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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha oído (9 page)

BOOK: Nadie lo ha oído
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—¿Cómo describiría la relación entre ustedes?

—Regular.

—¿Cómo de regular?

—Me llama una vez a la semana. Siempre los viernes.

—¿Se ven a menudo?

—Suele venir aquí un par de semanas en verano, pero se queda en casa de sus amigas.

—¿Pero se ven entonces?

—Sí, claro que nos vemos. Por supuesto.

L
a orden de búsqueda de Bengt Johnsson a través de la radio interna de la policía dio resultado tras un par de horas. Karin respondió a la llamada de la policía local de Slite. Había llegado a la comisaría un chico que creía haber visto a Johnsson, y Karin pidió que le pasaran con él.

—Creo que sé dónde está el hombre al que estáis buscando —dijo al otro lado del hilo un chaval al que parecía que le estaba cambiando la voz.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—En Åminne, en una casa de veraneo. Es una zona que hay cerca de aquí con muchas residencias estivales.

—¿Lo has visto tú mismo?

—Sí, estaba descargando cosas de un coche junto a una de las casas.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y por qué te has puesto en contacto con la policía?

—Es que el padre de mi mejor amigo es policía en Slite. Yo le conté a mi amigo que había visto a un tipo raro junto a una de las casas y él se lo dijo a su padre.

—¿Por qué te pareció que era un tipo raro?

—Porque iba sucio y llevaba la ropa rota. Parecía nervioso y miraba todo el tiempo a su alrededor como si no quisiera que lo vieran.

—¿Te descubrió?

—No, no lo creo. Yo estaba detrás de un árbol y esperé a pasar por allí con la bicicleta hasta que entró en la casa.

—¿Iba solo?

—Eso creo.

—¿Puedes darme algún detalle más sobre su aspecto?

—Bastante viejo, cincuenta o sesenta años. Muy gordo.

—Más cosas, ¿el pelo, por ejemplo?

—Tenía el pelo moreno recogido en una cola de caballo.

Karin experimentó un ligero hormigueo en la boca del estómago.

—¿Qué era lo que descargaba?

—Eso no logré verlo.

—¿Cómo es que lo viste?

—Vivimos al lado de esa urbanización. Volvía a casa después de haber ido a ver a un amigo.

—¿Puedes indicar qué casa era?

—Sí, claro.

—¿Puedo hablar con tus padres?

—No están en estos momentos.

—Está bien. Quédate en casa, estaremos ahí dentro de media hora. ¿Dónde vives?

Cinco minutos más tarde Karin y Knutas estaban en el coche de camino hacia el este en dirección a Åminne, un lugar de veraneo muy concurrido en la temporada estival, en la costa noreste de la isla. La policía local se iba a dirigir al domicilio del chico para esperar allí a sus colegas.

Fuera de la ventanilla del coche la oscuridad invernal era casi impenetrable. No había alumbrado y su única guía era la luz de los faros del coche y algunos postes reflectantes que aparecían a intervalos regulares. Pasaron alguna que otra casa en cuyas ventanas lucía una cálida luz. Un recordatorio de que también había gente que vivía en el campo.

Cuando llegaron a la vivienda, el coche de la policía de Slite estaba aparcado en la entrada del garaje. El chico se llamaba Jon y aparentaba unos quince años. Acompañado por su padre, encabezó la comitiva en dirección a la urbanización. Apenas se podían distinguir las casas. Sin las linternas habrían tenido que buscar a ciegas. Cuando alumbraron las viviendas vieron que todas estaban pintadas de rojo oscuro con las esquinas blancas. Alrededor de cada una se extendía un terreno plano rodeado por una bonita valla blanca. En una noche de noviembre como aquella, la solitaria urbanización parecía casi fantasmal. Karin tiritó y se subió la cremallera de la cazadora.

De pronto descubrieron luz en una de las cabañas más alejadas, junto a la linde del bosque. Knutas cayó de repente en la cuenta de que deberían haber pedido refuerzos. O perros. Johnsson quizá no estaba solo. Knutas buscó a tientas el arma reglamentaria en el bolsillo interior del abrigo.

Karin era la única que no iba armada y tuvo que quedarse un poco alejada. Mandaron al chico de vuelta a casa. El resto se quedó a unos metros de la vivienda con las linternas apagadas para decidir cómo iban a actuar.

Había un viejo Volvo Amazon aparcado junto a la valla. Knutas se deslizó agachado, seguido de cerca por los otros dos. Se detuvo debajo de una ventana, mientras que los otros se colocaron cada uno a un lado de la puerta.

Dentro de la casa no se oía ni un ruido. Con cuidado, Knutas se levantó lo suficiente como para poder mirar dentro. Su cerebro registró en unos pocos segundos una imagen completa de la estancia: la chimenea, la mecedora delante, la mesa con cuatro sillas y una lámpara antigua colgando encima. Todo muy hogareño. Sobre la mesa había unas cuantas botellas de cerveza. Knutas se lo explicó por señas a sus colegas. Allí no se veía a nadie.

De pronto los tres se sobresaltaron, alguien se movía allí adentro, Knutas se agachó. A través de las paredes se oyeron golpes y ruidos. Permanecieron expectantes. A Knutas le dolían las piernas y tenía los dedos congelados. La casa volvió a quedar en silencio. Knutas miró a través de la ventana y vio la espalda de un hombre corpulento en la mecedora. La cola de caballo indicaba que se trataba de Bengt Johnsson. Había echado más leña a la chimenea y las llamas eran tan altas que casi parecían peligrosas. Había levantado la mesa y se la había puesto al lado. Ahora encima de ella había una botella de whisky que parecía recién abierta. Al lado, un vaso y un cenicero. Estaba fumando con la mirada fija en el fuego de la chimenea. De pronto se echó hacia delante para dar un trago. Era Johnsson, sin duda.

A la derecha de la estancia se veía un recibidor y parte de la cocina. A Knutas le dio la impresión de que se encontraba solo, pero no podía estar seguro. Uno de los policías locales se movió inquieto, hacía un frío glacial y ninguno de ellos iba vestido para estar mucho tiempo a la intemperie.

De repente, Johnsson se levantó y miró directamente a través de la ventana. Knutas se agachó tan deprisa que se cayó. Era imposible saber si lo había descubierto o no, pero la suerte estaba echada.

Se colocó delante de la puerta apuntando con la pistola y, tras un gesto de asentimiento de los otros dos, la abrió dándole una patada con todas sus fuerzas.

Se encontraron con el rostro perplejo de Bengt Johnsson. Estaba visiblemente borracho y había vuelto a sentarse en la mecedora con el vaso en la mano.

—¿Pero qué cojones…? —fue todo lo que acertó a decir cuando los tres policías entraron en la casa con las pistolas en alto.

El fuego crepitaba agradablemente en la chimenea y los quinqués difundían una suave luz. Y allí estaba el tipo, apaciblemente sentado.

La situación era tan absurda que a Knutas le entraron ganas de reír. Bajó el arma y le preguntó:

—¿Qué tal estás, Bengt?

—Bien, gracias —farfulló el hombre junto a la chimenea—. Me alegro de que hayáis venido.

Varios meses antes

É
l la hacía sentirse insegura, no sabía cómo debía actuar. Le doblaba la edad. En realidad, debería considerarlo como un señor bueno y nada más. Pero había algo en su manera de tratarla que hacía que todo fuera diferente. Solía agarrarle un mechón del pelo y tirar suavemente de él, jugando y provocándola al mismo tiempo. Ella se sonrojaba y le parecía una situación embarazosa precisamente porque era consciente de que significaba algo más. Cuando su mirada se cruzaba con la de él, a veces estaba muy serio y sentía como si la desnudara con la mirada. Y esa sensación no le resultaba del todo desagradable. Incluso llegaba a pensar que era bastante guapo cuando lo observaba a escondidas. Era musculoso. Tenía el cabello fuerte y brillante, con alguna cana incipiente en las sienes. Las arrugas de los ojos y de la boca revelaban que tenía más años. Tenía los dientes un poco amarillentos y torcidos, con numerosos empastes.

Cómo podía mirarla de aquella manera si era tan mayor, se preguntaba. Era como si su mirada la hiciera mayor de lo que era. Aunque no siempre estaba pendiente de ella, a veces podía ignorarla totalmente. Entonces, para su propia sorpresa, se sentía decepcionada, como si deseara que se fijara en ella.

Una vez le preguntó si quería que la llevara a casa. Dijo que sí, porque hacía mucho viento y la temperatura era de varios grados bajo cero. Tenía un coche grande y ella pudo montar en él. Puso música, Joe Cocker, era su preferido, dijo sonriéndole. Nunca había oído hablar de Joe Cocker. Le preguntó qué solía escuchar ella. Y cuando no supo qué decir, se echó a reír. Era muy agradable estar en aquel coche tan acogedor y escuchar su suave risa. En cierta manera, se sentía a salvo.

Por el simple hecho de estar allí sentada en aquel coche tan elegante era como si ella misma fuera más importante.

Martes 20 de Noviembre

L
a mañana amaneció con un sol pálido que apenas lograba ascender por el horizonte. El mar estaba aún relativamente caliente y la niebla se elevaba lentamente desde su superficie. El mar se confundía con el cielo, y con la bruma era imposible distinguir dónde acababa el uno y dónde empezaba el otro. Una gaviota graznó entre las casas medievales de los comerciantes en la calle Strandgatan. La abrupta muralla del siglo XIII que rodeaba la ciudad de Visby era la mejor conservada de Europa.

Desde el puerto se oía el motor de un pequeño barco de pesca que entraba con las capturas de merluza de la noche.

Knutas acababa de dejar a Line en el hospital, donde trabajaba de comadrona. Ella empezaba a trabajar a las siete y media y eso a él le venía estupendamente. Tenía tiempo de llevarla y de llegar a tiempo a la reunión de la mañana.

Llevaban casados quince años y no cambiaría ni un solo día. Se conocieron cuando él asistió a una conferencia de la policía en Copenhague. Una tarde acudió con otro colega a un restaurante de la plaza Gråbrödretorv. Line trabajaba allí de camarera haciendo unas horas al tiempo que estudiaba. Era una calurosa tarde de verano y llevaba una blusa de manga corta y una falda negra. Había intentado recogerse su indomable pelo rojo con un pasador, pero los rizos le caían una y otra vez sobre la frente. Era la persona más pecosa que él había visto jamás. Las pecas se extendían a lo largo de sus dedos blancos como la leche. Olía a almendras y cuando se inclinó sobre la mesa el brazo de ella rozó el suyo.

Cenaron juntos al día siguiente y ése fue el principio de un enamoramiento más fuerte que todo lo que había conocido hasta entonces. El año siguiente iba a estar lleno de apasionados encuentros, desgarradoras despedidas, largas llamadas nocturnas, dolorosas ausencias y el convencimiento recíproco y más fuerte cada día de haber encontrado a la persona con la que compartir su vida. Line terminó sus estudios y aceptó sin rodeos casarse con él y trasladarse a Gotland. Knutas acababa de ser nombrado jefe de la Policía Judicial y por eso decidieron comenzar su vida en común en la isla.

Resultó una decisión acertada. Line no tuvo ningún problema para adaptarse. Con su carácter alegre y comunicativo enseguida hizo un montón de amistades nuevas y se creó su propio espacio. A los dos meses consiguió un trabajo temporal en el hospital de Visby. Compraron la casa y no pasó mucho tiempo antes de que los mellizos estuvieran en camino. Knutas había pasado los treinta y cinco cuando se conocieron y anteriormente había tenido un par de relaciones bastante largas, pero nunca había experimentado lo sencillo que podía resultar todo. Con Line estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

Claro que tenían sus crisis y sus discusiones, como todo el mundo. Line tenía mucho genio y cuando empezaba a discutir en el dialecto danés de la isla de Fyn, a él le costaba entender lo que quería decir. Con frecuencia no podía evitar echarse a reír, lo cual a ella le irritaba aún más. A pesar de todo, sus discusiones solían acabar bien casi siempre. Entre ellos no había rivalidad.

Ahora se acercaba el cumpleaños de Line y eso lo estresaba. Iba a cumplir cuarenta y siete años el próximo sábado, pero este año no tenía ninguna idea de qué iba a comprarle.

En ese momento tenía otras cosas en las que pensar. Lo que quería era interrogar cuanto antes a Bengt Johnsson. Tuvieron que posponer el interrogatorio, porque estaba borracho como una cuba cuando lo arrestaron.

Smittenberg había ordenado su detención, como posible sospechoso de asesinato u homicidio. Era el grado más bajo y habría que reforzar las pruebas contra Johnsson para poder llevarlo ante el tribunal. El fiscal disponía de tres días. Basó su orden de detención en que existía el riesgo de que Johnsson entorpeciera la investigación si seguía en libertad. Carecía de coartada la noche del crimen y, además, llevaba encima un montón de dinero cuya procedencia no pudo explicar; veinte mil coronas, que ellos supusieron que era el dinero del premio de Dahlström. Las huellas dactilares que aparecían en los billetes estaban siendo analizadas en la Central de Huellas de Estocolmo y esperaban que la respuesta llegara a lo largo de la mañana. Si aparecían en ellos las de Dahlström, la situación de Johnsson iba a ser comprometida.

E
mma iba pedaleando hacia Roma maldiciendo la hora en que había decidido ir en bicicleta al trabajo. Hacía mucho frío y el viento arreció cuando abandonó el patio de la escuela y llegó a la carretera. La escuela Kyrkskolan estaba un poco alejada del pueblo. Emma aceleró la marcha para entrar en calor. Los martes terminaba pronto, a las doce y cuarto. Normalmente solía quedarse en la escuela y trabajar un par de horas, pero hoy pensaba acercarse a ver a una amiga. Luego llevaría a los niños al centro para ir de tiendas y entrar en una pastelería, se lo había prometido. Necesitaban imperiosamente renovar su guardarropa.

La carretera estaba vacía y silenciosa, el tráfico era escaso en esta época del año. Pasó junto al paseo que conducía a las ruinas del claustro, donde se representaba a Shakespeare en verano. Dejó atrás la escuela de Roma y la piscina. Más adelante, al otro lado de la carretera, se alzaban los edificios deteriorados de la azucarera, que había cerrado. Las ventanas de las construcciones de ladrillo amarillento abrían sus negras fauces hacia ella. La azucarera había estado en funcionamiento durante más de un siglo, pero la clausuraron cuando dejó de ser rentable. La fábrica desmantelada permanecía allí como un triste recuerdo del paso del tiempo.

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