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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (5 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Caminé hasta el borde del acantilado, y mi corazón empezó a palpitar. Una caída a pique duraría… para siempre. Mucho más abajo, unos pájaros volaban en círculo. Apenas podía distinguir el impresionante río a los pies del cañón, desde aquí se veía como una delgada vena azul en el brazo de un anciano. El estómago se me cerró. ¿Cómo demonios lograríamos llegar hasta ahí abajo?

—Encontraremos la forma —me aseguró Salvador—. Los rarámuris lo hacen todo el tiempo.

Cuando Salvador vio que mi ánimo no mejoraba, optó por ver el lado positivo:

—Bueno, es mejor así —dijo—. Es demasiado empinado para que los narcotraficantes molesten por ahí.

No sabía si lo creía de verdad o estaba mintiendo para animarme. Fuera como fuera, debería haberlo sabido.

CAPÍTULO 4

DOS DÍAS DESPUÉS, Salvador dejó su mochila, se secó el sudor de la cara y dijo:

—Hemos llegado.

—¿Hemos llegado?

—Aquí mismo —dijo—. Aquí es donde vive el clan Quimare.

No alcancé a entender a qué se refería. Hasta donde mi vista alcanzaba, el sitio era exactamente igual al lado oscuro de un planeta perdido que veníamos escalando desde hacía dos días. Tras abandonar la camioneta en el borde del cañón, descendimos deslizándonos y a gatas. Había sido un alivio caminar finalmente sobre terreno llano, pero no por mucho tiempo. Tras emprender la caminata río arriba a la mañana siguiente, fuimos viendo como los muros de piedra se iban estrechando a nuestro alrededor. Seguimos adelante sujetando nuestras mochilas por encima de la cabeza mientras el agua nos presionaba el pecho. El sol iba siendo eclipsado lentamente por los empinados muros, hasta que avanzábamos lentamente a través del agua en plena oscuridad, sintiéndonos como si camináramos muy despacio hacia el fondo del mar.

En algún momento, Salvador divisó una grieta en la oscuridad de uno de los muros y escalamos por ahí, dejando atrás el río. Hacia el mediodía empecé a extrañar la oscuridad. Con un sol abrasador sobre la cabeza y nada más que rocas desnudas alrededor, subir por esa cuesta era como escalar una pista de esquí de acero inoxidable. Finalmente, Salvador se detuvo y yo me dejé caer sobre una roca para descansar.

“Vaya si es duro el cabrón”, pensé. El sudor chorreaba por el rostro bronceado de Salvador, pero él se mantenía de pie. Tenía una mirada curiosa, expectante.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Están justo ahí —dijo, señalando hacia una pequeña colina.

Me levanté con dificultad. Seguí a Salvador a través de una grieta en las rocas y me encontré delante de un claro en sombras. La colina era en realidad una pequeña choza, construida con ladrillos de barro que habían sido colocados siguiendo el contorno de la ladera, de forma que era invisible hasta que literalmente te encontrabas sobre ella.

Eché otro vistazo para comprobar que no estaba dejando pasar alguna otra vivienda camuflada, pero no había rastro de otro ser humano en ningún lugar. Los tarahumaras prefieren vivir así de aislados, incluso uno de otro, tanto que incluso los miembros de una misma villa prefieren mantener distancia suficiente entre sus casas para no ver el humo de la cocina del otro.

Abrí la boca para gritar, pero me callé. Había alguien ahí, de pie en la oscuridad, observándonos. Luego, Arnulfo Quimare, el más temido de los corredores tarahumara, apareció.

—Kuira-bá
—dijo Salvador, con las únicas palabras que conocía del idioma tarahumara: “Somos todos uno”.

—Kuira-bá
—repetí yo.

—Kuira
—dijo Arnulfo, con una voz tan tenue como un suspiro.

Estiró la mano para el saludo tarahumara, un delicado movimiento de los dedos. Luego volvió a desaparecer en el interior de su casa. Así que esperamos y… esperamos aún más. ¿Era eso todo? No se oía ni un susurro dentro de la choza, ni una señal de que tuviera intenciones de volver. Me asomé por la esquina, para ver si se había escapado por la parte de atrás. Había otro hombre tarahumara, durmiendo la siesta a la sombra del muro, pero no había señales de Arnulfo.

Me giré hacia Salvador y pregunté:

—¿Va a regresar?

—No sé —dijo Salvador, encogiéndose de hombros—. Puede que lo hayamos enfadado.

—¿Ya? ¿Cómo?

—No debimos aparecer así como así.

Salvador parecía que iba a dar su cabeza contra la pared. Se había sobrexcitado y violado una regla clave de las normas sociales tarahumara. Antes de acercarse a una cueva tarahumara, debes sentarte en el suelo a unas docenas de yardas de distancia y esperar. Luego debes girar la vista en la dirección contraria por un tiempo, como si tan solo estuvieras pasando por ahí sin nada mejor que hacer. Si alguien aparece y te invita a pasar a la cueva, genial. Si no, te levantas y te vas. No te acercas directamente a la puerta, de la manera en que Salvador y yo habíamos hecho. A los tarahumaras les gusta que se les vea sólo si ellos así lo han decidido. Posar la vista sobre ellos sin invitación previa es como irrumpir en el cuarto de baño de alguien y encontrarlo desnudo.

Por suerte, Arnulfo resultó ser un tipo comprensivo. Volvió un rato después, portando una canasta de limas dulces. Habíamos llegado en mal momento, nos explicó. Su familia entera había caído con gripe. El hombre que había visto detrás era su hermano mayor, Pedro, que se encontraba tan débil que era incapaz de levantarse. Aun así, Arnulfo nos invitó a descansar un poco.


Assag
—dijo. Tomen asiento.

Nos acomodamos en la sombra que pudimos hallar y empezamos a pelar limas, contemplando las agitadas aguas del río. Mientras íbamos masticando y escupiendo pepitas al suelo, Arnulfo miraba fijamente y en silencio hacia el agua. De tanto en tanto se giraba y me evaluaba con la mirada. En ningún momento preguntó quién era o por qué estaba ahí; parecía que quería descubrirlo por sí mismo.

Intenté no mirarlo fijamente a mi vez, pero es difícil no quedarte mirando a un tipo tan atractivo como Arnulfo. Su piel tenía el color marrón del cuero recién lustrado, unos caprichosos ojos negros que brillaban con una perpleja confianza en sí mismo detrás del cerquillo negro de su cabello estilo hongo. Me recordó a los Beatles del comienzo; a
todos
los Beatles de esa época mezclados en uno solo, uno que poseía fuerza bruta y era a la vez divertido, astuto y tímidamente guapo. Vestía el atuendo típico tarahumara, una falda a la altura de los muslos y una túnica de un rojo encendido tan amplia como una camisa de pirata. Cada vez que se movía, los músculos de sus piernas se agitaban y reacomodaban como si estuvieran hechas de metal fundido.

—Sabes, nosotros nos conocemos —le dijo Salvador en español.

Arnulfo asintió.

Durante tres años seguidos, Arnulfo había corrido durante días hasta Guachochi para participar en una carrera de sesenta millas a través de las barrancas. Es una competición anual abierta a todos los tarahumaras de las sierras, así como a los pocos mexicanos dispuestos a medir sus piernas y suerte contras los miembros de la tribu. Durante tres años seguidos, Arnulfo había ganado. Le quitó el título a su hermano, Pedro, y el segundo lugar había sido para su primo, Avelado, mientras que su cuñado, Silvino, llegó en tercer puesto. Silvino era un caso peculiar, un tarahumara que había cruzado la frontera entre el viejo y el nuevo mundo. Años atrás, un miembro de los Hermanos Cristianos a cargo de un pequeño colegio tarahumara llevó a Silvino a una maratón en algún lugar de California. Silvino ganó y volvió a casa con dinero suficiente para una vieja camioneta
pickup
, un par de jeans y un ala nueva para el edificio de la escuela. Silvino dejaba su camioneta en la cima del cañón, subiendo hasta ahí ocasionalmente para luego ir conduciendo hasta Guachochi. Pero incluso cuando había descubierto una forma segura de ganar dinero, nunca había vuelto a cruzar la frontera para correr de nuevo.

Respecto al resto del planeta, los tarahumaras son una contradicción andante: rehuyen a los foráneos, pero les fascina el mundo exterior. De alguna manera, tiene sentido: cuando te encanta correr distancias extraordinarias, debe ser tentador soltar amarras y ver hasta dónde, cuán lejos, pueden llevarte tus piernas. Una vez un tarahumara apareció en Siberia; no se sabe cómo terminó dentro de un buque de carga y vagabundeó a través de las estepas rusas hasta que fue recogido y enviado de vuelta a México. En 1983, una mujer tarahumara fue descubierta deambulando por las calles de un pueblo de Kansas, vistiendo su tradicional falda de vuelo. Durante los próximos doce años estuvo internada en un manicomio, hasta que un asistente social finalmente cayó en cuenta de que lo que salía de su boca era un idioma perdido, no incoherencias.

—¿Correrías en los Estados Unidos? —pregunté a Arnulfo, que continuó masticando limas y escupiendo las pepitas. Pasado un rato, se encogió de hombros.

—¿Volverás a correr en Guachochi?

Ñam. Ñam. Ñam
. Se encogió de hombros.

Ahora entendía lo que quiso decir Carl Lumholtz acerca de que los tarahumaras son tan tímidos que si no fuera por la cerveza, la tribu se hubiera extinguido. “Por increíble que parezca —se maravillaba Lumholtz—, no dudo en afirmar que en el curso habitual de su existencia, los incivilizados tarahumaras son demasiado tímidos y recatados para hacer valer sus derechos y privilegios matrimoniales; y es principalmente gracias al
tesgüino
[6]
que su raza se mantiene viva y la población aumenta”. Traducción: Los hombres tarahumara no pueden ni siquiera reunir el valor para ponerse románticos con sus propias mujeres si no ahogan su timidez en cerveza casera.

Solo después caí en cuenta de que había puesto palos en mi propia rueda de la etiqueta social al cometer la gran metedura de pata número 2: interrogarlo como un policía. Arnulfo no estaba siendo descortés con su silencio, era yo quien estaba siendo molesto con mis preguntas. Para los tarahumaras, hacer preguntas directas era una demostración de fuerza, una exigencia de propiedad dentro de sus cabezas. Ciertamente, no iban a abrirse de pronto para compartir sus secretos con un forastero; para empezar, los forasteros eran la razón por la que permanecían ocultos aquí abajo. La última vez que los tarahumaras se habían abierto al mundo exterior, este había respondido encadenándolos, decapitándolos y empalando sus cabezas en postes de nueve pies. Los buscadores de plata españoles habían dejado clara su intención de apropiarse de la tierra de los tarahumaras —y de su mano de obra— decapitando a los líderes de la tribu.

“Los hombres rarámuri fueron acorralados como caballos salvajes y forzados a trabajar como esclavos en las minas”, escribió un cronista; si alguien se resistía, era convertido en una versión humana del show del terror. Antes de morir, los tarahumaras capturados eran torturados para sacarles información. Eso era todo lo que aquellos que habían sobrevivido necesitaban saber acerca de lo que ocurre cuando un forastero curioso llama a la puerta.

A partir de ahí, las relaciones entre los tarahumaras y el resto del planeta no hicieron sino empeorar. Los cazadores de recompensas del Lejano Oeste recibían cien dólares por el cuero cabelludo de cada apache que cazaran, pero no tardaron mucho en encontrar una forma despiadada de maximizar beneficios eliminando riesgos: en lugar de enfrentarse a guerreros dispuestos a defenderse, sencillamente optaron por masacrar a los pacíficos tarahumaras y cobrar por sus parecidas cabelleras.

Los tipos buenos fueron incluso más letales que los malvados. Los misioneros jesuitas aparecieron con sus biblias en las manos y gripe en los pulmones, prometiendo la vida eterna a la vez que esparcían una muerte instantánea. Los tarahumaras carecían de los anticuerpos necesarios para luchar contra la enfermedad, así que la gripe española se extendió como un incendio fuera de control, arrasando villas enteras en unos pocos días. Un cazador tarahumara podía haberse alejado en busca de presas, para luego regresar a casa y no encontrar nada más que cadáveres y moscas.

No es de extrañar que la desconfianza de los tarahumaras hacia los forasteros haya durado cuatrocientos años y los haya conducido aquí, a su último refugio en el fin del mundo. También ha conducido a que su vocabulario sea tan afilado como un cuchillo de carnicero a la hora de describir a la gente. En la lengua tarahumara, existen humanos de dos tipos: están los
rarámuris
, aquellos que corren de los problemas; y los
chabochis
, aquellos que los causan. Es una visión dura del mundo, pero con seis cuerpos a la semana cayendo en sus barrancas, es difícil decir que estén equivocados.

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