ¿Sabe usted dónde está Bengt?

—No, esta noche ha dormido fuera.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—¿Cuándo ha sido la última vez que lo ha visto? —preguntó Karin.

—Ayer por la tarde. Sólo se pasó un momento. Yo estaba abajo en el sótano tendiendo la colada, así que no nos vimos. Sólo me saludó desde lo alto de la escalera. Esta mañana ha llamado para decirme que iba a pasar unos días en casa de un amigo.

—¿Ah, sí? ¿En casa de quién?

—Eso no me lo ha dicho.

—¿Ha dejado algún número de teléfono?

—No. Es un hombre adulto. A mí me pareció que estaba en casa de una mujer.

—¿Y eso por qué?

—Precisamente porque actuaba con tanto secretismo. Si no, me suele decir dónde está.

—¿Llamó al teléfono fijo o al móvil?

—Al fijo.

—¿Tiene identificador de llamada en el teléfono?

—Sí, en efecto, lo tengo.

Karin se levantó y se dirigió al vestíbulo. Volvió después de un momento.

—No, no se ve. Debe de ser un número oculto.

—¿Tiene teléfono móvil?

Doris Johnsson estaba en el vano de la puerta, y miró con expresión desafiante a los policías que estaban sentados en el sofá.

—Antes de seguir respondiendo a más preguntas, quiero saber qué es lo que ha ocurrido. Yo también conocía a Henry. Tendrán que contármelo todo.

—Sí, claro —titubeó Wittberg, que parecía francamente impresionado por la actitud autoritaria de la corpulenta mujer.

—A Henry lo encontraron ayer por la tarde Bengt y el portero en su cuarto de revelado, en el sótano de la casa en donde vivía. Lo habían matado, no puedo explicarle cómo. Cuando el portero se fue para llamar a la policía, Bengt desapareció y no ha dado señales de vida desde entonces. Por lo tanto, para nosotros, es muy importante ponernos en contacto con él.

—Se asustaría, claro.

—Es muy posible, pero, para poder apresar al autor del crimen, debemos hablar con todos los que han visto algo o puedan contarnos qué se traía entre manos Henry los días anteriores al asesinato. ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar Bengt?

—No, conoce a tanta gente. Lo que puedo hacer es llamar a sus amigos a ver si ellos lo saben.

—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a Bengt, quiero decir que lo vio realmente? —apostilló Karin.

—Vamos a ver… Aparte de ayer por la tarde, entonces. Debió de ser ayer por la mañana. Durmió hasta tarde, como de costumbre. Se levantó a eso de las once y se tomó el desayuno cuando yo almorzaba. Luego se fue. No me dijo adónde iba a ir.

—¿Qué aspecto tenía?

—Normal. No actuaba de forma extraña ni nada por el estilo.

—¿Sabe si ha ocurrido algo raro últimamente?

Doris Johnsson se agarraba la tela del vestido.

—Noo —dijo indecisa.

De repente alargó los brazos.

—Ah, sí, precisamente. Henry ganó en las carreras. Acertó una quiniela
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y fue el único ganador, así que ganó un montón de dinero. Ochenta mil coronas, creo. Me lo contó Bengt el otro día.

Karin y Wittberg la miraron asombrados.

—¿Cuando fue eso?

—No fue este domingo, así que tuvo que ser el anterior. Sí, eso es, porque entonces fueron a las carreras.

—Y Henry ganó entonces ochenta mil. ¿Sabe qué hizo con el dinero?

—Comprar bebida, supongo. Una parte se la habrá gastado directamente en alcohol. En cuanto tienen dinero, se dedican a invitar a todos.

—¿Qué más personas forman parte de su círculo de amistades?

—Hay uno que se llama Kjelle, con el que alternaba mucho, y un par de mujeres, Monica y Gunsan. Bueno, en realidad se llama Gun.

—¿Los apellidos?

La señora meneó la cabeza.

—¿Dónde viven?

—Eso tampoco lo sé, pero creo que aquí en la ciudad. Ah, y un tal Örjan también, por lo visto ha llegado aquí hace poco. Bengt me ha hablado de él últimamente. Creo que vive en la calle Styrmansgatan.

Se despidieron de Doris, que prometió ponerse en contacto con ellos tan pronto como supiera dónde se encontraba su hijo.

La información del premio ganado en la
V5
hacía que ahora existiera un móvil evidente para el asesinato.

K
nutas se había llevado sándwiches de pan danés de centeno, Smörrebröd, para el almuerzo. Recientemente había estado de visita su suegro y había hecho las delicias de toda la familia con los productos de Dinamarca que tanto les gustaban. Las tres rebanadas oscuras llevaban encima diferentes acompañamientos: paté de hígado de cerdo con una especie de calabaza en conserva que recordaba bastante al pepino, albóndigas en rodajas con remolacha en vinagre, y su favorito, el
rullepölse
, un embutido de carne de cerdo cocida, enrollada y ahumada. Todo ello regado con una cerveza bien fría.

Lo interrumpió una llamada en la puerta. Norrby asomó la cabeza.

—¿Dispones de un momento?

—Claro.

Norrby dobló su cuerpo de casi dos metros de estatura en una de las sillas que Knutas tenía dispuestas para las visitas.

—He hablado con un vecino que tenía algo interesante que contar.

—¿De qué se trata?

—Anna Larsson es una señora mayor que vive en el piso que está encima del de Dahlström. El lunes por la noche a las diez y media lo oyó salir. Llevaba puestas sus viejas zapatillas, que suenan en el suelo de una forma especial.

Knutas frunció el ceño.

—¿Cómo pudo oírlo desde el interior de su apartamento?

—Buena pregunta, pero el caso es que su gato tenía diarrea.

—¿Y?

—Anna Larsson vive sola y no tiene ningún balcón. Justo cuando estaba a punto de irse a la cama, el gato se cagó en el suelo. Olía tan mal que no podía dejar dentro la bolsa con la mierda. Ya se había puesto el camisón y no quería bajar hasta el contenedor de basuras por temor a encontrarse con algún vecino. Por eso dejó la bolsa provisionalmente en el rellano delante de su puerta. Pensó que si la tiraba por la mañana temprano nadie notaría nada.

—Ve al grano —cortó Knutas impaciente. La tendencia de Norrby a perderse en los detalles era a veces más irritante de lo normal.

—Pues bien, justo en el momento que ella abre la puerta, oye salir a Dahlström con las zapatillas puestas, que cierra la puerta y baja las escaleras del sótano.

—Está bien —concluyó Knutas dando unos golpecitos con la pipa en la mesa.

—La señora Larsson no piensa más en ello. Se acuesta y se duerme. A medianoche se despierta porque el gato maúlla. Esta vez se ha cagado en su habitación. Es evidente que el gato padece una fuerte gastroenteritis.

—Mmm.

—Se levanta, lo limpia y tiene otra bolsa con mierda de gato para dejar en el rellano. Cuando abre, alguien entra en el portal y se detiene frente a la puerta de Dahlström. Pero esta vez no oye el ruido de las zapatillas de Dahlström, sino a alguien que lleva zapatos de verdad. Le pica la curiosidad y se queda a escuchar. El desconocido no llama, pero la puerta se abre y quien sea entra, sin que ella oiga hablar a nadie.

Aquello sí que despertó el interés de Knutas. Se quedó con la pipa en el aire.

—¿Qué pasó después?

—Después no oye nada más. Ni un sonido.

—¿Tuvo la impresión de que alguien abrió la puerta de Dahlström desde dentro o la abrió la persona que estaba fuera?

—Cree que la abrió la persona que estaba fuera.

—¿Por qué no ha contado esto antes?

—La interrogaron la misma tarde que encontraron muerto a Dahlström. Dice que se sentía estresada y muy disgustada, por eso entonces sólo mencionó que había oído a Dahlström bajar al sótano. Pero después empecé a preguntarme cómo podía estar tan segura. Por eso quería hablar con ella otra vez.

—Bien hecho —aprobó Knutas—. Es probable que oyera al asesino, pero también pudo ser Dahlström que hubiese vuelto a salir. Eso fue varias horas más tarde, ¿no?

—Es cierto, pero parece poco probable que volviera a salir otra vez, ¿no te parece?

—Tal vez. ¿Hizo esa señora alguna observación más después de que el hombre entrara en la casa?

—No, se acostó y volvió a quedarse dormida.

—Está bien. La cuestión es saber si el hombre tenía llave, en el caso de que no fuera el propio Dahlström.

—No hay nada que indique que la cerradura haya sido forzada.

—Algún conocido, quizá.

—Eso parece verosímil.

C
uando la Brigada de Homicidios volvió a reunirse por la tarde, Karin y Wittberg empezaron refiriendo su encuentro con Doris Johnsson y lo que les había contado acerca del premio en las carreras de caballos.

—Ahora, al menos, tenemos un móvil —concluyó Karin.

—Eso explica por qué registraron el apartamento —constató Knutas—. Parece evidente que el asesino sabía que Dahlström había ganado en las carreras.

—El dinero aún no ha aparecido —añadió Sohlman—, por lo que es probable que el autor del crimen lo encontrara.

—Bengt Johnsson me da mala espina —dijo Karin—. Creo que deberíamos emitir una orden de búsqueda.

—Teniendo en cuenta que se trata de un caso de asesinato, estoy totalmente de acuerdo contigo —Knutas se volvió hacia Norrby—. Tenemos nuevas declaraciones de los testigos.

Su colega les habló de Anna Larsson, la vecina que tenía el gato enfermo y vivía en el piso de arriba.

—¡Vaya! —exclamó Wittberg—. Eso indica que el autor del crimen tenía la llave. Eso refuerza las sospechas contra Johnsson.

—¿Y eso por qué? —protestó Karin—. El asesino pudo muy bien matar a Dahlström, cogerle las llaves y luego subir al apartamento.

—También pudo abrir la puerta con una ganzúa —apuntó Sohlman—. Dahlström sólo tenía una cerradura normal de bombín. Un ladrón un poco habilidoso puede abrirla sin que se note nada. A primera vista no hemos descubierto ningún desperfecto, pero tendremos que volver a revisarla.

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