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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (7 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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¿Sufrían las almas perdidas de las barrancas un destino terrible, o provocaban ese destino terrible unas a otras? Nadie lo sabe. Antiguamente, podían morir a causa de los pumas, escorpiones, serpientes de coral, la sed, el frío, el hambre o la fiebre del cañón, y ahora podíamos añadir a la lista la bala de un francotirador. Desde que los cárteles de la droga se mudaron a las Barrancas del Cobre protegen sus cultivos con rifles con miras telescópicas con suficiente potencia para ver una hoja moverse a millas de distancia.

Todo lo cual hizo a Ángel preguntarse si llegaría a ver a la Criatura. Muchas cosas podían matarlo ahí fuera, y probablemente lo harían. Si la Criatura no era lo suficientemente lista para mantenerse alejada de los campos de marihuana, no alcanzaría ni a oír el disparo que le volara la cabeza.

—¡Hoooooolaaaaaa! ¡Amigoooooooooos!

El misterio del vagabundo solitario se resolvió incluso antes de lo que Ángel esperaba. Se encontraba todavía con los ojos entrecerrados debido al sol, observando a sus alumnos regresar, cuando escuchó el eco de una voz cantarina y divisó a un tipo desnudo saludando y corriendo hacia el río. Una mirada más atenta le descubrió que la Criatura no iba completamente desnuda. No iba exactamente vestido, tampoco, al menos no para los estándares tarahumara. Para ser gente que prefiere no ser vista, los tarahumaras tenían siempre un aspecto fantástico. Los hombres vestían blusas brillantes por encima de un trozo de tela atado a la entrepierna que les colgaba como una falda, por delante y por detrás. Conjunto al que daba forma una faja de color arcoiris, y que coronaban con una banda para el cabello a juego. Las mujeres lucían aún más espléndidas, con unas faldas de colores brillantes y blusas a juego, resaltando el adorable color ocre de su piel con collares y pulseras de piedras de color coral. Aunque llevaras tus mejores galas deportivas, siempre te verás desaliñado entre los tarahumaras.

Incluso para los estándares de los exploradores enloquecidos por el sol, la Criatura lucía tremendamente desharrapado. No llevaba más que unos sucios shorts
chabochi
, un par de sandalias y una vieja gorra de béisbol. Y nada más. No llevaba mochila, ni camiseta ni, aparentemente, comida. En cuanto llegó a donde estaba Ángel, pidió agua en un español torpe, e hizo gestos de llevarse algo a la boca, como preguntando si podría darle algo de comer.


Assag
—le dijo Ángel en tarahumara, indicándole que se sentara.

Alguien le alcanzó una taza de pinole, las gachas de maíz de los tarahumaras. El extraño las sorbió ávidamente. Mientras engullía, intentó entablar comunicación. Agitó los brazos y dejó que la lengua le colgara, como si fuera un perro jadeando.

—¿Corriendo? —preguntó el profesor.

La criatura asintió:

—Todo día —dijo en rudimentario español.

—¿Por qué? —preguntó Ángel—. ¿Y a dónde?

La Criatura se lanzó a contar una historia larga, que Ángel encontró enormemente divertida como representación teatral pero prácticamente ininteligible como relato. Según lo que Ángel logró entender, o el vagabundo solitario estaba completamente loco o no era tan solitario después de todo; decía tener un compañero aún más misterioso, una especie de guerrero apache al que llamaba Ramón Chingón.

—¿Y tú? —preguntó Ángel.

—Caballo Blanco —dijo.

—Pues, bueno —dijo el profesor, encogiéndose de hombros.

Caballo Blanco no se quedó a pasar el rato; una vez que bebió un poco de agua y una segunda taza de pinole, se despidió y se fue trotando. Daba zancadas y soltaba alaridos como un caballo desbocado, divirtiendo a los niños, que se reían y siguieron sus pasos hasta que, una vez más, desapareció en medio de la nada.

—Caballo Blanco es muy amable —me diría Ángel terminando su historia—, pero un poco raro.

—¿Crees que todavía anda por ahí? —pregunté.

—Hombre, claro —dijo Ángel—. Estuvo aquí ayer, le ofrecí un trago en esa taza.

Miré alrededor, no había ninguna taza.

—La taza estaba ahí también —insistió Ángel.

Según lo que Ángel había logrado sacarle a lo largo de los años, Caballo vivía en una choza que él mismo había construido en algún lugar de las montañas de Batopilas. Cada vez que aparecía en la escuela de Ángel, llegaba sin más que las sandalias en los pies, una camiseta a la espalda (si acaso) y una bolsa de pinole seco colgándole de la cintura, como los tarahumaras. Cuando corría parecía alimentarse de la tierra, dependiendo del
korima
, la piedra angular de la cultura tarahumara.
Korima
suena como karma y funciona de la misma forma, excepto por sus implicaciones inmediatas. Uno está obligado a compartir aquello que le sobra, inmediatamente y sin esperar nada a cambio: una vez que el obsequio deja tu mano es como si nunca te hubiera pertenecido. Los tarahumaras no tienen sistema monetario, así que el
korima
es la forma que tienen para hacer negocios: su economía está basada en el intercambio de favores y de, ocasionalmente, marmitas de cerveza de maíz.

Caballo Blanco ni se parece ni se viste ni suena como los tarahumaras pero, en el fondo, es uno de ellos. Ángel había oído acerca de corredores tarahumara que utilizaban la choza de Caballo como una estación de paso durante sus largos viajes a través de las barrancas. Caballo, en consecuencia, tenía siempre alimento y un lugar donde descansar cuando sus carreras sin sentido lo llevaban a la villa de Ángel.

Ángel agitó el brazo, con un movimiento brusco señaló hacia allá, más allá del río y de la cima de la barranca, fuera de las tierras tarahumara, de donde nada bueno podía venir.

—Hay una villa llamada Mesa de la Yerbabuena —dijo—. ¿La conoces, Salvador?

—Ajá —murmuró Salvador.

—¿Sabes qué le ocurrió?

—Ajá —replicó Salvador y la inflexión de su voz quería decir: “Por dios santo que sí.”

—Muchos de los mejores corredores eran de Yerbabuena —dijo Ángel.

—Tenían un buen camino que les permitía recorrer una gran distancia en un día, mucho más de lo que puedes alcanzar desde aquí.

Desafortunadamente, el camino era tan bueno que, eventualmente, el gobierno mexicano decidió asfaltarlo y convertirlo en una carretera. Empezaron a aparecer camiones por Yerbabuena cargados de alimentos que los tarahumaras rara vez habían probado: gaseosas, chocolate, arroz, azúcar, mantequilla, harina. La gente de Yerbabuena le encontró el gusto a las harinas y las golosinas, pero necesitaban dinero para comprarlas, así que en lugar de trabajar sus propios campos, empezaron a hacer autostop hasta Guachochi, donde trabajaban como lavaplatos y jornaleros, o vendiendo baratijas de artesanía en la estación de trenes de Divisadero.

—Eso fue hace veinte años —dijo Ángel—. Ahora no hay corredores en Yerbabuena.

La historia de Yerbabuena asustaba de verdad a Ángel, porque se decía que el gobierno había encontrado la forma de construir una carretera a los pies de la barranca que pasaría justo por este poblado. Ángel no tenía idea de por qué querían poner una carretera; los tarahumaras no la querían y eran los únicos que vivían por aquí. Sólo los capos de la droga y los traficantes de madera ilegal se beneficiaban con las carreteras en las Barrancas del Cobre, lo que hacía bastante desconcertante la obsesión del gobierno mexicano con la construcción de carreteras en medio del campo, o quizá no, si consideramos cuántos militares y políticos se encuentran relacionados con el tráfico de drogas.

“Eso era justo lo que Lumholtz temía que pasara”, pensé. Un siglo atrás, el visionario explorador ya había alertado acerca del peligro de desaparición en que se encontraban los tarahumaras. “Las generaciones futuras no encontrarán más rastro de los tarahumaras que lo que los científicos actuales puedan obtener de boca de la gente y del estudio de sus herramientas y costumbres”, predijo. “Sobresalen hoy en día como una interesante reliquia de un tiempo que se marchó hace mucho; como representantes de una de las etapas más interesantes del desarrollo de la raza humana; como una de esas maravillosas tribus que fueron los fundadores y autores de la historia de la humanidad”.

—Hay rarámuri que no respetan nuestras tradiciones tanto como Caballo Blanco —se lamentó Ángel—. El Caballo sabe.

Me desplomé contra la pared de la escuela, las piernas me temblaban y la cabeza me latía debido al agotamiento. Llegar hasta aquí ya había sido suficientemente extenuante, y ahora parecía que la cacería recién empezaba.

CAPÍTULO 6

—VAYA ESTAFA.

Salvador y yo nos pusimos en camino a la mañana siguiente, persiguiendo al sol al borde de la barranca. Salvador impuso un ritmo brutal, ignorando a menudo los zigzags del camino, y usando sus manos para escarbar la pared del acantilado, como un preso escalando por las paredes de una prisión. Hice lo que pude por seguirlo, a pesar de que iba creciendo en mí la certeza de que habíamos sido engañados.

Mientras más nos alejábamos de la villa de Ángel, más me molestaba la idea de que la extraña historia de Caballo Blanco supusiera la última línea de defensa contra los forasteros que llegaban a fisgonear en los secretos de los tarahumaras. Como todas las grandes estafas, la historia del Vagabundo Solitario de las Sierras Altas se encontraba a caballo entre la perfección y la inverosimilitud; la noticia de que las antiguas artes tarahumara contaban con un discípulo venido del mundo moderno era mucho más de lo que yo hubiera podido esperar, lo que la hacía demasiado buena para ser verdad.

Caballo Blanco parecía más un mito que un hombre, lo que me hacía pensar que Ángel se había cansado de mis preguntas, había imaginado un señuelo y nos había lanzado hacia el horizonte, consciente de que tardaríamos unas buenas millas en espabilar.

No estaba siendo paranoico, no sería la primera vez que un cuento chino había sido utilizado para correr una cortina de humo alrededor de la Gente Que Corre. Carlos Castaneda, el autor de los tremendamente populares libros de Don Juan de los años sesenta, se estaba refiriendo casi incuestionablemente a los tarahumaras cuando hablaba de unos chamanes mexicanos poseedores de una sabiduría y fortaleza extraordinarias. Pero en un aparente ejercicio de compasión, Castaneda los identificó incorrectamente como los yaquis. Aparentemente, Castaneda pensó que, en el caso de que sus libros produjeran una invasión de hippies hambrientos de peyote, los malencarados yaquis podrían defenderse mejor que los amables tarahumaras.

Pero pese a mis sospechas de haber sido
castaneizado
, un extraño incidente me ayudó a mantenerme al acecho. Ángel nos había dejado pasar la noche en el único cuarto libre que tenía, una choza diminuta de ladrillos de barro que hacía las veces de enfermería de la escuela. A la mañana siguiente, antes de que partiéramos, nos invitó amablemente a compartir su desayuno de frijoles y tortillas de maíz hechas a mano. Era una mañana gélida, y conforme nos acomodábamos afuera, calentándonos las manos sobre los tazones humeantes, un torrente de niños pasó revoloteando a nuestro lado. En lugar de tener a los niños congelándose en sus asientos, el profesor los dejó libres para que se calentaran a la manera tarahumara. Lo que significó que fui lo suficientemente afortunado como para presenciar una
rarájipari
, el juego de carreras tarahumara.

Ángel se puso en pie y dividió a los niños en dos equipos de niñas y niños mezclados. Luego sacó dos pelotas de madera del tamaño de una bola de béisbol y le dio una a un jugador en cada equipo. Hizo una señal levantando seis dedos, los niños correrían seis vueltas desde la escuela hasta el río, haciendo una distancia total de aproximadamente cuatro millas. Los dos chicos dejaron caer las pelotas al suelo y arquearon un pie, de manera que la bola se mantenía en equilibrio en la punta de sus dedos. Lentamente, se enroscaron sobre sí mismos, colocándose en cuclillas y…

—¡Vayan!

Las pelotas pasaron silbando delante nuestro, habían salido disparadas de los pies de los chicos como lanzadas por un bazuca, y los niños salieron en estampida detrás de ellas. Los equipos parecían estar bastante parejos, pero mi dinero se encontraba de parte del grupo liderado por Marcelino, un chico de doce años que recordaba a la Antorcha Humana con su camisa de un rojo brillante agitándose como llamaradas detrás de él y su falda blanca azotando sus piernas como un rastro de humo. La Antorcha alcanzó la pelota de su equipo cuando estaba todavía rodando. La acuñó con maestría con la parte superior de sus dedos para lanzarla nuevamente hacia el camino sin casi detener su carrera.

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