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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (4 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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—Hombre, sin problema —dijo una vez que logré encontrarlo—. Podemos ir a ver a Arnulfo Quimare…

Si se hubiera detenido ahí, me hubiera sentido extasiado. Cuando andaba buscando un guía, me enteré de que Arnulfo Quimare era el más grande corredor tarahumara vivo, y que provenía de un clan de primos, cuñados y sobrinos casi tan buenos como él. La perspectiva de enrumbar directamente hacia las chozas ocultas de la dinastía Quimare era mucho más de lo que habría podido desear. El único problema era que Salvador continuaba hablando.

—…estoy
casi
seguro de que conozco el camino —continuó—. En realidad nunca he llegado ahí. Pues, lo que sea. Lo encontraremos. En algún momento.

Habitualmente, eso hubiera sonado como una mala señal, pero en comparación con el resto de la gente con la que había hablado, Salvador era salvajemente optimista. Dado que habían huido hacia tierras inhóspitas hace cuatrocientos años, los tarahumaras se habían pasado la vida perfeccionando el arte de la invisibilidad. Muchos tarahumaras aún vivían en cuevas al borde del precipicio, a las que era posible acceder únicamente escalando por un poste; una vez dentro, retiraban los postes y desaparecían entre las rocas. Otros vivían en chozas tan bien camufladas que el gran explorador noruego Carl Lumholtz se sorprendió una vez al descubrir que había atravesado una villa tarahumara sin percibir rastro alguno de casas o humanos.

Lumholtz era un tipo duro de verdad, que había pasado años entre los caza-cabezas de Borneo antes de partir hacia tierras tarahumara a finales de los años noventa. Pero uno puede casi sentir como su fortaleza se ve reducida a escombros cuando, tras hacer acopio de fuerzas para atravesar desiertos y escalar acantilados desafiando a la muerte, se las arregla para llegar a la patria de los tarahumaras donde no encuentra… a nadie.

“Contemplar estas montañas produce una sensación que inspira al alma; pero viajar a través de ellas es agotador tanto para los músculos como para la paciencia”, escribió Lumholtz en
El México desconocido: Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre occidental, en la tierra caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoacán
. “Nadie fuera de aquellos que han viajado a las montañas mexicanas puede entender y valorar las dificultades y ansiedades de una travesía como esta”.

Y eso asumiendo que has conseguido siquiera llegar hasta las montañas. “En primera instancia, la región de los tarahumaras se presenta inaccessible”, se quejaba el dramaturgo Antonin Artaud luego de sudar la gota gorda y arrastrarse lentamente hasta las Barrancas del Cobre en busca de sabiduría chamánica en los años treinta. “En el mejor de los casos, existen unos pocos senderos mal señalados que parecen desaparecer bajo tierra cada pocas yardas”. Cuando Artaud y sus guías finalmente encontraban un camino, debían tragar saliva con fuerza antes de tomarlo: siguiendo el principio según el cual la mejor forma de perder a sus perseguidores era cogiendo rutas que solo un lunático seguiría, los tarahumaras deslizaban sus huellas por superficies tan empinadas que rozaban el suicidio.

“Un paso en falso —anotó en su cuaderno el aventurero Frederick Schwatka durante una expedición a las Barrancas del Cobre en 1888— enviaría al escalador unos doscientos o trescientos pies abajo en el barranco, haciendo de él, quizá, un cadáver despedazado”.

Schwatka no era un remilgado poeta parisino, ni mucho menos; era teniente del Ejército de los Estados Unidos y había sobrevivido a las guerras de frontera para luego vivir entre los sioux como antropólogo
amateur
, así que el hombre sabía de cadáveres despedazados. También había cruzado las peores tierras baldías de su tiempo, incluyendo una tremebunda expedición de dos años al Círculo Polar Ártico. Pero cuando llegó a las Barrancas del Cobre, tuvo que recalibrar su vara de medir. Repasando el páramo oceánico que tenía alrededor, Schwatka sintió un prurito de admiración —“Ni el corazón de los Andes ni la cima del Himalaya albergan un escenario más sublime que la salvaje y desconocida fortaleza de la Sierra Madre mexicana”— antes de ser sacudido por un morboso desconcierto: “El hecho de que puedan criar niños en estos acantilados sin perder el cien por cien de ellos anualmente es, para mí, uno de los temas más misteriosos relacionados con esta gente”.

Incluso hoy, cuando Internet ha reducido el mundo a una aldea global y los satélites de Google te permiten espiar el patio de un extraño al otro lado del país, los tarahumaras tradicionales permanecen tan fantasmales como hace cien años. A mediados de los años noventa, un grupo de expedicionarios se internaban en las profundidades de las barrancas cuando sintieron, inquietos, que eran observados por unos ojos invisibles: “Nuestro pequeño grupo había estado escalando durante horas las Barrancas del Cobre mexicanas sin haber visto ningún rastro humano”, escribió uno de los miembros de la expedición. “De pronto, en el corazón de una barranca más profunda que el Gran Cañón, oímos el eco de los tambores tarahumara. Sus sencillos golpes eran apenas perceptibles al principio, pero pronto se hicieron fuertes. El eco provenía de una cadena de colinas rocosas, lo que hacía imposible adivinar el número de tambores o su localización. Nos giramos hacia nuestra guía buscando indicaciones. ‘¿Quién sabe?’, nos dijo, ‘Es imposible ver a los tarahumaras a menos que ellos así lo quieran’ ”.

La luna estaba todavía alta cuando partimos en la fiel camioneta 4×4 de Salvador. Para cuando el sol apareció, habíamos dejado muy atrás las carreteras asfaltadas y estábamos brincando sobre un sendero de tierra que parecía más el lecho seco de un arroyo que un camino propiamente dicho, avanzando forzosamente en primera, cabeceando y zarandeándonos como un viejo vapor en aguas tormentosas.

Intenté mantener controlada nuestra ubicación con una brújula y un mapa, pero por momentos no podía saber si Salvador estaba girando deliberadamente o intentando esquivar algún desprendimiento de rocas. Rápidamente dejó de importar, nos encontráramos donde nos encontráramos, este lugar no formaba parte del mundo conocido. Seguíamos serpenteando en busca de una salida a través de los árboles pero el mapa no mostraba nada más que bosques vírgenes.

—Mucha mota por aquí —dijo Salvador, dibujando un círculo con el dedo, señalando las colinas a nuestro alrededor.

Dado que las barrancas son terreno de imposible acceso para la policía, se han convertido en base de operaciones de dos cárteles de la droga rivales, Los Zetas y Los Nueva Sangre, ambos compuestos por ex agentes de las fuerzas especiales del ejército y completamente despiadados; Los Zetas eran famosos por introducir a los policías poco colaboradores en barriles de gasolina ardiendo y por alimentar a la mascota de la banda —un tigre de bengala— con miembros de la banda rival capturados. Luego de que las víctimas dejaban de gritar, sus cabezas abrasadas o mordisquedas eran cuidadosamente recogidas para ser usadas como herramientas de marketing; a los cárteles les gustaba marcar su territorio: en una ocasión empalando las cabezas de dos agentes de policía en la puerta de un edificio del gobierno con un cartel que rezaba “Aprendan algo de respeto”. Más adelante ese mismo mes, cinco cabezas fueron arrojadas al suelo de un abarrotado club nocturno. Incluso aquí en los márgenes de las barrancas, unos seis cadáveres aparecían cada semana.

Pero Salvador parecía completamente despreocupado. Conducía a través del bosque, cantando a voz en cuello acerca de un sujetador lleno de malas noticias llamado María. De pronto, la canción murió en su boca. Apagó la radio, mientras sus ojos se fijaban en una camioneta Dodge de color rojo con los cristales polarizados que acababa de aparecer de la nada detrás de nosotros.

—Narcotraficantes —dijo entre dientes.

Salvador aparcó la camioneta tan cerca como pudo al borde del barranco que teníamos a la derecha y bajó aún más la velocidad, reduciendo las diez millas por hora a las que veníamos moviéndonos, dejando a la enorme Dodge roja todo el camino que le hiciera falta.

“No pasa nada por aquí” era el mensaje que intentaba enviar. “Tan sólo nos ocupamos de nuestros propios asuntos para nada relacionados con la mota. No se detengan…”. Porque de lo contrario, ¿qué diríamos si nos cortaban el camino y se acercaban despacio, exigiéndonos que habláramos calmada y claramente hacia los cañones de sus rifles para explicar qué demonios estábamos haciendo en medio de los campos mexicanos de marihuana?

Ni siquiera podíamos decir la verdad. Aun cuando nos creyeran, estaríamos muertos. Si había alguien a quien las bandas mexicanas de narcos odiaban tanto como a los policías, era a los cantantes y a los periodistas. No a los cantantes en el sentido de la jerga para soplones o informantes, los narcos odiaban a los cantantes de verdad, esos que rasgan su guitarra entonando canciones de amor. Quince cantantes habían sido ejecutados por narcos en tan sólo dieciocho meses, incluida la hermosa Zayda Peña, una joven de veintiocho años que lideraba a Zayda y Los Culpables y que fue tiroteada tras un concierto. Zayda sobrevivió al tiroteo, pero el escuadrón de la muerte la siguió hasta el hospital para darle muerte mientras se recuperaba de una operación. El joven rompecorazones Valentín Elizalde fue asesinado por una lluvia de balas procedente de un AK-47, un poco más allá de la frontera con McAllen, Texas, mientras que Sergio Gómez fue asesinado poco después de ser nominado a un Grammy. Sus genitales fueron quemados, luego fue estrangulado y abandonado muerto en la calle. Lo que los condenó, hasta donde se sabe, fue su fama, su atractivo y su talento. Los cantantes desafiaban el sentido de la autoimportancia de los señores de la droga, y debido a ello estaban condenados a muerte.

La extraña fatwa que caía sobre los baladistas era impredecible y de carácter emocional, mientras que el contrato mortal con los periodistas era un asunto de negocios. Los periódicos americanos habían publicado artículos sobre los cárteles de la droga que habían avergonzado a los políticos del país, quienes habían ejercido presión sobre la DEA para que aplicara mano dura. Enfurecidos, Los Zetas habían atacado redacciones con granadas e incluso habían enviado asesinos al otro lado de la frontera con el objetivo de dar caza a algunos periodistas entrometidos. Luego de que treinta periodistas fueron asesinados en seis años, el editor de un periódico de Villahermosa se encontró la cabeza amputada de un narco de poca monta fuera de su oficina con una nota que decía: “Eres el siguiente”. El número de víctimas se había elevado tanto que, consiguientemente, México se ubicó en el segundo puesto mundial, sólo por detrás de Irak, en número de periodistas asesinados o secuestrados.

Y ahora les estábamos ahorrando varios problemas a los cárteles. Un cantante y un periodista habían aterrizado directamente en su patio trasero. Escondí mi libreta de notas dentro de mis pantalones y rápidamente busqué más cosas que esconder. Era inútil, Salvador tenía cintas de su banda desperdigadas por todas partes, yo llevaba un brillante pase de prensa de color rojo en mi billetera y justo entre mis pies había una mochila llena de grabadoras, lapiceros y una cámara.

La Dogde roja se ubicó justo a nuestro lado. Era un glorioso día de sol, con una brisa fresca con aromas de pino, pero las ventanas de la camioneta estaban bien cerradas, ocultando detrás de sus cristales polarizados a su tripulación. La camioneta bajó la velocidad, avanzando lenta y ruidosamente.

“Tan solo continúa —dije para mis adentros—. No te detengas, notedetengas, notenote.…”

La camioneta se detuvo. Mis ojos giraron rápidamente hacia la izquierda y se encontraron con Salvador mirando fijamente al frente, con las manos congeladas sobre el volante. Giré la vista hacia delante sin mover ni un músculo.

Nos quedamos quietos.

Ellos también.

No hicimos ningún ruido.

Ellos tampoco.

“Seis asesinatos a la semana —estaba pensando—. Sus pelotas chamuscadas”. Pude ver mi cabeza rodando entre tacones asustados por el suelo de una discoteca de Chihuahua. De pronto un estruendo cortó el aire. Mis ojos giraron hacia la izquierda de nuevo. El motor de la enorme Dodge roja volvió a la vida y nos dejó atrás gruñendo. Salvador mantuvo la mirada fija en su espejo lateral hasta que el coche de la muerte desapareció en un remolino de polvo. Después dio una palmada al volante y volvió a poner a todo volumen su cinta de
ay ay ayayyy
.

—¡Bueno! —gritó—. ¡Ándale pues, a más aventuras!

Algunas partes de mi cuerpo que se habían apretado lo suficiente como para partir nueces empezaron a relajarse lentamente. Pero no por demasiado tiempo.

Unas horas después, Salvador frenó con fuerza. Puso marcha atrás, tomó un desvío a la derecha del camino señalado y empezó a serpentear entre los árboles. Nos internamos más y más en el bosque, pasando por encima de agujas de pino y saltando sobre surcos tan profundos que mi cabeza golpeaba contra la jaula de seguridad de la camioneta.

Conforme el bosque iba haciéndose más oscuro, Salvador iba quedándose más callado. Por primera vez desde nuestro encuentro con el coche de la muerte, había incluso apagado la música. Pensé que se encontraba embebido en la soledad y tranquilidad del paisaje, así que intenté recostarme y disfrutarlo con él. Pero cuando finalmente rompí el silencio con una pregunta, me respondió con un gruñido de mala gana. Así que empecé a sospechar: estábamos perdidos y Salvador no quería admitirlo. Lo observé con mayor atención y descubrí que estaba bajando la velocidad para poder estudiar los troncos de los árboles, como si la corteza cuneiforme fuera un mapa de carreteras por descifrar.

“Estamos jodidos”, pensé. Tenemos una probabilidad entre cuatro de que esto salga bien, lo que nos deja otras tres posibilidades: conducir de vuelta hacia Los Zetas, caernos por un barranco en la oscuridad o seguir dando vueltas por el bosque hasta que se nos agotaran las barritas Clif y uno de los dos terminara comiéndose al otro.

Y entonces, justo cuando el sol se ocultaba, se nos acabó el planeta. Emergimos del bosque para encontrarnos con un páramo de dimensiones oceánicas delante. Una grieta en el terreno tan grande que el extremo opuesto bien podía estar en una zona horaria diferente. Ahí abajo, parecía que una explosión capaz de acabar con el mundo se había congelado en piedra, como si un dios furioso en plena destrucción del planeta de pronto hubiese cambiado de opinión, dejando a medias el Apocalipsis. Me quedé contemplando las veinte mil millas cuadradas de tierra salvaje, cortada al azar por retorcidos cañones, más profundos y vastos que el Gran Cañón.

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